Las revistas y los periódicos que flotan en las aguas de la sociedad de mercado viven de sus anuncios, y no es infrecuente que los editores celebren más la publicidad que las colaboraciones. Como es de suponerse, los campeones del género son los norteamericanos. En las perfumadas páginas de Vanity Fair, GQ, Playboy o Cigar Aficionado se llega a la paradoja de que los artículos "estorben" los maravillosos anuncios desdoblables. Si en otros tiempos la religión, la escuela y la familia sirvieron para normar la conducta, hoy en día, en buena parte de Occidente, los ritos de iniciación de la especie dependen de la publicidad. Los anuncios son un manual de conducta: "tener éxito" significa llegar a los momentos emblemáticos de los comerciales de televisión, la histérica felicidad donde la vida vale por un suéter o por un refresco. En nuestra calidad de pepenadores editoriales, hemos formado parte de la numerosa legión que va a Sanborns a ojear revistas que nunca compra. Como rara vez hay tiempo y serenidad para leer artículos de pie, este contacto con la prensa mundial más bien es táctil y olfativo. Sin duda, lo que más influye en los ojeadores son los anuncios. Las rollizas revistas de importación empiezan con una fragante aduana que nos informa cómo nos vestiríamos, qué audífonos tendríamos y quiénes serían nuestros amantes si fuéramos verdaderos triunfadores. Para el lector oriundo, que en ese momento está sufriendo un cristalazo en su Volkswagen, las ofertas de bienestar y los paraísos del consumo tienen una función compensatoria: el traje de Armani que no vamos a usar cumple un papel equivalente a los chismes de la revista Hola sobre la baronesa con la que nunca vamos a cenar. Como los bird watchers que cazan aves con binoculares, los inoperantes consumidores del subdesarrollo nos dedicamos al vacuo safari de atrapar presas con los ojos. Ya que no podemos comprar el Mercedes que nos ofertan, cedamos a una diversión de segundo orden: imaginar a los lectores originales de las revistas por los anuncios que les ofrecen. Uno de los casos más reveladores en lo que toca a la transformación de su público, es el de la revista Rolling Stone. Fundada por Jann S. Wenner en el San Francisco de la psicodelia (o "psiquedelia", como prefiere escribir José Agustín), Rolling Stone ofreció documentos esenciales de la contracultura, como la celebérrima entrevista "Lennon recuerda", las crónicas y entrevistas de Jonathan Cott y las asiduas colaboraciones de los búfalos del nuevo periodismo. Cuando Wenner mudó sus oficinas a Nueva York, la revista ya era una publicación consolidada, es decir, repleta de anuncios. Hoy en día Rolling Stone es una notable reserva de la basura editorial. El antiguo fanzín rebelde contrata ahora a redactores que pertenecen a todos los clubes de fans de las celebridades. En los últimos números, los temas de portada van del elogio al astro del talk-show David Lettermann, al elogio de Brooke Shields, cuya principal virtud cultural, además de ser novia del tenista Andre Agassi, es haber permanecido virgen durante un tiempo récord en Hollywood. Rolling Stone se concentra en estos días en el salario anual de 12 millones de dólares de Letterman o en el anillo de compromiso, con obligado diamante, de Brooke Shields. En el caso ya un poco raro de que la revista se ocupe del rock, lo importante es saber si Steven Tyler, de Aerosmith, ha vuelto a drogarse (con morbo salomónico, se ofrecen testimonios de cinco personas que aseguran que sí y cinco que no). Basta ver los anuncios para comprobar que la revista está a años luz de su proyecto original. Comparados con Rolling Stone, los catálogos de Sears pertenecen a la prensa radical. En este fin de milenio, el pudibundo emporio de Wenner imprime las siguientes ofertas:
Sandalias para los jipis cansados. Una invitación a enrolarse en la armada. La tarjeta de crédito Rolling Stone, afiliada a Visa (un rectángulo de plástico con una foto de un festival de rock y el holograma tornasolado que permite que los veteranos de Woodstock entren al Price Club). Un seguro de vida de la compañía The Prudential, amparado en el eslogan: Be your own rock , lo cual no significa que hagas tu propio rock, como en los olvidados años de San Francisco, sino que seas tu propia roca, y en franca imitación de la revista, prepares tu propia tumba. |
Soldaditos Todos y cada uno de los actos de nuestra vida son ambiguos y misteriosos. Y el tejido de esos actos en tendencias, hábitos, rutinas, aspiraciones y miedos también es misterioso. No sabemos siquiera si la palabra "explicar" quiera decir algo cuando intentamos "explicar" nuestros actos. Si alguien te dice que está enamorado, tú no le preguntas "por qué?" No sé si la pregunta "por qué eres médico?" tiene respuesta (a menos que sea operativa, del tipo "compro el boleto para entrar al cine"). Es obvio que no tiene sentido claro. Esta incertidumbre, esta ambigüedad, este misterio permite nuestra existencia tal como la conocemos. No sé por qué me gusta tanto escribir y montar obras de teatro. Nunca sabemos por qué nos gustan las cosas. Tal vez si supiéramos, eso que llamamos "gustar" desaparecería. Como sea, la afición se hunde hacia atrás, en el paraíso de la infancia. Mi infancia fue, como la de casi todos, difícil, injusta, a veces angustiosa, pero eso no significa que no fuera paradisiaca. Un día, Estela Troya, que fuera por años mi terapeuta, me hizo esta sencilla pregunta: "Cuántos años tienes?" Yo le contesté mi edad (tendría entonces unos 45 años). "No, no me dijo, no te pregunto tu edad cronológica sino tu edad verdadera, tu edad secreta, pero real." No supe qué contestar. Entonces ella me reveló: "Tú tienes ocho años de edad." Y sí, es cierto, a los ocho años hice algunos descubrimientos que me dejaron como fijado. Descubrí, por ejemplo, la emocionante y perturbadora belleza de las mujeres. Descubrí la música de Bach y me enamoré platónicamente, como Dante de Beatriz. Y descubrí un juego solitario que es del que quiero hablar. Llamaba a ese juego "soldaditos" y decía "voy a jugar soldaditos". Jugaba solo o con mi superamigo Manolo Estrada, único con el que me entendía de veras en estas y en otras cosas. Y el juego se jugaba así: En un pedazo de tierra (el que yo disponía entonces medía dos metros de largo por uno de ancho), ponía uno o varios soldaditos, de plomo al principio, de plástico (que era prodigiosa novedad) más adelante, y empezaba a urdir una historia. Un grupo de exploradores emprendía un viaje por territorio desconocido y peligroso en busca de un tesoro. A poco de salir los atacaba un elefante (de plastilina gris) que se había vuelto loco, y se salvaban milagrosamente de su furia sólo para caer prisioneros de los bora-bora, que eran pigmeos caníbales. Y así seguía la historia por días y hasta por semanas. Crecí, pero continué jugando este juego secreto. Cuando terminé la preparatoria y me disponía a cursar alguna carrera, mi pobre padre me descubrió un día de rodillas en tierra jugando a escondidas mi juego. Hijo me decía decepcionado, todavía juegas a estas cosas? Y yo sentía vergüenza de ser tan retrasado. Pero el juego era para mí un vicio, una pasión invencible. Tan invencible que ahora que soy ya viejo, todavía lo sigo jugando. Ahora se llama teatro, y en vez de soldaditos de plomo o plástico tiene personas de carne y hueso, actores que dicen y hacen lo que les pido que hagan o digan, y el pedazo de tierra ha crecido a escenario con luces y escenografía y música. Pero el juego es el mismo. Por eso: 1) Nunca he visto el teatro sino como juego. Me gusta jugarlo, es decir, escribir al tiempo que voy montando la obra. 2) Nunca he hecho la misma obra dos veces, ni antes ni ahora. Tampoco he montado una obra no inventada durante el juego. 3) No me importa mucho el valor literario que pueda tener mi juego y no me ha interesado mucho recoger en libros mis juegos. Y por eso, 4) leer teatro no me gustaba ni me gusta mucho, tampoco ir al teatro. Prefiero ir al cine, pero no me gustaría hacer cine porque es muy complicado y no se puede jugar. 5) Nunca estudié teatro. Simplemente, llegado el momento, me puse a hacer lo mismo que ya sabía hacer. Claro que con tanto dale y dale he ido aprendiendo algunas cosas de teatro convencional. 6) Por los soldaditos me gusta mucho el teatro de títeres y me obsesiona el teatro miniatura, que es muy difícil de hacer. Esto, claro, no explica por qué me gusta el teatro. Ahora habría que contestar la pregunta y por qué te gustaba tanto jugar soldaditos? Y esa pregunta es más difícil de contestar. Te doy mis disculpas por hacerte estas no pedidas confesiones teatrales, pero cuando leas estas líneas ya se habrá estrenado en la Casa de la Paz una obra mía: se llama La caja, y ando tan atareado que no puedo pensar en otra cosa que en ella. Aprovecho para invitarte, pero no te sientas de ninguna manera obligado a ir a verla. No me ofende que no vayas. Yo ya jugué mi juego.
El episodio del gas sarin en el metro La mañana del 20 de marzo de 1995, cinco miembros de la secta Aum Shinrikyo ("de la verdad suprema" o "sublime") abordaron vagones del metro en estaciones localizadas en los extremos de la red. A las 8:15, los cinco trenes convergieron en la céntrica e importante estación de Kasumigaseki. Algunas estaciones antes, los miembros de la secta rompieron los paquetes con gas sarin que llevaban ocultos entre periódicos y huyeron confundiéndose entre la multitud. Once envolturas comenzaron a liberar el gas letal (uno de los predilectos de los nazis); en minutos, el aire estaba saturado de la sustancia invisible. Muchos de los usuarios sufrieron náuseas, convulsiones, asfixia y vómito. Doce personas murieron y más de 5,500 resultaron afectadas en diferentes grados; entre ellas se cuentan dos casos de individuos que quedaron en estado vegetativo, una mujer que perdió ambos ojos ya que sus lentes de contacto se fundieron en ellos, y muchos que tendrán una variedad de problemas respiratorios el resto de sus vidas.
De curandero a amo del universo
El ataque del gas sarin era el primer paso de la campaña de Aum Shinrikyo para apoderarse del mundo. Era el comienzo del Armagedón que había anticipado el líder ciego de la secta, Shoko Asahara. En 1984, el gurú Asahara dirigía una diminuta escuela de yoga; diez años después, la secta contaba con más de 40 mil seguidores en seis continentes (muchos de ellos en puestos de poder determinantes), así como con inmensos recursos económicos, laboratorios de experimentación genética y química, computación y comunicaciones, además de un asombroso arsenal de armas convencionales, bacteriológicas, químicas, y poderosas lásers. Asahara ofrecía curas milagrosas por medio de acupuntura y una serie de métodos "alternativos"; no obstante, él aspiraba a mucho más que a ser un simple curandero, por lo que creó su propia religión fusionando elementos del budismo con deidades hindúes, el Armagedón cristiano y el rigor físico del yoga. Recientemente, la fatídica trayectoria de esta secta apareció descrita en la obra The Cult at the End of the World de David E. Kaplan y Andrew Marshall.
Atajos al nirvana
El éxito y la singularidad de la secta Aum radica en la habilidad de Asahara para reclutar profesionales de primer nivel, estudiantes excepcionales de ciencias y una variedad de expertos en tecnologías de punta, a quienes sedujo ofreciéndoles alcanzar la iluminación mediante inverosímiles dispositivos de alta tecnología, como cascos de electrodos, teletransportadores astrales y conexiones cibernéticas con la divinidad. Asahara dirigió su mensaje a los jóvenes nerds, solitarios, enajenados y sin duda desvalidos emocionalmente, un grupo de gente con enormes deseos de pertenecer a algo, con un profundo anhelo de trascender y, de ser posible, adquirir algunos poderes sobrenaturales como los que Asahara presumía tener (telepatía, levitación, invulnerabilidad, etcétera). El precio era la fidelidad absoluta al líder, así como el abandono de instituciones, empleos, estudios y familias. Para alcanzar a este público, Asahara lanzó su llamado principalmente a través de publicaciones de ciencia ficción e historietas (que en Japón se conocen como manga).
Un héroe de la ciencia ficción
Asahara es un gran fanático de la ciencia ficción, y buena parte de sus ideas proviene de ahí. Sus fantasías apocalípticas y sus pesadillas urbanas se veían materializadas en historietas como Akira, Tank Police y Nave de combate Yamato, entre muchas otras. Pero los planes para su operación criminal fueron inspirados nada menos que por la trilogía de la Fundación de Isaac Asimov. En esa historia, Hari Seldon, quien conoce la ciencia de la psicohistoria (la cual permite predecir el futuro), advierte sobre el inminente colapso del imperio pero no es escuchado, por lo que crea una sociedad secreta con la intención de salvar a unos cuantos elegidos que deberán reconstruir el universo. Seldon recluta a los mejores científicos de su tiempo y los transforma en una especie de monjes medievales que crean una nueva religión, la cual fusiona ciencia y misticismo con el objetivo de controlar el cosmos. Sobra decir que Asaharase veía a sí mismo como el Seldon de nuestra era. Asahara sabía que no podía adueñarse del universo con mil ametralladoras kalachnikov y unas cuantas toneladas de dinamita, por lo que puso a trabajar a sus seguidores en el desarrollo de armas sacadas de diversas novelas de ciencia ficción, como el cañón de plasma (que evapora cuerpos humanos sin dañar bienes materiales), el cañón de reflejo de estrellas fijas (que convierte la fuerza solar en un inmenso rayo fulminante), las ondas electromagnéticas usadas para provocar terremotos (supuestamente, los rusos utilizaron esta tecnología telúrica contra Beijing en 1977, y los estadunidenses contra la ciudad de Kobe en 1995) y en especial el rayo láser mortal: el legendario y clásico rayo de la muerte, sin el cual, como todo mundo sabe, no se puede dominar el universo. ¤ Naief Yehya ¤ [email protected]
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