La Jornada Semanal, 20 de octubre de 1996
Los Azufres, Michoacán. Hace un frío encabronado,
y viento. Los pinos se doblan. Me da la impresión de que el
lago se agarra al fondo para no desbocarse. La gente que ha
traído tiendas de campaña sufre para montarlas y
mantenerlas fijas.
Estoy sentado en una silla de madera muy burda en la terracita de mi cabaña. Tengo la certidumbre pavorosa de que si me levanto, enloqueceré.
Miro hacia el lago, paralizado. Algo que ha estado rompiéndose en mí durante años, se rompió al fin.
Deseo con toda mi alma una migraña, una migraña que se apodere, con su dolor, de mi mente; que me obsesione con mi cuerpo y su narcisismo y su terrible fragilidad.
No pienso en nada. La locura está en cualquier parte; en todas.
Estoy aferrado al asiento de la silla con ambas manos, como el lago al fondo de su cuenca, y tengo el cuello tieso, casi de piedra.
En la maleta hay una botella de coñac, pero no me atrevo a moverme, ni siquiera con todo y silla. Además, el coñac no me sosegaría; me daría taquicardia, me angustiaría aún más.
Por la puerta entreabierta veo de reojo el pequeño espejo sobre el lavabo. Afortunadamente no se refleja mi rostro. Hace unos años, al despertar una mañana arrasada de sol en la cama de Laura, vi la cara que ella tendrá cuando muera, no muy vieja, una madrugada. Todavía no cumplo cincuenta años, pero sé que ya tengo esa cara.
O no es la locura lo que temo, es la muerte.
En cualquier momento puede torcerse el hilo de vida que llevamos dentro. Obstruirse como se obstruyen las estilográficas, las venas.
Mientras tanto, los árboles, a espaldas de la casa, hablan en voz alta.
No entiendo lo que dicen.
(Es preferible.)
El resto de la gente no se da cuenta de lo cerca que estamos de la locura y la muerte. Se comportan como si fueran inmortales. Caminan al manantial, se meten en la alberca, desayunan.
Han venido a divertirse, no a pensar en la vida y la muerte.
Los ratoncitos de la cabaña se mueven con toda libertad. Ya no acarrean los restos de pan y queso a sus numerosas guaridas. Se los comen, y se los disputan, a metro y medio de mí. Si fueran ratas, tal vez ya se habrían trepado a comerme los ojos. Exagero.
Llegué anoche, en medio del aguacero, y alquilé la última cabaña libre.
Como a las once, en un viejo Valiant azul y una pick-up blanca de modelo reciente, llegó un grupo de ocho personas ebrias, alegres, ruidosas, que durante más de una hora intentaron armar sus tiendas bajo la llovizna, en el lodo.
Entre carcajadas y brindis, acabaron por desistir de su empeño y se pusieron a escuchar música y bailar y cantar hasta las tres. Los Beatles, Juan Gabriel, la Sonora Santanera, Los Bukis, Alejandra Guzmán, Ultravox y otros. Cuanto más me tapaba la cabeza con la almohada, mejor parecía escucharlos.
Fuera de mí, a las dos les grité:
Ya cállense, cabrones!
Y una voz de mujer y una de adolescente me gritaron:
Vente a bailar, pendejo!
Esta mañana compruebo que no hay mujeres ni adolescentes en ese grupo.
No sé si mi oído alucinó, o si ellos, en onda de locas, impostaban las voces. Son ocho burócratas o viajantes de comercio: chaparros, sotacos, con barriga, blancos y morenos deslavados, con trajes de baño horrorosos.
Dos de ellos aún están muy borrachos. Uno está en el agua: su sosías lo mira, sentado en un banquito de plástico de tres patas. Ambos están vestidos. Hace quince minutos, el primero fue empujado por el segundo al lago. Al trastabillar, acertó, cómicamente, a arrojar la cartera y las llaves a la playa, y después los mocasines.
El de afuera a cada rato le dice al de adentro, como si fuera un mantra:
Ya salte, Germán
Pa' qué quieres que me salga, si mis pantalones están empapados?
Cómo está el agua?
Tibia.
Aquí afuera hace un frío de la chingada.
Métete, güey. Ya cállate.
No te da asco el olor a azufre? Huele a huevos tibios podridos.
Hace rato que no! contesta Germán.
Ya salte. Te va a dar una congestión.
Otros tres, sentados inmóviles a unos metros, dicen:
Oh, ya déjalo, Fonseca. No ves que no le pasa nada?
Ya te dijo que se va a salir cuando salga el sol.
No chingues a los dichosos.
Es que el sol no va a salir nunca, pendejos contesta Fonseca. Queda trago?
Sí, una y media de Don Pedro debajo del asiento y unas Tecate.
Vengan, cabrones, métanse con ropa! En esta agua uno flota re' fácil! grita Germán, no sean culeros!
Y mientras Fonseca se va a la pick-up a servirse medio vaso de brandy, y yo quiero vomitar, y además temo tragarme el vómito, Germán, flotando bocarriba, resoplando como delfín, deriva rápidamente, jalado por el agua que mueve el viento, hacia el centro de Laguna Larga.
Los tres amigos observan una inmovilidad extraordinaria, mirando la nada, o el Valiant, o la pick-up, como sabios Zen o como iguanas.
Excepto para tomar un trago de brandy o cerveza, no se mueven un ápice.
Escuchan el lago silencioso, y el zumbar de sus cerebros, de sus tripas.
Son seres bastos, pero la algarabía y el baile de anoche y su silencio e inmovilidad de ahora me impresionan; casi me conmueven.
Yo estoy igual de inmóvil, pero tieso.
Lo que en ellos es, tal vez, una asombrosa serenidad lúdica, o una cruda horrorosa, en mí es catalepsia, pánico: no muevo un músculo, y el cuerpo se me adolora cada vez más y más.
Ya ven, cabrones? grita Fonseca después de servirse muy torpe y parsimoniosamente, ya se lo llevó la corriente!
Yo, que no dejo de mirar el lago desde hace mucho rato, sé y vi que fue el viento, que no hay corrientes.
Germán es un punto distante y apenas visible en la gran masa oscura de Laguna Larga.
Lentamente, el trío se pone de pie. Se miran los unos a los otros y miran a Fonseca.
Hay que pedir ayuda dice uno.
A quién, pendejo? exclama Fonseca. No me digas que los campesinosestos son salvavidas, no saben ni nadar...
Las cabañas y palapas son propiedad de ejidatarios.
Hay que inflar la lancha!
Pero un borracho y tres crudos desesperados no pueden inflar una lancha si no encuentran en ninguna parte la bomba de aire.
A los dos minutos, el llamado Fonseca corre hacia mi cabaña. Yo lo veo venir y siento un miedo incontrolable. A pesar de que no puedo moverme, tiemblo.
Señor, señor! me dice Fonseca, su bigotito abriéndose como media luna, puede ayudarnos, por favor?
Y yo lo miro fijamente.
Puede ayudarnos, por favor? Tiene una bomba de aire o uno de esos chunches para inflar llantas en emergencias?
Y yo lo miro fijamente.
Está usted enfermo? Está usted loco?
Y yo asiento, sin dejar de mirarlo fijamente.
'Nche loco de mierda!! exclama Fonseca, y corre hacia la caseta de entrada, donde tal vez haya algún ejidatario, mientras los otros amigos de Germán soplan y soplan sin lograr inflar siquiera uno de los compartimentos del bote de plástico.
Mi alma, mi alma! no sé por qué grito para mí, en un murmullo, quiero mi alma!
La silla y yo caemos al suelo con un golpe seco, como un relámpago.
Una niña y su hermanito (han estado jugando en torno a la cabaña de al lado) se acercan corriendo.
Se lastimó usted, señor?
Sí, me hice bastante daño, en el parietal izquierdo, y en la rodilla y la mano.
Los niños me miran y yo los miro y no consigo decir nada y los tres estamos asustados y pienso que los miro como si fuera un loco.
Me simpatizan mucho, pero mi mirada es terrible, lo sé.
Se alejan, más asustados que cuando vinieron.
Papá, papá, se cayó el señor de la cabaña tres!
El papá, tan agradable como ellos, se asoma y supone que soy uno más de los borrachos y mira cómo me pongo en cuatro patas, muy penosamente.
Apenas si tengo control sobre mis movimientos.
Lo único que me anima a arrastrarme es la dignidad, o más bien la terrible vergüenza que siento; la necesidad de desaparecer de la terraza, de la vista de los demás: los niños, el papá, los borrachos y todos los otros.
Feliz vergüenza! Me aleja por unos instantes de la locura!
Una vez adentro, por fin, tirado en el piso entre las migas de la cena de anoche, siento que voy a romper en llanto, pero no puedo articular sonido, sólo me estremezco y tiemblo como si tuviera neumonía.
Algo me duele espantosamente.
Me siento un lago muerto.
El suelo está lleno de polvo y la madera está húmeda.
La cabeza no me funciona bien, pero logro levantarme.
Jalo la silla y me siento con el parietal pulsándome y doliéndome.
Atisbo hacia afuera.
Una lancha de remos acaba de partir en busca de Germán, que a estas alturas debe de estar empezando a hincharse de agua.
Fonseca y un ensombrerado son los que reman.
Hace una eternidad que Germán resopló, guardó silencio, se puso a flotar y desapareció, me parece.
La cabaña está embrujada, tengo que salir. Se ha metido un demonio; un como murciélago.
Con absoluta torpeza, histéricamente, me pongo traje de baño, pants, sudadera y sandalias, cojo unas toallas, un gorro, la mitad de mi dinero, y salgo cojeando.
La cojera es invención mía, la rodilla apenas si me duele. Es mi modo de decir: "Sí, la silla se cayó y yo me golpeé."
Tengo que mostrar a los demás que no estoy loco.
Las aguas de azufre emergen del centro de la tierra del incendio terráqueo en la cima de un monte, y llenan un estanque del que escapan monte abajo por un canal de cemento que, pasando por debajo de la carretera, desemboca en una alberca grande, de donde a su vez las aguas derivan al lago, todavía mucho menos frías que el aire.
La alberca despide vapores y está pletórica de niñas, niños, púberes, adolescentes, padres, madres, abuelos, tías, además de los numerosos borrachos que acuden, a veces desde tan lejos como Morelia, a bajarse los alcoholes con las aguas sulfurosas; acuclillados, casi arrepentidos, casi inmóviles, como fieles, en la parte de menos fondo, con la finísima llovizna bañando sus caras hoscas, descompuestas, brutales, casi apacibles.
Deposito mi ropa en una banca y me meto en la parte honda, que no llega a taparme la cabeza.
Al cabo de algunos minutos ya soy capaz de moverme un poco en el agua. (Si dejo la cabeza a la intemperie, me arde y me pulsa el parietal.)
No tengo ganas de gritar, sino de callar, de callar y no pensar.
Quince minutos después, ya puedo devolver las pelotas que se les escapan a unos niños que juegan waterpolo con sillas a modo de porterías.
Si puedo, subiré al monte más tarde.
Allá arriba, donde el manantial y el estanque, el aire es aún más puro y fuerte y frío, el agua mana a borbotones calientes y uno, y uno mismo, mira al firmamento por entre pinos indeciblemente rectos y también indeciblemente flexibles, de cuarenta y más metros de altura.
Allí se siente el universo, la belleza e inmensidad del cielo
Hora y media más tarde, salgo de la alberca llena de la música de los adolescentes, las canciones de moda que emiten sus caseteras estéreo.
Emerjo, me seco en el aire cortante. Me visto. Me pongo un gorro de lana. Compro un nauseabundo Gatorade de manos de una mujer regordeta y sombría y me lo tomo. Me echo a andar hacia el bosque.
Habrá peces en el agua del lago?, me pregunto.
O es un lago muerto, sin peces, sin flora?
Los lagos son antropófagos, se alimentan de hombres y de mujeres.
La tierra está impasable, enlodada.
Acabo andando por la carretera; hay muy poco tráfico y el asfalto es extraordinariamente negro, con una raya muy anaranjada en medio.
Ya no hay olor a azufre. Ni siquiera en mi ropa.
Hay olor a pino! A montaña y lluvia.
Pasa un campesino con la espalda y el sombrero cubiertos de polietileno. Lo saludo; me mira y me saluda.
Los coches manejan con luces.
Una pasajera me grita: "Fíjate lo que haces, pendejo!"
La neblina se mueve tan rápido que parece no existir, como un fantasma.
Camino, camino lejos. Huyo, de nada en particular.
No recuerdo a dónde debía o quería llegar mañana.
Trato de hablar, pero no puedo, aunque estoy rodeado de árboles.
El lado positivo es que hace rato creí que nunca volvería a estar consciente bajo los árboles.
Si movía el cuello, la mente perdía su mecate de amarre.
Volverse loco es sencillísimo.
El bosque me apacigua un poco, como a otras gentes el mar, o las
islas, o las grandes montañas.
Camino. Camino de regreso.
La playa está desierta excepto por uno de los amigos de Germán, que bebe un brandy con refresco de lima-limón.
Me siento en una piedra; la tierra está empapada.
El viento ha cambiado completamente de dirección, nos da en la cara, viene del lago.
Me toco el rostro, siento los huesos de la calaca.
(Los lagos son lugares donde se cree que la muerte será dulce.)
Me duele el parietal; el aire como que se me mete en la cabeza.
Sé mi edad, sé quién soy, pero no sé mi nombre.
Quizá nunca volveré a comer.
En realidad, no importa.
Debería alejarme de este lugar.
Tengo que recoger mis cosas y arrancar el coche e irme. Tengo. Pero no puedo moverme.
Y ahora el compinche de Germán se levanta de su toalla rosa chillón enfangada y camina hacia mí, meciéndose como marinero, con el walkman en la mano y los audífonos puestos, que se quita al detenerse a tres pasos.
Es un tipo de cara regordeta, cachetona, porcina, beoda, inexpresiva, lampiña, truculenta, de víctima y de cabrón.
Qué quiere de mí?
Usted es el enfermo de la cabaña tres?
Es, además, enfermero?
Soy contesto.
Ya me lo imaginaba. Supongo que debes de sentirte buenísima persona, muy decentito y cuerdo, pendejo. Así son las gentes como tú. Eres un pinche enfermo! Si vuelvo a verte en otra parte, te parto por en medio, cabrón
Regresa a su lugar.
Si yo le hubiera avisado a él y sus amigos que a Germán se lo llevaba el viento, tal vez lo habrían salvado.
Camino a la cabaña, entro.
Aquí me voy a quedar.
No voy a salir hasta mañana o pasado.
Si salgo, no sé qué me hagan. Y tampoco sé si con toda razón.
Tengo jugos agua latas galletas utensilios.
Voy a encerrarme. Eso es lo que tengo que hacer.
Espero que la puerta de la cocina efectivamente esté cerrada con llave.
Porque no soy capaz de llegar hasta allá.
Alquilé por dos noches.
Me siento en la silla. Nadie puede oírme ni verme desde afuera.
Así pasan las horas. A menos que sólo sean minutos.
Qué palabras van a entrar ahora en mi cabeza?
Cómo voy a llamar las cosas cuando se rompa el mecate?
Cómo puedo aguantar tanto?
Por qué no puedo salir de esta nube de vapor de azufre y olor a madera corrompida que va ocupando mi cerebro, surco por surco, arrecife por arrecife?
El lago me va a tragar, el lago me va a comer.
Poco a poco, el cuerpo se me paraliza más y más, como embrujado o enfermo.
Es tanta la locura, que me ayuda a no pensar en la posible muerte de Germán.
La noche ya cayó.
Los sonidos se oyen más y más precisos, como gotas sobre un alcatraz. Me resuenan en el cráneo como pisaditas de hormigas.
Mi cuerpo parece estar muerto, sin voluntad.
No sé cuánto tiempo pasa.
Oigo a los seis perros del lugar, cojos, tuertos y muertos de hambre, que persiguen al Valiant y la pick-up entre ladridos belicosos y patéticos.
No me atrevo a asomarme. Sólo escucho e imagino.
Los dos coches patinan en el lodo y se estacionan.
Los perros se alejan a sus refugios, donde el frío y la lluvia y el hambre no los matan porque su vida siempre ha sido como hoy.
Los bulliciosos de anoche ahora se apean de los vehículos en voz baja y furiosa, a unos metros de aquí.
No son en absoluto los de ayer.
Menos aún que yo.
Siento tanto miedo que pienso: Es a través del pánico como voy a volverme loco.
Alguien toca a la puerta.
Tocan fuerte.
Son varios. Quizás han traído a otra gente.
Absolutamente inmóvil, lo que escucho es el traaac traaac traaac del mecate de la cabeza.
Abra! Abra! Abra!
No muevo un músculo.
Abre, pinche loco, o tiramos la puerta!
Sus gritos y patadas parecen tirar la cabaña. Pero no me hacen moverme.
El parietal ha dejado de pulsarme.
El párpado derecho me tiembla, como una mosca atrapada.
Y sí los que aporrean la puerta y las ventanas no vienen a vengarse, sino a ayudarme?
Y si no me vuelvo loco, qué hago?