La Jornada Semanal, 20 de octubre de 1996


La curva de cristal

Eduardo Hurtado

Para celebrar los 30 años de Elsa Cross como escritora, La Casa del Poeta organizó un homenaje. Eduardo Hurtado, editor de poesía de La Jornada Semanal y autor de Ciudad sin puertas, participó con un ensayo en el que recorre las siete escalas poéticas de Cross.



La edición original de Baniano, el sexto libro de poemas de Elsa Cross, publicado hace diez años por Editores Mexicanos Unidos en la colección República de Poetas, reproduce en la portada una miniatura paharí, arte popular de las montañas de la India: Uma adorando a Shiva. Un glosario al final del libro nos revela que Uma, consorte de Shiva, es una de las advocaciones de Párvati o Shakti, la energía cósmica y divina. Shiva, aspecto destructor de la divinidad, representa la cesación de la ignorancia y la esclavitud, el retorno a la unidad primordial. La miniatura, puesta ahí, bajo una cenefa rayada con colores chillantes que la someten a un contraste insoportable, podría pasar inadvertida para un lector que conceda poca importancia a lo que las ilustraciones de los forros dicen, como si los libros no empezaran por el principio. En los interiores, a la vuelta de la portadilla, en la parte superior, hay una noticia en tipo muy pequeño, como exigen los cánones, que nos revela, si nuestra curiosidad va más allá de lo evidente, el nombre y el origen de esta pintura. Si el lector prescinde de la nota, no sabrá, al llegar a la página 62 del libro, que el poema que ahí da inicio está inspirado en la miniatura; lleva por título "Uma adorando a Shiva", y en seguida se aclara, entre paréntesis: "(Sobre una miiatura paharí.)"

De entrada, es un texto notable por su misteriosa complejidad. Sin embargo, resulta transparente cuando se atiende a las señales que lo acompañan.

Qué nos dice, a ojo de pájaro, la miniatura? Sentada a la intemperie, una mujer escribe sobre la hoja de un baniano, árbol sagrado de la India. Sus largos cabellos negros le caen sobre la espalda. Tiene el torso desnudo. El resto del cuerpo está cubierto con hojas del árbol: su falda son las hojas. Frente a ella, muy cerca, corre un río; entre ella y el río, transversal a la curva que describe la ribera, hay una piedra blanca y en ella un lingam en yoni, el falo y la vulva simbólicos. Hay algo sobre la piedra, tres manchas verdes rayadas de rojo: son hojas escritas. A su espalda aparecen, en la parte izquierda, dos pequeños ciervos; a la derecha, también muy cerca, su casa, sencilla, construida con bambú; está abierta y deja ver los utensilios cotidianos sobre el piso cubierto de hojas frescas. Hay flores recién cortadas en el lingam. Hay flores en el pasto y en los sotos que crecen en la orilla. Hay garzas en la ribera y en el río.

Al releer los libros que siguieron a Baniano, uno descubre que el poema que tiene como pre/texto esta pintura, tan inmediata y tan cargada de sentidos, es un punto de partida para acercarse al pensamiento y la experiencia que animan la escritura de Elsa Cross. Volvamos al cuadro, acompañados de su visión.

Uma no mira el río, ni su entorno, ni siquiera lo que escribe; la posición de su barbilla, inclinada hacia el pecho, y la exactitud con la que sus cejas señalan el medio de la frente, lo revelan. Ensimismada, Uma escucha una voz, su propia voz, que vibra como una exhalación imperceptible "en el ámbito estrecho/ que va del eje en sus oídos/ a la frente alucinada". Con el oído perfectamente desnudo, ella escucha lo que ve, oye lo que mira, concentrada en su ser. Uma escribe el mundo con los ojos cerrados. No lo piensa, no lo refleja: lo escribe: conciencia irreflexiva. Uma, principio creador, está en el mundo mientras lo escribe, y lo escribe volcada en sí misma. Formas del tiempo, las garzas, los ciervos, flores y prado son inasibles; en la persistencia de la escritura, que inventa el mundo mientras lo escribe, hay un impulso hacia la liberación. El canto de Uma corre como el agua que ciñe su porción de tierra, pequeña y suficiente.

Uma no escribe de memoria, sino inmersa en el instante. Al abolir la memoria, deja correr el aire del presente. No hay cielo ni horizonte, no hay ahora ni ayer, no hay oriente ni poniente. Hay una luz sin sombras. El río y el lingam son idénticos. Todo es idéntico a su ser. Uma está absorta en el mundo que crea y que no tiene otro origen ni otro fin que su propio devenir. Como la curva del río, lo que acontece afuera, con toda su belleza, es una variación imperceptible en el curso impecable de la corriente.

Entre el río y la choza se desdobla el mundo, hermoso y puntual, inevitable. Uma escribe sobre las hojas del árbol sagrado. Dice los nombres, y en cada nombre cabe el universo mientras las palabras se extienden sin cesar sobre las hojas... Uma ordena las hojas en la piedra blanca, inventa un orden sin designios: no existen Dios ni el Diablo, no hay inscripciones, la piedra no es una losa. Uma no piensa en el origen, no sueña en otros mundos: sólo dispone dioses entre las cosas. Dioses ni eternos ni inmortales: seres que son. Como todo lo que nombra emana de su ser, Uma no dice yo, y su escritura avanza hacia la hierba.

Elsa Cross es muy precisa al definir este invisible canto:

El dibujo de esta música desnuda el pensamiento que la sostiene: en la superficie, sutilezas, ligeros matices que expresan la infinita variedad del mundo de los sentidos, sus colores, sonidos, olores y sabores, sus mutaciones inagotables; adentro, como un fondo dominante, un sonido monótono que recuerda la "inconsciente conciencia" y su continuo disolverse en la identidad de todas las cosas.

Pero hay algo que ha quedado afuera en todas estas aproximaciones al poema de Elsa Cross, algo que vuelve a saltarnos desde el título: "Uma adorando a Shiva". Dónde ha quedado "el aspecto destructor de la trinidad hindú", según refiere el glosario? En su paradójica presencia (el lingam es un símbolo del dios) descansan todas las tensiones que habitan este poema y toda la poesía de su autora. Uma sabe que su canto surge de un choque permanente con el silencio: por él existen y en él terminan. Es una ley física. Todo empieza en nada. Y lo que Uma mira en lo más hondo de su ser, es la esencial vacuidad de su canto. Puesto que todo es ilusorio, ella no está sentada en un jardín sino en el corazón de la nada. Así como el canto existe en el silencio, por el silencio, hacia el silencio, la perfecta armonía que componen el río, el bosque y la casa, existe en la nada, por la nada y hacia la nada. El dios destructor, el invisible, se aloja en el corazón de su canto. Las palabras que escribe sobre las hojas no existirían sin él. Por eso, Uma le entrega la oración de su infinita soledad. Para Elsa Cross, esta conciencia de la nada no implica ningún género de resignación. Al contrario, representa el único medio para liberarse de la constante agitación del yo frente a la fugacidad, frente al juego de apariciones y desapariciones de lo real. Sin yo, el deber ser se suspende: las cosas son.

Con frecuencia se representa a Shiva, dios de los ladrones y salteadores, los vagabundos y los cantantes, ejecutando una danza cósmica. A él están asociados algunos ritos orgiásticos, pero también la vida ascética. Como Elsa, Uma conoce esta dualidad del dios, y le ofrece su canto mientras lo ve danzar entre las cosas que son, entre lo sagrado cotidiano y la poesía diaria. El poema resuelve con deslumbrante sencillez este ir y venir entre plenitud y vacío:

Lo no dicho, el silencio que gravita en una obra y le exige una forma y una continuidad, es la esencia del arte de la poesía. Uma descubre en lo que escribe la presencia de lo no dicho; Elsa Cross indaga en ese silencio y su hallazgo es el tejido de lo que no aparece a simple vista. Su obra se despliega con la fuerza de un caudal gracias a la conciencia de que lo que dice siempre vuelve sobre lo que no ha dicho.

Hay conceptos en esta poesía que nos causan un profundo extrañamiento. Vacío, nada, dios destructor. Obsesionados con la idea del futuro como la orilla donde aguardan, pacientes, todos nuestros anhelos, esas voces resuenan amenazantes. Con versos que hablan al pecho y no a la razón, Elsa Cross se ha empeñado, desde hace treinta años, en aclararse y aclararnos el significado real de estas palabras. Hay una imagen recurrente a lo largo de su obra que nos enseña su profunda cercanía con los afanes de la tribu: entre los muros construidos, en las fisuras de los edificios, en los caprichosos intersticios que forman las grietas de las casas que habitamos, la vida insiste en la vida: hierbas, insectos, deidades: "Dios hechizado, forma oculta en la piedra", nos dice en un poema; y en otro: "...el patio de los establos/ a un pequeño descuido/ deja brotar vegetaciones/ en las grietas del suelo,/ en los resquicios húmedos del muro".

Así, como por descuido, al sesgo, Elsa Cross siempre deja una hendidura para que la vida recomience junto a los hombres, sus casas y sus ruinas. Es verdad que esta poesía nos habla sobre todo de una experiencia interior, donde plenitud y vacío son momentos de una sola visión. Pero también es cierto que esa visión mantiene abiertas las puertas verde y oro del paisaje. La obra de Elsa Cross es un continuo intercambio entre el silencio y la danza creadora de las palabras, pulso insistente del tambor, embriaguez que salta: una grieta, la hierba, el escarabajo que asoma recién parido por la piedra.

Quizá sin proponérselo, Elsa Cross nos plantea en su poesía todas las paradojas que confluyen en el acto de escribir. Para ella, la escritura es resultado de una vivencia cuya totalidad no puede alcanzarse con artificios. Por eso se exige estar atenta y aceptar la realidad de las cosas como son y no como se quiere que sean. Las palabras, los materiales del poema, sólo son la "morada oscura del lenguaje". Lo esencial está más allá de lo que se dice. Cómo decir el silencio, si "del fragor que alcanza el corazón/ bien poco se nos da por las palabras"? Otra imagen de Elsa Cross nos responde con una nueva pregunta: qué miran las vacas cuando ven llover? Y aquí la voz vuelve a cantar muy suave. Hay que pulsar la vida como instrumento. La propia vida, el paso del poeta entre las cosas, su singladura, es la materia del poema... Se oye un rumor apacible. Una rosa es una rosa. Las palabras se adelgazan, los nombres vuelan, un aire sutil sostiene el paso de un pájaro inmóvil. Aparecen las huellas de una gacela que jamás existió. A media noche, un sol nace por el poniente. "Palabras sin cifra que las calce." Apariciones.

Un poderoso impulso de materialidad avanza en el torrente místico de esta poesía: sudor, sangre, aguamiel, saliva espesa, excrecencias del ser. Frescor de la caída en el mundo.

Como muchos poetas desde Rimbaud y Mallarmé, como Artaud, como Vallejo, Elsa Cross se atreve a lanzarse al vacío. Y en su caída percibimos un dominio deslumbrante. Ese dominio surge de una doble práctica: la meditación y la poesía. Ambas convergen en estos versos: "Y si cayera,/ y si cayera qué?/ Caer, a dónde?/ Dónde puedo caer que tú no estés?"

Hay una veta en el pensamiento hinduista que, a partir de la conciencia del dolor, descubre el sentimiento de la fraternidad. Y a pesar de que a veces faltan en la obra de Elsa Cross los nombres propios, el nombre simple y directo de los amigos o del amante, su poesía reúne las tres voces que confluyen en las obras que de veras cuentan: la de la especie, la de su época, la de su propia vida.