La Jornada Semanal, 20 de octubre de 1996


México, ciudad de papel

Gonzalo Celorio

El pasado 17 de octubre, Gonzalo Celorio ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua, ocupando la silla de Sergio Galindo. En su discurso, rindió tributo a la ciudad de México y la literatura que de ella se desprende. Los lectores de Amor propio y El viaje sedentario conocen el fervor de Celorio por sus paisajes de elección. Para iniciar la travesía por la ciudad, escogimos un fragmento del discurso, que sirve de estimulante y documentada Guía Roji de nuestra literatura urbana.



La historia de la ciudad de México es la historia de sus sucesivas destrucciones. Así como la ciudad colonial se sobrepuso a la ciudad prehispánica, la que se fue formando en el México independiente acabó con la del virreinato, y la ciudad posrevolucionaria, que se sigue construyendo todavía, arrasó con la del siglo XIX y los primeros años del XX, como si la cultura no fuera cosa de acumulación sino de desplazamiento.

Igual que las urbes invisibles de Italo Calvino, México es una ciudad imaginaria, cuya historia, más que palparse, se adivina:

En el escenario de tantas ciudades revocadas, una pirámide destruida que sólo muestra su intimidad exhumada, las columnas descoyuntadas de una iglesia primitiva, un claustro comido por una pastelería, un convento transformado en tienda de autoservicio, una arquería churrigueresca que no cobija a peregrino alguno, una fachada neoclásica que se mudó de casa, una iglesia atropellada por el anillo periférico y otra materialmente doblada por la avenida 20 de noviembre, una esbelta casa porfiriana sometida por dos edificios de espejos asfixiantes.

De los pasados esplendores de la ciudad de México persisten, empero, las voces de quienes la cantaron, con líricos acentos, cuando era la región más transparente del aire; de quienes la describieron, azorados, cuando a ella llegaron allende el mar océano o la establecieron en lengua latina para darle cabida en las ciudades del mundo o la magnificaron con palabras hiperbólicas y artificiosas; de quienes la puntualizaron en términos científicos; de quienes la liberaron con sus discursos cívicos y sus artículos combativos y la relataron en sus costumbres y sucesos; de quienes hoy la registran, la definen, la inventan y la salvan de la destrucción merced a la palabra. Las voces, en suma, que la han construido letra a letra en la realidad perseverante de la literatura. La nuestra es una ciudad de papel.

[...]

La ciudad novohispana supo burlar el aburrimiento impuesto por su propia condición colonial y su lejanía de la metrópoli gracias a la fiesta: jolgorios eclesiásticos y civiles que se organizaban para celebrar los días señalados del calendario religioso, que eran muchos, o los acontecimientos políticos como la llegada de un virrey o de un arzobispo. Corridas de toros, representaciones de batallas navales porque también navales fueron, quién lo diría hoy, las batallas que dieron sitio a la Gran Tenochtitlan, peleas de gallos, mascaradas, comilonas, fuegos de artificio. Entre estas festividades, o como parte de ellas, los certámenes poéticos, que se celebraban con gran pompa a pesar de que sus convocatorias, para mal de la poesía, establecieran de manera harto coercitiva los temas, las relaciones alegóricas y las formas métricas a los cuales debían someterse los poetas, como si la imaginación estuviera más del lado de los jueces que de los concursantes. Así coartados, los poetas o no tienen nada que decir o no pueden decir lo que tienen.

Quizá nada refleje mejor la ciudad barroca, ampulosa y efímera, que los arcos triunfales, destinados a dar la bienvenida a virreyes y arzobispos, en cuya erección, igualmente sometida a certamen, la concepción poética precede a la arquitectura, y pintores, imagineros y artesanos se subordinan a los designios del poeta. Para recibir al marqués de la Laguna, sor Juana Inés de la Cruz escribió el Neptuno alegórico, según el cual se erigió un arco en una de las puertas de la Catedral, en el que la monja relaciona el apellido del virrey y el lago en el que se funda la ciudad de México, y toma por figura tutelar al dios grecolatino de las aguas, que lo es también de las edificaciones. Por su parte, don Carlos de Sigüenza y Góngora, que entre otras tantas cosas fue erudito en asuntos de la cultura prehispánica y la genealogía de sus reyes, encumbró a Huitzilopochtli y a once emperadores aztecas en el arco que configuró en su Theatro de virtudes políticas para dar una temeraria bienvenida al virrey a la entrada de la plaza de Santo Domingo, acaso sin saber que con semejante audacia preconizaba la emancipación política y cultural de México con respecto a la metrópoli española.

El barroco, santo y seña tempranos de nuestra tan llevada y traída identidad nacional, modificó la naturaleza de la ciudad cortesiana al transformar su apariencia con una profusión ornamental que no puede tomarse como mero accidente de los paradigmas clásicos sino como esencia de su estética, porque, en el arte barroco, la máscara es el rostro verdadero: violentó la severidad impuesta por Felipe II y diseñada por Juan de Herrera, prodigó mixturas, excesos, veleidades. Sabedor de lo efímero de la vida y de la obra, cuando no destruyó, alteró los espacios precedentes en que posó sus artificios y los volvió igualmente pasajeros. De la ciudad del siglo XVI no quedan más que escasísimos testimonios, mutilados o corrompidos, que nos hablan de un pasado irremisiblemente perdido. Por su parte, el neoclasicismo, que se había impuesto en España con la irrupción de la dinastía borbónica, también acabó por imponerse en la ciudad novohispana, si bien en alternancia o mejor: en pugna con el barroco, que siguió vivo en las colonias españolas de América hasta bien entrado el siglo XVIII, porque, si llegó a estas tierras como arte de contrarreforma, aquí se volvió arte de contraconquista, según José Lezama Lima:

El neoclasicismo morigeró los exabruptos del barroco exterminando hasta donde pudo lo que sus ojos asépticos tildaron de mal gusto y, atento a los modelos presuntamente universales, sojuzgó las más vivas expresiones de un arte exuberante hasta la locura y propio hasta la independencia. Salvo el incesantemente transformado palacio nacional, con su "estatura de niño y de dedal", como lo describió el poeta, nada subsiste de la arquitectura civil del siglo XVII. Toda la ciudad se mudó de casa en el siglo XVIII; las parroquias fueron rehechas, y de muchos claustros, iglesias y conventos no queda más que un suspiro.

Durante esa centuria como dice José Luis Martínez la ciudad colonial alcanzó su mayor esplendor gracias al impulso que los borbones les dieron a las obras civiles. La ciudad barroca, que por debajo del boato y de la fiesta, atrás de las máscaras y los arcos triunfales, escondía sus inmundicias aguas pútridas en los arroyos, excrecencias en las calles, que no sólo servían de paso a los viandantes sino de establos a las vacas y de zahúrdas a los cerdos, inundaciones constantes, lodazales, se transformó, con los virreyes Bucareli y Revillagigedo, en una ciudad civilizada, con instituciones culturales, servicios públicos alumbrado, correos, fuentes de uso común, atarjeas, baños, paseos, monumentos de ornato, placas para los nombres de las calles y los números de las casas.

Esa ciudad, opulenta como las anteriores pero más consistente y moderna, no tiene tanta presencia en la literatura neoclásica del siglo XVIII, que prefirió cantar en muy bien medidos hexámetros latinos los campos de México, donde deambulan las diosas de la antigüedad grecolatina entre nopales y magueyes, como en los libros de los viajeros ilustres de la primera mitad del siglo XIX, que pudieron haberla nombrado ciudad de los palacios. Por su grandiosidad; por la limpieza de su traza; por la magnificencia de sus edificios y por la prodigalidad de la naturaleza circundante, el barón de Humboldt dice de ella que "debe contarse sin duda alguna entre las más hermosas ciudades que los europeos han fundado en ambos hemisferios".

La Independencia consideró el Virreinato como un periodo oscurantista y puso los ojos en la cultura prehispánica, a la que le confirió jerarquía de clasicismo, de la misma manera que el Renacimiento había abjurado de la Edad Media y había rescatado los valores de la antigüedad greocolatina, de modo que numerosos edificios dieciochescos fueron adoptando una vocación republicana mientras que las ruinas precolombinas, tan del gusto del espíritu romántico, fueron remozadas en el infranqueable ámbito de las litografías.

Como las precedentes, la ciudad del siglo XIX es, ante todo, un espacio moral, la casa propia, que se quiere limpia y digna. El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi, que, como signo inequívoco de independencia, inaugura la novela en nuestro continente, es un retrato moral y moralizante de la ciudad de México, en el que tienen representación todos sus habitantes, desde los más encumbrados hasta los más humildes, con sus vicios seculares, detractados por las virtudes que han de prevalecer en la nueva patria.

Con la Reforma, la ciudad se escinde, como lo ha estudiado Vicente Quirarte, en el terrible dilema de conservar el pasado o de fundar el futuro; de mantener los antiguos edificios conventuales que representan el fanatismo de los tiempos de la Colonia, o, por doloroso que sea, derribarlos para impedir su reocupación religiosa. Las voces de los escritores liberales, Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, fueron tan demoledoras como la picota que acabó con iglesias y conventos, y tan recias como las piedras con las que se cimentaron los edificios de las instituciones civiles. Donde antes se rezaba ahora se piensa, dice Ramírez. En la nave de la antigua iglesia de San Agustín, convertida en Biblioteca Nacional por designios de Benito Juárez para albergar los fondos bibliográficos expropiados a las órdenes religiosas, se yerguen las imágenes de Confucio, Aristóteles, Orígenes, Descartes, que reemplazaron al santoral cristiano y que con laica devoción veneran, posada en el ábside, al águila del escudo nacional.

Restaurada la República tras el Imperio de Maximiliano, la ciudad se encamina hacia la ciencia y el progreso. Es la ciudad de Vicente Riva Palacio, que abre los archivos de la Inquisición para dar cuenta en sus novelas del oscurantismo de los tiempos virreinales; de Guillermo Prieto, cuya musa callejera se regocija con la partida de los franceses; de José Tomás de Cuéllar, que describe las costumbres urbanas con ejemplar agudeza crítica. Es la ciudad del telégrafo y el daguerrotipo, la ciudad apenas iluminada por lámparas de trementina que necesita la luz de la inteligencia, como lo había reclamado Ignacio Manuel Altamirano en estos versos anticlericales:

Fiel a la divisa de Rubén Darío que dicta "el arte es azul y viene de Francia", el porfirismo impuso los modelos franceses en la ciudad de México y puso fin a la tradición arquitectónica de la Colonia. En muchos casos sustituyó con mármol la chiluca, que a su vez ya había desplazado, en el neoclasicismo, a su contraparte, el tezontle, esa piedra ligera, espuma de volcán enardecido, que le había dado carácter a la arquitectura mexicana y de la que el poeta Solís Aguirre dijo que era "una piedra que en sangre está bañada". Construyó airosos palacios para albergar las artes, las leyes y las comunicaciones, sumó colonias enteras a su gusto y erigió monumentos nacionales por su advocación y franceses por su estilo en el que fue Paseo Imperial de Maximiliano para acabar de convertirlo en Paseo de la Reforma.

Es la ciudad elegante, refinada y exquisita de Manuel Gutiérrez Nájera, quien, por cantar a la amada, canta, también, a la ciudad:

Es la ciudad desvelada por la luz eléctrica, la ciudad ojerosa y pintada de Ramón López Velarde, casi excluida, por la aspereza de su ritmo acelerado, de "La suave patria" pero incluida moralmente, con todos sus pecados y sus arrepentimientos, en Zozobra y El son del corazón.

La ciudad del siglo XIX tiene una voz pudorosa, de tertulia y chocolate, en la que ni en los palenques, como dice la marquesa Calderón de la Barca, "se hablaba recio" y en la que, según cuenta el viajero Ludovic Chambon, "hasta las mismas cortesanas, en el ejercicio de sus útiles funciones públicas, rehúsan desprenderse de sus velos y de los accesorios del amor".

Un siglo que vivió una guerra de independencia, dos intervenciones extranjeras y una guerra civil no produce ningún poema épico memorable y se despliega, en cambio, en una finísima poesía lírica, que alterna con la poesía popular y continúa esa tradición criolla de Francisco de Terrazas y Sor Juana Inés de la Cruz de la que habla Xavier Villaurrutia y que se prolonga hasta el siglo XX; una poesía meditativa, que no pierde la cabeza, profunda y discreta, susurrante casi porque, como decía el poeta tocado por la nostalgia de la muerte, "el mexicano es por naturaleza silencioso... Si no sabe hablar muy bien, sabe en cambio callar de manera excelente". No es asombroso que nuestro mayor poema civil sea profundamente lírico y se entone con una épica sordina?

Al llegar a la capital en el año de 1914, las tropas zapatistas asolaron el jardincito japonés que como hai-kú ecológico había cultivado José Juan Tablada en su casa de Coyoacán. La Revolución acabó con el exotismo modernista de la ciudad del porfiriato, como ésta había acabado con la tradición hispánica.

Una vez instituida, la Revolución se plasmó a sí misma en los muros de los edificios públicos, muchos de los cuales habían sido religiosos y habían sobrevivido a la Reforma por la transacción de su vocación original; construyó otros tantos donde se levantaban mansiones decimonónicas; erigió rascacielos, sustituyendo la tradición francesa con la modernidad norteamericana, de la que anticipadamente se quejaba López Velarde al recordar a un demente que lo despertaba a deshora para decirle: "Plateros fue una calle, luego una rue, y hoy es una street"; elevó multifamiliares, convirtió los ríos en viaductos y abrió anchurosas avenidas de banquetas carcelarias para darle rienda suelta a la velocidad.

Es la ciudad de Salvador Novo, "nuestra ciudad mía", que se transforma empeñosamente en aras de la modernidad, al precio de la destrucción:

A favor de la transformación que al trazar el futuro recupera el pasado y en contra del exterminio inútil, escucho las voces adoloridas de los poetas que viven la ciudad "despalaciada": la ciudad amarillenta, como "una hoja prematuramente marchita" que describe Alfonso Reyes en "Palinodia del polvo"; la ciudad de "luces tuertas", de "imágenes rotas" de "palacios humillados,/ fuentes sin agua,/ afrentados frontispicios", que ve entre sueños Octavio Paz en el "Nocturno de San Ildefonso"; la ciudad "...que tiene una corteza, algunos bosques/ y ciento cincuenta cementerios/ para más o menos diez millones de mediovivos", que, enamorado de ella, sufre Efraín Huerta en "Circuito interior".

Es la ciudad gigantesca y convulsa que inaugura su monstruosidad en La región más transparente de Carlos Fuentes, la primera novela de nuestra literatura que trata la ciudad no sólo como escenario o como ámbito moral, sino como protagonista, con su enorme multiplicidad de voces, y acaso también la última que pudo abarcarla por completo porque desde entonces la ciudad se ha reproducido y fragmentado en muchas ciudades distintas y distantes, amuralladas, inexpugnables, que ni siquiera se sospechan desde las alturas de San Nicolás Totolapan, donde está mi casa, que es la casa de ustedes. Una ciudad que ha desplazado sus fronteras para hospitalizar los brutales accidentes de la demografía; que ha multiplicado por trescientos el espacio que ocupaba en los tiempos de los conquistadores, y quién sabe por cuánto el número de sus habitantes hasta llegar a ser la mayor concentración humana en la historia del mundo.

Quién lo diría. Con íntima tristeza reaccionaria, caigo en la cuenta de que la ciudad que por primera vez se autocomplace en su monstruosidad en la novela de Fuentes es la ciudad doméstica y apacible de mi infancia. Traspuesta la casa de meriendas rituales y panes bautizados, de médicos a domicilio y libros hereditarios, la ciudad entera metida en la metonimia de mi calle: el estanquillo, el carrito tintineante de paletas heladas, el coche distraído y esporádico que suspende el juego pero sortea las porterías, la bicicleta que convoca a los amigos tan azarosos como perdurables, el gendarme de la esquina, el robachicos, el pregón del gas, de la ropa usada, de la miel de colmena, la reja del enamoramiento prematuro. Y traspuesta la calle, la ciudad elemental: la vuelta a la manzana, la otra cuadra, la iglesia, el parque, la farmacia, la panadería; la avenida, el camión tripulado por mujeres sentadas y hombres de pie, el Viaducto Miguel Alemán, la glorieta de Chilpancingo, el monumento a Cuauhtémoc, el Caballito, la avenida Juárez, la Alameda, el Palacio de Bellas Artes, y el centro, con su sangre centenaria escurrida por los aparadores de Tacuba, de Madero, de 5 de Mayo.

Y después, la ciudad adolescente. Esquiva e intocable.

La ciudad recuperada en sus arterias y en su corazón en sus centros, donde retiembla la tierra. Ciudad de campanas profanas y banderas temerarias. Ciudad de plazas masacradas. Silenciosa, rehuida, desertada.

La ciudad autodidacta, hundida noche a noche en el insomnio de sus bajos fondos.

La ciudad estremecida por sus entrañables terremotos.

La ciudad despedazada.

Qué es hoy día la ciudad de México? Una mancha expansiva que se trepa por los cerros. Un inmenso lago desecado que en venganza por la destrucción a la que fue sometido, va mordisqueando los cimientos de los edificios hasta tragárselos por completo. Un amontonamiento de casas a medio construir que exhiben las varillas de la esperanza de un segundo piso que nunca se construye. Un muestrario de estilos abyectos. Un descomunal depósito de anuncios espectaculares orgullosos de sus barbarismos. Un vocerío sofocado por el claxon, la televisión omnipresente, los altoparlantes de las delegaciones, el fragor del periférico, los aviones al alcance de la mano. Mercado ambulante y sedentario de fayuca y de pornografía. Circo de mil pistas en el que saltimbanquis, tragafuegos, niños disfrazados de payasos venden sus torpezas miserables. Barroco alarde del contraste que cotidianamente enfrenta la opulencia y la miseria como un auto sacramental de Calderón de la Barca que se volviera costumbrista. Madrastra de las inmigraciones provincianas. Guarida de asaltantes cuyas hazañas ya contamos, todos, en primera persona. Es una ciudad irreconocible de un día a otro día, de una noche a otra noche, como si entre una noche y otra noche o entre un día y otro día pasaran lustros, décadas, siglos. Es una ciudad en la que no se pueden recargar los recuerdos. Es una ciudad desconocida por sus habitantes. Torre de Babel que no se eleva sino que se expande en lenguas hermanas apenas comprensibles. Es la ciudad del anonimato protector, de la sonrisa escondida, de la fiesta esperanzadora, del clima benigno, de los ojos empeñosos. Atroz y amada, fascinante y desoladora, inhabitable e inevitable. Es la ciudad perdida por antonomasia, pero encontrada por la literatura que la construye día a día, que la restaura, que la revela, que la cuida, que la reta.