La Jornada 20 de octubre de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Joaquín

``¿Siempre no te animas a acompañarnos?'' El acento de Olga era tan amistoso que me avergonzó rechazar de nuevo su invitación. ``Lástima. Piensa que nunca hemos viajado juntas''. Le aseguré que mi ausencia no cambiaría nada, que ella y las demás amigas la pasarían muy bien porque en Los Arrastres hay muchos lugares preciosos para visitar. Prometí hacerles un inventario y un mapa: ``Les servirá. No creo que hayan cambiado las cosas''.

Olga hizo otro intento por convencerme: ``Gracias, pero sería mucho más bonito que nos guiaras por tu tierra. ¿A qué edad saliste de allá?'' Mentí: ``No recuerdo, era muy chica''. Por la forma en que mi amiga se volvió a mirarme comprendí que, sin proponérmelo, habia sido demasiado brusca. Procuré enmendar mi error: ``No sabes cuánto siento no poder acompañarlas''. Olga no comentó nada. Mis evasivas habían acabado por fastidiarla, y con razón.

El resto del trayecto a mi casa se mantuvo silenciosa, señal de su disgusto. Comprendí que para devolverle al buen humor bastaría explicarle el motivo que me dificultaba el reencuentro con mi tierra. Era algo sencillísimo, sin embargo no pude hacerlo. No logré articular el nombre de Joaquín: entre sus sílabas quedó sepultada mi infancia.

II

Cuando llegamos a mi casa le pregunté a Olga si deseaba pasar. ``No gracias. Estoy cansada. Tuve un día pesadísimo''. Me sentí responsable, al menos en parte, del agobio que la hostigaba y le pedí que no siguiera enojada. ``No es que me haya disgustado, lo que pasa es que no te comprendo. Durante no sé cuántos años estuviste diciéndome que ojalá todas coincidiéramos en unas vacaciones para ir a tu tierra. Hoy que al fin podemos hacerlo, nos dejas plantadas''.

Su razonamiento era impecable, pero aun así yo seguía teniendo mis motivos. Quise manifestarlos pero mi amiga me lo impidió: ``No vayas a pensar que te pido cuentas o quiero meterme en tus cosas. Las respeto. Soy yo quien se disculpa por haber sido tan latosa. Nos vemos''.

Ya no se esforzó por disimular su contrariedad. La idea de que el malentendido duraría por lo menos hasta su regreso de vacaciones me dio fuerzas para intentar nuevamente una explicación: ``No quiero que te vayas pensando que mi actitud es un simple capricho; lo que sucede es que me di cuenta de que hay cosas que no he logrado superar. Recuerdos, tú sabes...''

Olga se volvió hacia mí. Su sonrisa tímida se alargó tanto que pude medir su asombro. Cuando se repuso siguió mirándome en espera de una información que no pude darle. Entonces se encargó de interpretar mi silencio: ``¿Te refieres a alguien?'' Asentí con la cabeza. ``¡Tonta! Por allí hubieras empezado. ¿Cómo se llamaba?'' ``Joaquín'', le respondí con el mismo tono suave con que, de niña, tantas veces pronuncié ese nombre.

No dije más. Besé a Olga en la mejilla y descendí del coche. Antes de abrir la puerta escuché a mi amiga gritarme desde la ventanilla: ``No te preocupes. No se lo diré a nadie''. Recargada en la pared esperé hasta que el ruido del motor cesó. Luego, mientras iba subiendo las escaleras, pensé en las historias que estaría imaginando Olga. Comencé a reír y sólo me di cuenta de que estaba llorando cuando una vecina con la que tropecé me preguntó: ``¿Qué le sucede? No me diga que la robaron otra vez''.

III

Mi vecina tuvo razón: lloraba por la forma en que fui despojada de mi infancia. Lo recordé otra vez cuando entré en mi casa. La oscuridad y el silencio me regresaron a la desolación que sentí cuando, terminado el tercer año, mis padres y yo volvimos por primera vez de visita a Los Arrastres.

Nos alegró ver, cerca de la estación, las carpas amarillas del circo que año con año, en diciembre, hacía temporada en el pueblo. ``Por supuesto que vamos a llevarte.'' La dicha que me causó la promesa de mi padre se acentuó cuando llegamos a la casa grande y comprobé que todo seguía igual: los viejos calendarios en las paredes del corredor, los helechos entre los arcos del patio, el terno de mimbre quejumbroso en una esquina; hasta mi abuela usó las palabras de siempre para elogiar el canto de sus pájaros.

En cuanto terminaron los saludos fui de prisa al corral. ``Joaquín, Joaquín.'' Mis gritos asustaron a las gallinas que, en su huida, marcaron estrellitas sobre la tierra suelta. Escondida detrás del lavadero de piedra grité otra vez. En vista de que mi burrito no iba a buscarme, como solía hacerlo, saqué de mi bolsa una galleta nevada. Durante todo el viaje resistí la tentación de comérmela pensando en lo contento que se pondría Joaquín apenas oliera la golosina.

Harta de la espera, abandoné mi escondite y corrí en busca de mi burro. Lo imaginé dormitando, cerca del establo, indiferente a las moscas y --peor aún-- a mi presencia. ``Ya verás'', amenacé y di una fuerte palmada para asustarlo. Pero no escuché su trote ni vi más rastro de Joaquín que los costales con que Ladislao, el lechero, me había improvisado tiempo atrás una montura.

IV

Regresé a la casa. Sentada junto a mi abuela, mi madre la oía describir alguno de sus achaques imaginarios. ``No encuentro a Joaquín. ¿Dónde está?'' La respuesta fue indirecta: ``Ay, tan viejo. Lo mandé al circo.'' Me sentí orgullosa de pensar que todas las gracias aprendidas de mí hubieran convertido a Joaquín en una estrella capaz de alternar con elefantes, caballos, osos y perros amaestrados.

Cuando lo dije, mi abuela echó la cabeza para atrás y soltó una carcajada. ``No, mi cielo, no; el pobre ya no podía ni con su alma, menos iba a poder presentarse en una pista de circo''. La idea de que Joaquín anduviera acarreando botes de agua, jaulas o peces de alimentos me pareció intolerable. Protesté con el derecho que me daba ser la dueña del borrico: ``Es mío, tú me lo regalaste. No está bien que lo hayas mandado a trabajar sin decírmelo. ¿Podemos ir por él? Le traje una galleta. Quiero dársela''.

Mi sospecha de que algo terrible había ocurrido aumentó cuando noté las miradas que cruzaron mi madre y mi abuela. Ella me tendió los brazos: ``Ven, acércate. Ya me dijo tu mamá que sacaste muy buenas calificaciones. Eso quiere decir que eres una niñita muy inteligente''. ``No, soy burra, como Joaquín'', le respondí. ``Nada de eso, al contrario. Además, ya tienes ocho años y entiendes las cosas.'' ``¿Qué cosas?'' Mi abuela suspiró con tristeza: ``Nadie es eterno. Ya lo sabes. Joaquín estaba muy viejo, ya no me servía para nada y lo mandé al circo, para los leones: eso es lo que comen''.

No sé qué cara habré puesto porque mi mamá intervino enseguida: ``Hubiera sido mucho más cruel dejarlo morir. Acuérdate: cuando nos fuimos a México ya estaba muy enfermo y medio ciego. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?'' No pude responder. Di media vuelta y salí del cuarto sintiendo el impulso del vómito. Iba a mitad del corredor cuando oí otra vez a mi madre: ``No te ensucies para que no tengas que cambiarte antes de irnos al circo''.

Entré en el corral. Mis pasos volvieron a asustar a las gallinas. En la tierra suelta quedaron otra vez las marcas estrelladas de sus patas. Me senté, saqué de mi bolsa la galleta y empecé a comerla. Al sabor dulce de la golosina se mezcló el amargo de mis lágrimas mientras repetía mi llamado inútil: ``Joaquín, Joaquín''.