En el derecho civil, la referencia al orden público y las buenas costumbres, fue en el Código Napoleón de 1804 la única limitación al juego de la autonomía de la voluntad. El orden público significaba la posibilidad de que en beneficio del interés general se pudieran afectar intereses particulares. La expropiación por causa de utilidad pública podría constituir, entonces, una limitación al derecho de propiedad. Sin embargo, su aplicación principal ha tenido que ver con el objeto posible de los contratos, que no puede ser contrario, precisamente, al orden público. Las buenas costumbres representaban entonces y siguen representando, una referencia a ese estándar social que es la moral.
Dejemos a un lado el orden público y demos una vueltecita por la moral en referencia al tema que ahora, en estos días, se ha puesto de moda: los límites a la comunicación pública.
¿Dónde está el código de la moral? ¿Cada sociedad, entendida como conjunto nacional, tiene su propio código de moral?
Al tratar este tema en clases o conferencias sobre derecho civil o derecho del trabajo, me gusta poner de manifiesto que la moral es el concepto más elástico que pueda manejarse. No hay reglas únicas, sino reglas dictadas de acuerdo a las circunstancias y, en todo caso, de existir un conflicto: por ejemplo un despido por faltas a la moral, el problema deberá resolverse en el muy peligroso ámbito del criterio judicial o jurisdiccional (para incluir a los tribunales de trabajo).
Si un albañil, a la vista del público, satisface una necesidad menor en el rincón discreto de la obra, nadie le podrá achacar que comete un acto que podría provocar su despido. Pero si un elegante funcionario bancario desciende de su sitial y procede en la misma forma en medio del patio en que los clientes se mueven haciendo colas intolerables, el cese tendría que ser fulminante.
Otro ejemplo: en un lindo colegio de señoritas de esos que suelen ir amparados por vocaciones religiosas, si un empleado cariñosón le da un pellizco a una de las muchachas en zona adecuada, la causal de despido aparecerá con caracteres de violencia. Pero, en cambio, si en un estudio de cine de esos que ahora reproducen con precisión armoniosa el acto de amar, cualquiera de los dos protagonistas se muestra poco apto (es de suponerse que por la cantidad de gente que hay alrededor) y no cumple las sagradas instrucciones del director, lo más probable es que lo despidan por falta de probidad, es decir, por no realizar su trabajo con intensidad, cuidado y esmero, y en el tiempo, lugar y forma convenidos.
Con la información pasa algo por el estilo. Todo hace suponer que las consideraciones que ahora se hacen sobre la inconveniencia de la apología de la violencia --expresión utilizada en un buen discurso por Emilio Chuayffet-- responden a la publicitación de linchamientos privados y públicos que la televisión nos ha hecho llegar a casa. Pero me temo que el valor protegido no es, precisamente, el rechazo a la violencia sino la enorme parte de responsabilidad que al gobierno le toca en ello. El asesinato de los campesinos guerrerenses en Aguas Blancas, prácticamente impune, y el linchamiento en un pueblo de nombre difícil en Veracruz de un violador y asesino, se consideran la expresión más notable de la incapacidad de gobernar. En unos casos, precisamente por la impunidad; en otros, porque la desconfianza en los procuradores y en los tribunales es tan notable que el pueblo se lanza a su propia forma de castigar.
Yo creo que es mucho más grave la apología del consumismo y de la violencia mediante escenas ficticias, que presentar las dolorosas realidades. Eso genera todo tipo de problemas, pues la sociedad mexicana de hoy se mueve bajo los impulsos de esos incentivos no tan subliminales.
Dejemos que los medios --también lo dijo Emilio Chuayffet-- determinen, en cada caso, su propio código de conducta. Y por supuesto que no habrá que prohibir a nadie exhibir violencias, reales o imaginarias, o lujos. Sería inútil y haría de las cintas correspondientes un instrumento de contrabando ilícito. Pero no impidamos, ni mediante la invitación a autodictarse un código de conducta, que no deja de ser una insinuación impactante, que se exhiban las violencias de la injusta sociedad en que vivimos. El que no quiera verlas, yo por ejemplo, que no las vea. Y si alguien las ve y le remuerde la conciencia, algo se habrá ganado.