No deben echarse las campanas al vuelo, pero sí debe tomarse nota de algo importante en la política nacional: por primera vez en los años de avasallante neoliberalismo, un amplio y consistente movimiento de opinión pública diverso y plural impidió, así sea parcialmente, una acción gubernamental privatizadora. El gobierno, pese a su tenaz empeño, del cual eran sus principales voceros el gerente de Pemex y el secretario de Energía Jesús Reyes Heroles, se vio obligado a frenar la venta a particulares de la industria patroquímica. En su lugar ofrece al capital privado, nativo y extranjero, el 49 por ciento de participación en la propiedad de las 61 plantas petroquímicas actuales y la posibilidad de control del 100 por ciento en nuevas plantas.
Para frenar la obsesión privatizadora del gobierno en este caso, debió manifestar su oposición un amplio abanico de fuerzas y personas: desde el PRD hasta el mismo partido oficial en su XVII Asamblea, el sindicato de petroleros y otras organizaciones obreras, economistas independientes, técnicos, diputados nacionalistas, periodistas, los que finalmente alcanzaron éxito parcial. El gobierno sólo tuvo el apoyo del PAN, de las cúpulas empresariales, inversionistas foráneos y de Mr. Jones, embajador de Estados Unidos, quien está empeñado en meter sus narices constantemente en asuntos nacionales, como si México fuera una especie de protectorado.
Sería ingenuo, sin embargo, sacar la conclusión de que el gobierno se resigna a este tropiezo y abandona su pretensión de privatizar la petroquímica. Ya lo hace a medias y buscará las formas de conseguirla por completo. Para el gobierno, abandonar la intervención estatal en la economía es uno de los ejes de su estrategia, es más, es uno de sus principios, de sus dogmas. El presidente Zedillo no desaprovecha oportunidad para declarar su fe en el libre mercado, considerándolo como la forma superior de funcionamiento de la economía y la más eficaz para el crecimiento.
Pero 15 años de implantación de ese modelo neoliberal han sido suficientes para mostrar el verdadero rostro del llamado libre mercado y de las decisiones privatizadoras. Cuando se inició la venta de empresas estatales se dijo que el Estado debería deshacerse de las empresas en su poder para obtener recursos frescos y canalizarlos al bienestar de la población, creación de nuevos empleos, vivienda, educación y otros servicios. Lo que se ha hecho es algo distinto. De los casi 70 mil millones de pesos obtenidos con la venta de Teléfonos de México, Mexicana de Aviación, bancos, plantas siderúrgicas, medios de comunicación --según cálculos de la revista Epoca--, el 60 por ciento fue destinado al pago de la deuda; otra parte fue para financiar el tipo de cambio, y sólo un pequeño monto se utilizó en el programa salinista de Solidaridad, cuyos propósitos clientelares son sabidos.
El llamado mercado libre no es tal. No porque el Estado conserve el control de algunas ramas estratégicas, que además sirven eficazmente al proceso de reproducción capitalista, sino porque la mercancía fuerza de trabajo, que reproduce su propio valor y crea un valor adicional, está bajo el control riguroso de los órganos del Estado y su valor ha sido llevado a los niveles más bajos de su historia. Eso explica, en última instancia, el porqué de los altos ritmos de acumulación y centralización de capitales que tienen lugar en el país en los años de neoliberalismo, aun en tiempos de crisis.
En realidad, la expansión neoliberal en México ha retomado las formas más salvajes de acumulación capitalista; se explota a los trabajadores sin medida, se liquidan muchas de sus conquistas y prestaciones, se pone la seguridad en manos de empresas privadas y conscientemente se eliminan las políticas de mediación estatal para amortiguar las formas más agudas de explotación del trabajo asalariado. Esta estrategia beneficia a una minoría reducida de empresarios nacionales y extranjeros, pero es altamente onerosa para los trabajadores asalariados que son la mayoría en el país.
Se frenó parcialmente la privatización de la industria petroquímica y de ello deben felicitarse todas las organizaciones y personas preocupadas por los destinos nacionales. Pero es necesario discutir toda la estrategia económica gubernamental, para frenarla e imponerle modificaciones sustanciales, ya que la intención de rematar la petroquímica nacional sólo es una parte de esa estrategia neoliberal, impuesta de manera autoritaria, ajena a cualquier ejercicio democrático.