Horacio Labastida
Ramona y petróleo: temas candentes

Igual en la antigüedad que hoy, la política puede disfrazarse de mentiras o desnudar sus verdades, según lo expresara Demóstenes en una de sus defensas de la república frente a la amenazadora dictadura imperial. Bruto y su magnicidio no detuvieron el crecimiento de la serpiente porque la democracia romana desde hacía largo tiempo estaba desprovista de la fuerza de una ciudadanía que no supo sumarse a la esclavitud por un acto general de manumisión. Las mayorías preferían agregarse al clientelismo de los patricios y obtener sus migajas antes que darse la mano con los esclavos rebeldes simbolizados en el levantamiento de espartaquistas y seguidores. La lección es indudable: un pueblo desintegrado y confuso, sin conciencia de su propia grandeza, es víctima propiciatoria de élites capaces de allegarse a multitudes con falacias nunca convertidas en certezas; punto crucial este del uso del pueblo con el fin de estabilizar los provechos de grupos minoritarios, donde el manejo de la mentira no es una decisión subjetiva, y sí condición sine qua non de políticas favorables a clases usurpadoras del poder.

Esa es la enseñanza que recogió la Revolución al redactar el original artículo 27 constitucional, cuyo espíritu, con la excepción magnífica de Lázaro Cárdenas, ningún gobierno ha cumplido a partir de Venustiano Carranza hasta nuestros días. El pueblo padece hambre, desorganización, ignorancia, insalubridad y desesperación porque se han olvidado los mandatos de justicia social que sancionó la Asamblea queretana. ¿Por qué los gobiernos decidieron hacer a un lado los postulados del Constituyente? En Roma la república cayó ante la embestida de las clases opulentas que en las conquistas y colonias mediterráneas advirtieron una generosa fuente de riquezas y privilegios que no podrían gozar sin excluir a las mayorías; la acumulación del ingreso requería el monopolio de la autoridad para aniquilar las protestas de las masas.

Lo que ocurrió en la añosa Roma pasó en el México moderno desde el instante en que los gobiernos decidieron reprimir a las clases trabajadoras y populares. ¿Qué buscaban los gobernantes? Consolidar sus compromisos con las clases acaudaladas del interior y de las crecientes subsidiarias del capital trasnacional asentado principalmente en Washington. Dos cosas son indispensables: primero cambiar al pueblo en cliente de la autoridad, con el propósito de simular la existencia de una democracia inexistente, y segundo, difundir un ritornelo de esperanzas sin expiación.

Precisamente todo esto es lo que Ramona nos dijo al llegar a la ciudad de México cuando exclamó ante la República: ``nunca más un México sin nosotros..., queremos un México donde todos tengamos un lugar digno'', palabras de Ramona que son las de todo el pueblo mexicano en espera de la justicia social que Morelos exigiera al Constituyente de 1813; palabras de Ramona que, por otra parte, se repiten cada vez que surge el peligro de la venta del petróleo y sus derivados. Cárdenas colocó el destino de México al lado del pueblo porque éste lo exigió así en 1938; y entiéndase bien, el petróleo es uno y no la división arbitraria e inconstitucional que lo separa en estratégico y no estratégico o básico y no básico. Además, aquella egregia generación nacionalizadora acreditó a los mexicanos como aptos para la manipulación de tecnologías y finanzas insumidas por la industria. No se puede modernizar una industria abandonándola en manos extrañas.

La privatización es una política que ni siquiera hemos copiado impulsados por nuestro bovarismo, como sucedió con el liberalismo del siglo pasado, sino que nos ha sido impuesta como un corolario del extranjero, y justificada con las mendacidades doctrinarias neoliberales.

La palabra de Ramona muestra el camino verdadero de la nación y denuncia a la vez las estructuras de poder que lo han trastocado. Tiene razón el pueblo: vitorear a Ramona es vitorear a la verdad contra la mentira.