En meses recientes la opinión pública nacional ha presenciado una agresiva campaña contra la educación pública, los programas educativos oficiales y los libros de texto gratuitos, procedente de voceros y jerarcas eclesiásticos católicos, agrupaciones de padres de familia y autoridades estatales y municipales de procedencia panista. Estos actores sociales han pedido el retorno a propuestas educativas confesionales, moralinas y precientíficas, más propias de la época virreinal que de las postrimerías del siglo XX; y, desde una perspectiva deformada y deformante, achacan buena parte de los males del país a la educación impartida por el Estado y demandan una mayor injerencia de la Iglesia (católica) y de los particulares en esta actividad.
En este contexto, no puede considerarse un hecho casual o aislado la petición formulada ayer por el presidente de la Federación de Instituciones Mexicanas Particulares de Educación Superior (Fimpes) y rector de la Universidad de las Américas, Enrique Cárdenas Sánchez, en el sentido de que se suprima la noción de educación pública y se elimine ese adjetivo en el nombre de la dependencia gubernamental encargada de impartir y normar la educación en el país.
Lo de menos es que tal demanda, expresada ante el presidente Ernesto Zedillo --quien se desempeñó como secretario de Educación Pública-- y del rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, José Sarukhán, resulte una impertinencia. Más preocupante es que se trata de un paso adicional en la campaña antes mencionada, esta vez dirigida contra el nivel superior de la educación pública.
Desconocer el papel central que la educación pública ha desempeñado en el desarrollo económico, cultural, cívico, científico y humano de México a lo largo de este siglo, es desconocer al país mismo. La pretensión de dar al conjunto de instituciones educativas particulares un rango igual al que tienen las estatales es un despropósito que ignora la composición socioeconómica y las singularidades de nuestra sociedad; pugnar porque las universidades privadas desplacen a las públicas en la impartición y la regulación del grueso de la educación superior, en las condiciones actuales de la nación, equivale a proponer que se deje fuera de las aulas --por falta de capacidad de pago-- a la gran mayoría de los jóvenes que cursan estudios profesionales. Pedir que el Estado subsidie a los centros particulares de enseñanza --por la vía fiscal o por cualquier otra-- es atentar contra la educación gratuita que imparte y promueve el Estado y que representa el mejor y más eficiente instrumento lícito de movilidad social y redistribución de la riqueza que ha tenido nuestro país en toda su historia. Impulsar un modelo en el que, en cualquier nivel educativo, la mayoría de las escuelas sean de paga, es socavar el derecho a la educación consagrado en el artículo tercero de la Constitución.
Por lo demás, tal vez en alguna época futura las instituciones privadas de educación superior lleguen a ser capaces, en conjunto, de financiar y llevar a cabo todas las actividades de docencia, investigación científica y académica y difusión cultural que actualmente realiza, sola, la Universidad Nacional Autónoma de México. Pero mucho tendrían que cambiar las condiciones económicas, sociales y políticas del país para que esa posibilidad se materializara.
Finalmente, no cabe duda que la enseñanza oficial --la básica, la media y la superior-- en el México de 1996 deja muchísimo que desear, pero sus carencias principales no derivan de que sea una obligación del Estado ni de su orientación laica, científica, cívica y pública, sino del abandono presupuestal, el descuido burocrático, la dramática depreciación de los salarios magisteriales y la falta de inversión en equipo e infraestructura, condiciones negativas que pueden ser acentuadas y agravadas por la campaña que actualmente se realiza en contra de la educación pública.