En esta, que es una de las últimas obras que lleva escritas Emilio Carballido, el escritor renueva su estilo para componer un hermoso poema dramático. Sus reconocidas dotes para la comedia juegan como una retozona superficie marina por debajo de la cual sabemos que existen muchas cosas. La principal, quizás, esa especie de melancol[ia que a todos nos invade ante ese mar al que percibimos como algo inmenso e inmutable en contraste con la fugacidad de nuestra propia existencia y que resume de modo exquisito las secuencias Gaviota y Petición. Está también el impulso lúdico de quien goza de las olas y el erotismo que por alguna razón se acrecienta en todas las playas de este mundo.
Carballido utiliza la prosopopeya de una manera muy cuidadosa y diferenciada: ningún animal o elemento inanimado, aunque cobren vida y apariencia humana, tiene motivaciones que las emparenten con nosotros, a excepción, quizás, de la rivalidad entre el Sol y la Luna. Es más, muestran tal reticencia que cuando un hombre o una mujer pretenden equipararse con alguno de ellos, la venganza no se hace esperar, ya sea jocosa como la que el Lucero de la Mañana emprende contra la muchacha que se piensa Venus, ya sea plenamente destructiva como la que las olas lanzan contra el pobre surfista que se jacta de ser un elemento como ellas. El perro sufre como perro y el gato encuentra mayor poesía en un callejón oscuro que en la playa. Para las olas, el elemento siempre presente, parece el mismo juego revolcar a una joven en la playa que estrellar peces contra las rocas --en su deseo de llegar a la Luna-- o matar a un navegante.
Es la tónica general, aunque habría sus excepciones. Por ejemplo, en el desgraciado amor entre la ola y la gaviota, que sirve a Carballido para otras reflexiones. O bien en la secuencia del marinero, al que las olas han enseñado a hablar del acto amoroso como si hablara del mar, porque sienten que es casi suyo. O el aburrimiento de las olas frente a las eternas jactancias del faro y que sueñan con los barcos, porque éstos pasan sin que ellas descubran su misterio: el mar como misterio para nosotros y lo nuestro como misterio para el mar.
Este poema de Carballido se escenifica dentro del homenaje que se rindió al autor el año pasado. El retraso se explica porque el mismo director encaró el montaje de Escrito en el cuerpo de la noche con el que la UNAM lo homenajeó --y que afortunadamente permanece en cartelera en otro teatro-- y éste del que se responsabilizó el INBA. Tan difícil de escenificar, El mar y sus misterios cabría en dos posibilidades. Una, muy creativa y de grandes momentos de belleza visual. La otra, que parecería la favorita del dramaturgo a partir de las acotaciones que hace para la publicación (FCE, Col. Popular, 1994: Orinoco, Rosa, de dos aromas y otras piezas dramáticas), de una gran sencillez, en un tono que respetara completamente la palabra, con los ritmos necesarios y contrastantes. Ricardo Ramírez Carnero se inclinó por una especie de music-hall, lo que no estaría mal si se hubieran podido conjugar bien los elementos del género.
De manera lamentable, el intento no cuajó. Quizás la personalidad como director de Ramírez Carnero se preste más para escenificaciones como la que hizo anteriormente de manera muy eficaz, pero es un hecho que aquí no tuvo mayor fortuna. A pesar de que cuenta con actores ya conocidos en el elenco --posiblemente no todos-- el fallido montaje no hace honor al texto que pretende servir. Por una parte, una escenografía que no es utilizada en todos sus niveles de manera cabal, con recursos tan viejos como utilizar un lienzo para simular el oleaje; por cierto, cuando las olas aparecen con sus mecedoras azules, se llega a pensar en un espectáculo salvable, pero vuelve a aparecer el lienzo --que en una sola ocasión, cuando finge la concha de la Venus de Boticelli se usa de manera imaginativa-- y ya casi nunca abandonará la escena.
Lo peor es enfrentar el musical sin el brillo que requiere, sin buenos cantantes y bailarines. Los actores hacen lo que pueden pero, me temo, más de uno desafina y como bailar, lo que se dice bailar, tampoco lo logran. En ocasiones, como en la secuencia de Marea alta que abre el espectáculo, no se entiende palabra de lo que ¿cantan? los actores y el texto se desperdicia. Sé que Emilio está muy satisfecho con la escenificación, que contraría su idea primitiva en la que pide: ``Líneas melódicas claras se usarán muy, muy poco y en momentos muy calculados'', aunque aquí la música de muy diversos ritmos sea constante, en vivo y a la que se le mezcla pista grabada, para mayor desconcierto. Eso mismo hace más difícil expresarme tan negativamente como lo hago del montaje, máxime que es su homenaje y sumando la admiración y el respeto que le tengo. Aunque quizás por ello me decida a escribir y a esperar que su obra cobre algún día en escena todo lo que ya nos había ofrecido en su lectura