En sus primeras elecciones europeas, Austria asistió al avance de la derecha radical y antieuropeísta. Un nuevo demagogo nacionalista aparece en el escenario europeo. Esta vez es el turno de Joerg Haider, líder del (milagros de la mercadotecnia política) Partido Liberal.
Reconozcamos las señas. La derecha radical europea de este fin de siglo tiene tres características esenciales. Es tenazmente nacionalista (o sea, cree poco o nada en la idea de Europa), es xenófoba y, lo que es lo más preocupante, tiene la predisposición a ser vehículo de la protesta social que surge de los sectores más débiles y portadores de formas arcaicas de cultura política. Los costos de la construcción europea y la dura competencia con el resto del mundo, han producido nuevas formas de pobreza, han enraizado amplios espacios de desempleo y han reducido los ámbitos de seguridad social. Y en esto, Austria no es otra que un espejo de toda Europa.
Que ahí ocurra --apenas 22 meses después del ingreso formal a la Unión Europea-- un descalabro electoral en clave nacionalista y xenófoba, merece alguna atención. El gobierno socialdemócrata de Franz Vranitzky se encuentra, como todos los gobiernos de Europa occidental, frente a un dilema que nadie ha podido enfrentar exitosamente hasta ahora. De una parte está el problema de hacer frente a las tensiones sociales que surgen de un contexto económico recorrido por grandes transformaciones. Por la otra, está la urgencia de acelerar cambios que fortalezcan la posición competitiva en el exterior. Lo primero apunta a la reconstrucción de las redes de seguridad social; lo segundo apunta en una dirección opuesta, a una eficiencia que no quiere estorbos ni vínculos por el lado de la sociedad.
¿Qué hacer? ¿Consolidarse hacia afuera (aceptando el riesgo de serias turbulencias internas) o consolidarse hacia adentro (con el peligro de una grave pérdida de contacto con las fuerzas económicas mundiales)? Ser políticos en Europa en este fin de siglo no es negocio fácil. Suponiendo que lo sea en otras latitudes y es mucho suponer.
El dilema está ahí y supone decisiones difíciles de éxitos inciertos. Tal vez existan espacios en que las dos necesidades (las que vienen de la sociedad y de la economía) puedan ser acometidas simultáneamente. Pero la convergencia no es automática y supone ideas, decisiones y voluntades de nuevo tipo. Este es el problema (irresuelto) de Austria y de toda Europa. Y el punto es: ¿de cuánto tiempo dispone Europa antes de encontrar un mejor equilibrio entre necesidades sociales y necesidades competitivas? Estirar mucho los tiempos de la actual indefinición implica el riesgo de que políticos como Haider, en Austria, o Le Pen, en Francia, encuentren mayores caldos de cultivo para un nacionalismo xenófobo que sería la lápida sobre la tumba de Europa.
Algo debería estar claro para todos a estas alturas del partido: una Europa que recorre los difíciles primeros pasos hacia su unificación no puede permitirse el lujo de la turbulencia social y la consiguiente inestabilidad política. Y estos riesgos no se evitarán con bonitos discursos europeístas.
La pobreza, la desesperación, la incertidumbre, el resentimiento de decenas de millones de seres humanos no pueden estar en los cimientos de una empresa de tanta envergadura como la construcción de la unidad europea. Europa se ve obligada a inventar nuevas fórmulas de convivencia social y de eficiencia productiva.
De no hacerlo el riesgo será elevado. Esto es lo que nos dicen hoy las elecciones austriacas.
No se les puede pedir a los pobres, a los jóvenes desempleados y a una humanidad desconcertada que sean entusiastas constructores de las instituciones de Europa. Es cínico pedirle a aquéllos cuyo bienestar es negado que se comporten como ciudadanos responsables e incluso virtuosos. La desesperación no es buena consejera para nadie. Y puede ocurrir que los pobres se nos revelen nacionalistas y xenófobos. Como acaba de ocurrir en Austria.