¿Cómo representar pictóricamente al ser humano dentro del marco turbulento de las dos guerras mundiales? En esos años de incertidumbre existencial, el pintor Francis Bacon (Dublín, 1909) se da a la tarea de explorar la condición humana, hurgando entre las tinieblas del alma y los oscuros laberintos de las pasiones escondidas. Su pintura atrae y repele, fascina y horroriza, pero en cualquier caso, sacude y electriza: así lo experimentamos en la exposición que se presentó, hasta el pasado lunes, en el Centro Pompidou, de París.
La pintura que da inicio a la muestra es la Crucifixión de 1933, piedra de toque de la serie temática que obsesionara al pintor toda su vida y cuya fuente de inspiración se remite a las figuras ondulantes de Cristo en la cruz de Cimabue, que le parecían de una sensualidad conmovedora. Pero en realidad, con el paso del tiempo, la imagen de Cristo en la cruz pasó a ser mero pretexto para realizar, mediante variaciones formales, inquietantes alegorías de la violencia y el desgarramiento. Y es a partir de series temáticas que el pintor consigue plasmar sus obsesiones a lo largo de su extensa y prolífica carrera. Impactantes resultan sus series de retratos y autorretratos en los que, mediante la distorsión y dislocación de los rostros y su singular manera de descomponer y recomponer las facciones, los personajes --como reflejados en un espejo deformante-- alcanzan una fuerza expresiva como pocas en la historia del retrato. Entre éstos sobresale la serie de paráfrasis al Retrato del Papa Inocencio X de Velázquez: el ``retrato más bello que se ha pintado'', expresa Bacon en una de las múltiples entrevistas que le hizo el crítico David Sylvester a lo largo de 24 años, reunidas en un volumen que constituye un testimonio invaluable para quien le interese aproximarse al pensamiento y sentir del pintor inglés (Sylvester, David, Entretiens avec Francis Bacon, Editions Skira, 1996). Y con esta serie aparece otro de sus temas preferidos de esos años: el grito, como parábola de la angustia existencial del ser humano, cuyas bocas abiertas intentó plasmar con ``los espléndidos coloridos de un Turner o un Monet, pero todo cuanto había conseguido era un negro aullido''.
Inspirado en las impresionantes imágenes del fotógrafo victoriano Eadweard Muybridge, Bacon realiza su serie de Estudios de desnudos a partir de fotos de atletas, luchadores y boxeadores, así como de inquietantes personajes con mutilaciones y deformaciones físicas. Explica a Sylvester que ``tenía a Muybridge y a Miguel Angel mentalmente entremezclados''. De Muybridge había aprehendido las posturas y de Miguel Angel y sus voluptuosos desnudos masculinos, la grandeza de las formas. También utilizó ciertas imágenes cinematográficas como la de la niñera herida en El Acorazado Potemkin de Eisenstein, o los animales sangrantes de Buñuel en El perro andaluz.
Su interés por la anatomía de las criaturas vivientes lo llevó a auscultar animales muertos para comprobar cómo funcionaban sus músculos. De ahí su interés por frecuentar las carnicerías y escrutar las osamentas desolladas de ovejas y carneros. En relación con este tema, llama la atención la ausencia en esta gran muestra del celebérrimo lienzo Pintura 1946 --uno de los más conocidos y reproducidos de este pintor y que forma parte de la colección del MOMA de Nueva York.
Durante los años cincuenta, sus pinturas de encuentros homosexuales hicieron de Bacon el profeta involuntario de la revuelta inminente. Para la realización de sus violentas escenas de hombres copulando, se inspiró una vez más en las fotografías de luchadores de Muybridge, en las que encontraba una gran voluptuosidad en el entrelazamiento arrebatado de los cuerpos en acción.
Un suceso trágico acontecido en 1971 marcará definitivamente la vida y la obra de Francis Bacon: su gran amor George Dyer se quita la vida intempestivamente en un hotel de París, la víspera de la exposición en el Grand Palais. (Por cierto, su anterior amante --Peter Lacy-- también se había suicidado años atrás). Inspirado en la memoria de Dyer, Bacon realiza una serie de obras monumentales conocidas como Trípticos negros por su contenido expresamente macabro, y en las que la figura del amante desaparecido es omnipresente.
A lo largo de los ochentas, la figura baconiana adquiere un carácter más escultural, como resultado de su preocupación por integrar el volumen de sus masas corpóreas a un espacio cada vez más cerrado, claustrofóbico. La exhibición concluye con un cuadro realizado en 1990, dos años antes de su muerte. Estas últimas obras demuestran que, hasta el final de sus días, Bacon conservó la fuerza y la vitalidad arrolladora que lo convirtieron en el lúcido cronista de este violento y atormentado siglo XX.
Y así, al recorrer cinco décadas de intensa creación, percibimos cómo Bacon, profundo admirador de Ezra Pound, supo plasmar en su pintura lo que el poeta evocó con palabras: ``La época exige una imagen/ de su acelerada mueca''.