Tras un largo proceso de más de un año de discusiones, análisis y correcciones, anoche fue aprobada por unanimidad, en el pleno del Senado de la República, la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada. Ahora sólo falta que el instrumento legal sea sancionado por la Cámara de Diputados --un trámite casi obvio-- y promulgada. Desde el envío al Poder Legislativo de la iniciativa correspondiente, elaborada por el Ejecutivo, hasta la noche de ayer, el documento experimentó 72 cambios sustanciales, producto de las aportaciones de las distintas fuerzas políticas representadas en el Congreso. El tema fue ampliamente discutido ante la opinión pública y en el debate participaron juristas, investigadores, dirigentes sociales y defensores de los derechos humanos, entre otros. Se llegó, así, a un documento de consenso y se hizo posible su aprobación en una sesión con dispensa de trámites. En la forma fue un proceso legislativo ejemplar.
En cuanto al contenido, las reservas suscitadas en un principio por la iniciativa de ley del Ejecutivo, y relacionadas con la posibilidad de que el nuevo ordenamiento pudiese dar margen a la comisión de abusos o violaciones a las garantías individuales por parte de corporaciones policiales, ministerios públicos o autoridades judiciales, pudieron ser descartadas, toda vez que en la versión final de la ley se prohíbe realizar actos de espionaje, cateos, aseguramiento de bienes y arraigos domiciliarios sin autorización judicial, se omite la peligrosa propuesta original de reducir la edad penal y se elimina la posibilidad del anonimato de testigos --salvo en la fase de la averiguación previa--, tres de los puntos menos afortunados y más polémicos del documento original.
El aspecto medular de la nueva ley es, sin duda, la tipificación del delito de delincuencia organizada, tipificación que resultaba a todas luces necesaria y que significará un importante instrumento jurídico en la lucha contra la creciente criminalidad que afecta al país. De acuerdo con este ordenamiento, el solo hecho de pertenecer a un grupo delictivo constituye en sí una infracción a la ley, la cual será sancionada en forma adicional a otros delitos como robo u homicido.
Otros dos puntos novedosos son la reglamentación de la protección a testigos --una práctica que la Procuraduría General de la República ha venido realizando de un tiempo a la fecha, de manera informal, como se desprende de las informaciones sobre testigos en el juicio que se sigue a Raúl Salinas de Gortari por el homicidio de José Francisco Ruiz Massieu-- y la reducción de penas a acusados y sentenciados por colabora- ción en las investigaciones.
Esta última disposición no necesariamente será positiva. En Estados Unidos, donde es práctica legal habitual, la negociación entre los fiscales gubernamentales y los presuntos delincuentes ha dado lugar a numerosas situaciones de impunidad y hasta de recompensa a infractores de la ley. Lo más inquietante es que el otorgamiento de beneficios legales a los delincuentes que cooperen con las procuradurías, tal y como está consignado en la nueva ley, podrá aplicarse con un margen de discrecionalidad que puede prestarse a maniobras indebidas y a distorsiones de la justicia, tal y como ocurre no pocas veces en los tribunales del vecino país del norte.
Salvo ese punto, la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada constituye una importante y promisoria actualización para los ordenamientos penales en el país y cabe esperar que su aplicación redunde en una más eficiente lucha contra la delincuencia y en una reducción sustantiva de la criminalidad que padece la ciudadanía. Finalmente, y no menos importante, ha de subrayarse la necesidad de que las entidades y los empleados públicos encargados de velar por la seguridad y de procurar e impartir justicia se atengan a la letra y al espíritu de la nueva legislación. No está de más recordar que una ley, por buena que sea, no sirve de gran cosa sin la voluntad y la determinación de acatarla por parte de las instituciones y de sus integrantes.