Ruy Pérez Tamayo
Portugal, 10 años después

Este verano mi esposa y yo regresamos a Portugal por tercera vez. Nuestra última visita había sido en 1985, y entonces lo recorrimos en automóvil de norte a sur, en un viaje que duró casi cuatro semanas. Recuerdo la fecha porque coincidió con la celebración del Campeonato Mundial de Futbol en México, y cuando algunos portugueses se enteraron de que éramos mexicanos nos preguntaron asombrados: ``¿Pero qué están haciendo ustedes aquí?...''. Casi con pena confesamos que no éramos aficionados al deporte de las patadas, lo que no aumentó nuestra popularidad entre los amables lusitanos.

Nuestra vuelta por Portugal hace diez años nos confirmó en nuestra impresión de una visita anterior (también separada por una década) de que el país era muy antiguo, muy bello y muy pobre. A principios de los años 60 las casas en el campo eran viejas y tristes, todas las mujeres vestían de negro, las carreteras eran estrechas y mostraban una obvia ausencia de mantenimiento; los pocos automóviles que circulaban eran antiguos y destartalados, y Lisboa parecía una princesa medieval, sobreviviente pero empobrecida y anacrónica, comparada con otras ciudades europeas. El entonces nuevo y maravilloso puente que cruza el río Tegus (una obra admirable de ingeniería) se llamaba entonces Ponte Salazar, porque eran los tiempos del final de la dictadura del economista universitario.

Diez años después Portugal no era muy distinto, pero entonces descubrimos en Lisboa a la Fundación Gulbenkian, admiramos su extraordinario Museo de Arte, comparable a muchos otros de Europa, y su Escuela de Arte Contemporáneo, que es una institución modelo (en la que disfrutamos de una espléndida exposición de pintura portuguesa moderna), y además visitamos Algarve, esa bellísima costa sur del país, llena de pueblitos pintorescos, de iglesias tapizadas de azulejos. y de playas en donde alternan formaciones rocosas peculiares con extensiones de arena que hacen más amable la vida de los muchos nativos y de los muchísimos turistas que las visitan. Para entonces, el Ponte Salazar ya se llamaba Ponte 15 de Abril, para conmemorar la fecha del triunfo de la revolución que derribó al dictador e inició la transformación socialista del país. En esta nueva visita a Portugal, mi esposa y yo pasamos la primera semana en Lisboa, y nos sorprendió el cambio que observamos: casi todos los automóviles son nuevos (los taxis son Mercedes-Benz), las calles están limpias, muchos edificios y servicios públicos (como la estación Rossio del Metro y varios cruces de calles importantes) se encuentran en reconstrucción, el transporte público cuenta con tranvías y camiones supermodernos (sin abandonar los tranvías estrechos y amarillos que nos recuerdan los antiguos tranvías de la ciudad de México) y los portugueses en general van bien vestidos y se ven bien comidos. El Museo de Arte Antiga ostenta un nuevo y espléndido edificio y conserva su excelente colección de pintura (que incluye el San Jerónimo de Durero y a una impresionante Judith de Cranach), siempre en la Rua de las Janelas Verdes, y en el Monumento a los Descubrimientos funcionan un centro de información y una cafetería. Al final de la semana rentamos un automóvil y en las siguientes tres semanas recorrimos Portugal yendo de pousada en pousada. Los lusitanos han bautizado con este nombre al equivalente de los paradores españoles, lo que nos permitió hacer un viaje no sólo muy cómodo sino además visitar sitios históricos que de otra manera no hubiéramos visto. Desde Braganza, en el norte del país, hasta Setubal, 60 km al sur de Lisboa, nos fuimos hospedando en las pousadas mientras recorríamos el país. Devotos lectores de José Saramago, mi esposa y yo insistimos en ver el Portugal más genuino, los pueblos más pequeños y alejados, las capillas más antiguas, los montes menos visitados, los valles más escondidos, los ríos menos renombrados. Una parte importante de nuestro viaje fue regresar al Parque Nacional de la Arrábida, en donde 10 años antes habíamos pasado días inolvidables. La experiencia no fue muy agradable porque esta vez en el Portinho de la Arrábida había mucha gente, cuando nosotros recordábamos ese sitio como solitario. Lo mismo nos pasó en Mil Fontes, un pueblito en la costa del Atlántico, que hace 10 años sólo recibía la visita breve de los pobladores vecinos, pero que ahora se ha transformado en un popular centro turístico internacional. Regresamos a Lisboa para volar a Madrid, en la etapa final de nuestras vacaciones de verano; en el avión de Iberia, antes de aterrizar en Barajas, le dije a mi esposa: ``amo a Portugal''.