En México, y en muchos otros países, la paz está prendida con alfileres, lo mismo que la soberanía nacional. En ausencia de estructuras sólidas, fincadas en la democracia, la globalización aquí se presenta cual huracán. Destino no improbable: la desintegración violenta, similar a la de países pluriétnicos y multiculturales incapaces de encauzar lo diverso. Ejemplos comienzan a sobrar.
Es necesario recordarlo. México es un país pluriétnico y multicultural. A la vez, es un país con una grave anemia democrática. Por lo tanto, es un blanco fácil para las tendencias desintegradoras de la actual globalización neoliberal (así intentamos sustanciarlo en ``¿Proyecto de no nación?''). Urge, pues, trabajar en la reintegración de nuestro país.
¿Por dónde empezar? Por lo más elemental, aunque doloroso: por el reconocimiento de que somos un país contrahecho. Desde nuestra gestación como nación independiente, arrastramos el doble pecado mortal del racismo y la antidemocracia. Olvidamos que la diversidad, encauzada democráticamente, es fuente de vigor. En vez de aprovechar nuestros múltiples mestizajes, los convertimos en múltiples polvorines.
Aislado, el racismo puede permanecer impune por un buen tiempo, como bien lo ilustra la historia de Estados Unidos. Pero cuando se conjuga con altas dosis de antidemocracia, pobreza y marginación, entonces se torna explosivo. Reconozcámoslo de una buena vez: México es un valioso rompecabezas pero mal armado. Por fortuna, todavía contamos con la riqueza de 56 etnias o pueblos indios. Sin embargo, han sido tratados como objetos-reliquia, cuando no lastres premodernos. Difícil, heroicamente, han logrado sobrevivir; jamás se les ha permitido participar en la edificación de México.
Más vale rehacer a México desde sus raíces en lugar de continuar su modernización mongoloide. Pésele a quien le pese, esas raíces son indígenas. Ese solo hecho, ser los primeros mexicanos, permitiría a los indios demandar un trato preferencial. Pero que ningún blanco se asuste. Los indios mexicanos jamás han reclamado ni reclaman un trato especial. Ni siquiera una compensación por tantos siglos de racismo.
Todo lo que demandan los pueblos indios es que se les reconozca y se les deje participar en la construcción del país, con su propia identidad, cultura y capacidad autorganizativa. Es decir, respeto a su autonomía y autodeterminación. Mas ahora lo demandan con insistencia irreversible, lo mismo en las mesas de San Andrés Larráinzar, Chiapas, que en el Congreso Nacional Indígena (DF).
Lo cierto es que, si se ha de recomponer a México y su soberanía, si se ha de avanzar hacia la democracia y, por ende, hacia una paz firme, no queda otra más que volver a integrarnos dese abajo. Hay que comenzar por devolver la soberanía al pueblo, tal y como lo mandata nuestra Constitución desde 1917 (artículo 39). Pero, al mismo tiempo, es hora de desmitificar el concepto pueblo. Desde siempre, el pueblo mexicano se integra por diversos pueblos, comunidades o conglomerados sociales, si se prefiere: indios y mestizos, rurales y urbanos... vegetativos y privilegiados.
Ya no es posible ver a la soberanía como una abstracción. Hay que verla como lo que es: un poder que deriva del entretejimiento --todos los días y en todos lados-- de múltiples soberanías comunitarias: tantas como pueblos o comunidades existan dentro del país. El vigor de éste crecerá en la medida que se aliente el ejercicio convergente de esas soberanías comunitarias. Cada una de éstas hace las veces de raíz para el tronco nacional. Y si queremos un árbol fuerte, tenemos que reconocer y alimentar, antes que nada, sus raíces más profundas: las indígenas.
Hasta ahora sólo la comunidad privilegiada ha piloteado a México. Y los pilotos modernos lo acercan al despeñadero de la desintegración violenta. En sus manos, la soberanía y la paz se desvanecen. Y lo que urge es una paz firme, estructural, sólo asequible a una soberanía profunda, democrática: un mosaico de soberanías comunitarias. Reintegrada así la nación, ni qué preocuparse entonces por el huracán de la globalización.
Acaso sea mucho pedir el cambo de piloto. ¿Podríamos tan sólo agregar a otros pilotos, incluyendo de una vez por todas a los pueblos indios? Al menos éstos ya han demostrado de sobra su inteligencia para sobrevivir. Y hoy el reto de México es precisamente ése: sobrevivir como nación, en vez de estallar a punta de racismos y balazos.