La Jornada Semanal, 13 de octubre de 1996
En aquellos tiempos, te acuerdas, todavía era posible pasar, a pie o en coche, frente a la residencia presidencial, hoy día tan amurallada que ya ni se adivina. López era presidente, y González el regente, y le dio por hacer obras en el periférico y eso ocasionó que, sin deberla ni temerla, viniera yo a figurar en esta historia que por poco no cuento.
Sucedió que una noche, a principios de octubre, asistí a una reunión de viejos amigos donde hubo vino chileno, canciones de los Beatles y cálidas remembranzas del movimiento estudiantil cuyo violento fin se conmemorara por esas fechas. Me fui de ahí a altas horas, en una especie de beatitud que no se alteró gran cosa cuando hallé cerrada, por obras, mi salida habitual del periférico a la avenida de los constituyentes que limita al sur los cuarteles del contingente presidencial. Salí por la siguiente y fui a dar al molino del rey, donde había soldados apostados bajo los arcos del acueducto y un coche patrulla estacionado cerca.
Yo habría tenido que doblar a la derecha, y pasar frente a la residencia, para bajar a retomar mi camino; pero el semáforo me tocó en preventiva, y vi la patrulla, y recordé el vino chileno, y opté por la prudencia. Excesiva, como no dejé de percatarme de inmediato: la avenida estaba desierta y la patrulla, puesta sin duda ahí para lo que pudiera ofrecerse en la residencia y sus anexos, no iba a distraerse en perseguir infractores de poca monta. Pero yo ya había parado mi carro y ahora se trataba de tener paciencia, porque el alto era largo.
Encendí un cigarro; busqué en la radio algo de los Beatles y terminé por apagarla. Me estuve ahí, fumando, mirando a los soldados y pensando en mi padre, que es militar, y en cómo nos distanciamos cuando el movimiento estudiantil, y en que sería bueno telefonearle alguna vez, para que no se sintiera olvidado. Quizás hasta pudiéramos platicar de aquel entonces, entendernos al fin un poco...
Se oyó venir un auto que subía con prisa hacia el paseo de la reforma, y pronto lo tuve a la vista. Era grande, negro; no muy nuevo, pero corría. Cuando pasaba frente a la residencia, un brazo armado asomó de pronto por encima del toldo, apuntando al aire. Se oyeron disparos y un grito:
Viva México, cabrones!
Raudo pasó el coche negro frente a los soldados, que ya se movilizaban para responder el fuego. Vi que uno de ellos, alzando su rifle, apuntaba en mi dirección. Disparó en el instante en que me agachaba. Sentí un golpe en lo alto de la cabeza y me dejé caer de costado en el asiento, pensando: ya me dieron un balazo, y a todo esto la balacera se desataba en serio.
Tras un rato, cesó. Percibí que me hallaba vivo y consciente. Constaté que sangraba. Pensé que debía ir a un hospital a que me curaran. Volví a sentarme al volante. Vi que no veía. Me limpié la sangre de los ojos y miré a los soldados que venían hacia mí con las armas por delante, como si una película de guerra se me echara encima, o como si aquel otro octubre hubiera vuelto de pronto a hacerse presente. Alcé asustado las manos, sacándolas por la ventanilla, al tiempo que gritaba:
No disparen! Soy hijo del general Martínez!
Sonó una orden. Se detuvieron a unos metros. Vino un cabo y, haciéndome bajar, inspeccionó el vehículo en lo que su capitán hablaba conmigo:
A dónde iba? De dónde venía? Por qué se estacionó en este lugar?
No me estacioné. Esperaba la luz verde.
Está herido?
Sí.
Todo en orden, mi capitán.
Que lo lleven al estacionamiento, y al señor a la enfermería.
Uno de los soldados me tomó del brazo y crucé con ellos la avenida, hacia el portón de la residencia, sin poder evitar sentirme como si me llevaran a fusilar. Entramos por el postigo, desfilando entre los centinelas. El soldado que me sostenía, y otro que lo acompañó, tomaron por un corredor, conmigo entrambos, y ahí a unos pasos estaba la enfermería.
La enfermera, extraordinariamente fea, tenía lo que se dice manos de ángel. Me sentí aliviado en cuanto empezó a limpiarme la herida, y cerré los ojos para mejor disfrutar la operación, que instantes después se interrumpía. Miré a la mujer, y vi en su rostro el terror que la paralizara a la vista de la herida. Me aterré a mi vez, y más cuando reculó con un grito:
Este hombre tiene una bala en la cabeza!
Y al mirar mi reflejo en la lámina combada de un botiquín, percibí la inflamación en el lugar de la herida como una segunda cabeza que me estuviese creciendo.
Vino el capitán y ordenó llamar una ambulancia que me llevara al hospital para una intervención de urgencia. Habló conmigo:
Cómo dijo que se llama su papá? Qué grado tiene? Dónde se le localiza?
La ambulancia tardó en llegar lo que la enfermera en ponerme, a guisa de vendaje, una especie de turbante cuya función primordial parecía ser la de ocultar a la vista la monstruosidad acontecida en mi cabeza. También me dio un calmante, pensando que debía de dolerme; y así era, pero más que nada la bala me pesaba: quiero decir, la idea de una bala ahí metida.
Los ambulantes me encamillaron, me llevaron a la calle, me subieron al vehículo y nos pusimos en marcha. Cuando empezábamos a agarrar vuelo, y la sirena a entonarse, el conductor la apagó al tiempo que frenaba.
Qué pasa? preguntó el camillero que viajaba atrás, echado en la camilla vacía.
Soldados le contestaron.
Uno de los tales se acercó a decir que ahí había heridos.
Nosotros llevamos uno de urgencia al militar.
Llévense por ahí a los otros, no?, y los dejan en la cruz.
Tenemos nada más una camilla.
Una necesitamos.
El conductor maniobró, adelantándose un trecho para después orillarse en reversa. Abrieron las puertas y sacaron la camilla libre. Sentándome en la mía, pude ver a unos metros el dichoso coche negro, o lo que de él quedaba. Era lo que se dice una criba. No se miraba chocado, sólo balaceado a conciencia sin duda por efectivos de la guarnición acuartelada al norte de la residencia, entre el molino y el bosque y arrimado a la acera como a esperar el camión de la basura.
Los ambulantes regresaron con un hombre, inerte, en la camilla. Otro los seguía, con ayuda de un soldado. Sostenía su muñeca derecha, de la cual colgaba como un hilacho la mano chorreante de sangre. Farfullaba reiteradamente, como borracho, y a veces sus palabras se escuchaban:
Por qué me disparan? Yo soy policía...!
Viajó sentado a los pies de su compañero, farfullando con la mirada perdida o contemplando en silencio, con dolida incredulidad, los restos de su diestra. El otro no soltó un quejido, ni percibí que se moviera. Traté de ver si al menos respiraba; me lo impidió el camillero:
Usted, quietecito. No vaya a ser que la bala se desplace e interese la materia gris.
Los dejaron en la cruz roja, a ver si alguien se apiadaba y los atendía, y me llevaron al hospital militar, donde ya me aguardaban cirujanos y quirófano. Radiólogo también, cuyas placas permitieron determinar, de entrada, que la bala había herido sólo de refilón, sin alojarse en el cráneo. Así que los cirujanos se fueron a acostar y un médico de guardia me practicó una curación, después de la cual dormí como un bendito.
Me dieron de alta en la mañana, con la inflamación ya muy disminuida, cubierta por un simple parche. Estaba terminando de vestirme cuando llegó mi padre y se puso a regañarme:
Muchacho pendejo! Otra vez ahí metiéndose entre las balas Si diga que le fue bien...!
Yo nomás estaba esperando la luz verde...
Qué luz verde ni que ocho cuartos...! Ahí paradote, despertando sospechas... Creen que pueden permitírselo todo..., quieren decirle al presidente cómo gobernar...
Mucho le había yo oído esto años atrás, cuando el movimiento, y al oírselo ahora sentí lo que se dice como si el tiempo no hubiera transcurrido: era el mismo pleito de entonces o, mejor, su desenlace, con el viejo justificado por los hechos y yo escarmentado en cabeza propia. Insistí en lo de la luz verde, por no quedarme callado, y al oírme recordé al policía de la mano destrozada farfullando reiterativo su desconcierto, y pensé que acaso lo que había querido, en su borrachera, era justamente decirle al presidente cómo gobernar. A todos nos dan ganas, a veces, a poco no?