La Jornada Semanal, 13 de octubre de 1996


Nostalgia de la tierra

Juan García Ponce

Juan García Ponce nació en Mérida, en 1933, y desde su temprana obra de teatro, El canto de los grillos, reveló una especial capacidad para incluir a su tierra en su universo literario. En la novela La casa en la playa rindió tributo a uno de sus autores próximos, Cesare Pavese, y al verano yucateco. Recientemente, García Ponce recibió en Mérida la medalla Eligio Ancona. En un discurso preciso y conmovedor, el novelista agradeció la distinción literaria y el privilegio, aún mayor, de haber nacido en Mérida.



Cuando el Ayuntamiento de Mérida me nombró Hijo Distinguido de Mérida, en 1980, dije que hasta entonces, para mí, la alta distinción era haber nacido en Mérida, y que ahora resultaba que el Ayuntamiento me consideraba Hijo Distinguido. Esas palabras eran una manera de disimular mi emoción: ser Hijo Distinguido de Mérida! Ese mismo año, un día antes, la Universidad de Yucatán me dio otro reconocimiento, el de Gran Valor Yucateco; el Colegio Montejo, donde estudié toda la primaria y empecé la secundaria, también me nombró Ex Alumno Distinguido.

No quiero imaginar qué sería de los hombres de nuestra época si siguieran el ejemplo de mi obra literaria. Y sin embargo, todavía en 1991 recibí el Premio de Literatura Antonio Médiz Bolio. Yo había, por supuesto, leído La tierra del faisán y del venado, y aunque en realidad ya no había faisanes en Yucatán, vivían y vivirían siempre en la obra de Médiz Bolio. Quizás éste es el destino de la literatura: provocar resurrecciones. No estoy seguro. Tal vez no estoy seguro de nada, excepto de que no merezcotantas distinciones y no obstante me llenan de orgullo. Esta satisfacción se agranda al recibir la medalla Eligio Ancona, honor que se otorga a los yucatecos que han hecho mucho por su tierra, como lo hizo el mismo Eligio Ancona, y no sólo en el terreno literario. No quiero meditar sobre si merezco o no esta distinción, sólo sé con certeza que la tengo y se lo agradezco a la Universidad, a los jurados y al Gobierno del estado. Pero insisto en que todo se lo debo al hecho de haber sido un niño yucateco que vivióen Mérida hasta los doce años, con un paréntesis de un año en Campeche y algunos meses de vacaciones en Lerma. Pero yo nunca he dejado Yucatán mentalmente, y siempre que puedo regreso a pasar algún tiempo.

Octavio Paz, en el poema "Entre la piedra y la flor", se pregunta: "Qué tierra es ésta?" Para mí, de niño, la tierra, o sea el mundo, era Yucatán. En primer lugar Mérida, donde nací y transcurrió mi infancia en diferentes casas con las mismas altas habitaciones, los mismos frescos portales y profundos patios. Ahí, desde los cinco años, como mis padres se habían ido a vivir a Campeche, vivía con mi abuela, María G. Cantón de Ponce, y su hermana, mi tía Dedé (para mayor precisión debería decir mi tía abuela, pero los niños no tienen en cuenta esas diferencias).

Mérida era el mundo y los patios alrededor de las casas cambiaban de acuerdo con la imaginación de mis hermanos, mis primos, la de mis amigos y la mía: selvas tropicales, regiones del lejano oeste americano y hasta espacios siderales. Teníamos una nave-cohete consistente en un tubo amarrado a la rama de un alto aguacate, en el que nos montábamos y al que empujábamos para mecernos a gran velocidad. Sigo en un espacio particular. Mi nana fue también la de mi madre y la de mis hijos y tengo un recuerdo perpetuo de ella. Mestiza, vestida de mestiza, con el traje de diario para trabajar y muchos vestidos de lujo con todos sus bordados, sus telas finas, sus rebozos tan bellos y sus valiosos collares de oro trabajados en filigrana. Era alta, delgada, muy bella, cariñosa y delicada. Se llamaba Felipa. Cuento un repetido sueño de infancia que demuestra mejor que nada su importancia para mí. Estaba en el juicio final. Dios no tenía una figura representable sino que era sólo una presencia todopoderosa poniendo mis acciones buenas en el platillo de una balanza y las malas en el otro. Como es natural, las malas pesaban mucho más. Dios me iba a mandar al infierno. Mi nana aparecía entonces, se sentaba en el platillo de las buenas acciones y ni qué decir que éste ahora pesaba mucho más. Mi alma estaba salvada por ella!

De esta anécdota tan concreta paso a una pura sensación: nadar en las límpidas y ligeras aguas de un cenote. Se tiraba uno de clavado desde la orilla rocosa, las aguas no ponían resistencia y se bajaba mucho rato, pues algunos cenotes eran muy profundos; tampoco ofrecían ninguna ayuda cuando llegaba el momento de tratar de salir. Lo recuerdo muy bien: entonces se temía que nunca se iba a llegar a la superficie. Pero al menos yo siempre llegué la prueba es que lo estoy contando ahora; apenas se estaba en la superficie, los temores se olvidaban y se repetía la experiencia. Es inolvidable haber nadado en un cenote. Inolvidables también son los muchos árboles de los patios en los que jugábamos a tantas cosas y que eran el escenario real de aventuras imaginarias: caimitos, mangos, zapotes, mameyes. En los frescos y altos portales de cuyas vigas colgaban murciélagos que se cazaban con una larga caña y una bolsa de pabellón amarrada al final, como si fueran mariposas leía o dibujaba tirado en el piso sin camisa. En las ardientes calles jugaba beisbol con las palmeras reales como bases. Mi última casa, la que estaba en la calle 18 número 107, era muy bella, con un patio en el centro y rodeada por otros patios mucho más amplios. No había gas en ese tiempo en Mérida, y cómo recuerdo la belleza del gran fogón en la cocina con su rescoldo siempre vivo, y a los que anunciaban el carbón que vendían de casa en casa, así como a los afiladores con sus complicados aparatos, sus piedras sacando chispas al contacto con lo que debían afilar, y el melancólico llamado del silbato anunciando su cercanía.

El tren de los heroicos ferrocarriles de Yucatán pasaba detrás de mi casa, y poniendo corcholatas sobre los rieles para que las aplanara, hacíamos filosos tinjoroches abriéndoles dos agujeros en el centro y pasando un cordel por ellos. Al final de mi infancia en Mérida vivía a una cuadra del parque Itzimná. Su iglesia está siempre viva y todavía me llegan invitaciones de las hijas de mis primos anunciándome que se casan ahí. Junto a la iglesia, cuando yo era niño, crecía un enorme framboyán. Desconsideradamente, el padre Maldonado lo cortó porque tapaba parte de su iglesia. En ese parque se instalaba la feria y los martes era día de la Virgen del Perpetuo Socorro, con lo que los vendedores de objetos sagrados se instalaban también en él. El hijo de una de esas vendedoras, Eduardo El Velero le decíamos, era uno de mis amigos. De mi infancia, antes de ir a la escuela, la más fuerte presencia era mi primo Eduardo. Cuando empecé a ir a la escuela mis mejores amigos fueron Choyo Capetillo y Augusto Flores. Aprovecho la ocasión para nombralos. Yo estaba platónicamente enamorado de Beti, la hermana de Augusto... Los recuerdos se van haciendo menos precisos conforme se alejan en el tiempo y adquieren otro peso. Antes de vivir en la calle 18, viví en una casa, mucho más grande todavía, al final del Paseo Montejo. Ahí había una pila con garzas, caballerizas vacías y patios gigantescos. Estaba justo frente al monumento a la bandera que empezaban a construir entonces. Tenía muchas bugambilias, nido ideal para múltiples víboras venenosas, desde coralillos hasta cuatro narices, que los mozos mataban valientemente enfrentándolas de una manera directa y partiéndolas en dos, lo cual no impedía que las víboras nadaran en la noche en la alberca construida en alto. Los árboles de zaramullo tenían una madera perfecta para hacer cuchillos. Mi abuelo aún vivía en esa época. Me acuerdo de una celebración de su cumpleaños con todos sus nietos gritando: viva abuelito!, al tiempo que golpeaban en la mesa con los mangos de los cuchillos. Mi primo Eduardo rompió con el suyo un plato y se puso a llorar. Mi abuelo amenazó con tirar todos los platos por la ventana: ninguno valía una sola lágrima de su nieto.

La salubridad no debía estar muy adelantada, teniendo en cuenta el tórrido clima de Yucatán. Dormíamos con unas latas de petróleo en cada una de las patas de las camas, y éstas estaban cubiertaspor pabellones, para librarnos así de las víboras y de los no menos temibles mosquitos. Una vez, lo recuerdo perfectamente, mi abuela agarró de una toalla que estaba sobre el respaldo de una silla lo que creía que era un cinturón, y el cinturón salió corriendo: era una víbora.

Todavía antes vivíamos en la Villa Aurora, en San Cosme, todos revueltos: mi abuelo, mi abuela, la madre y la hermana de mi abuela; la familia que formaban mi tía Isabel (hermana de mi madre) y mi tío Manuel con sus tres hijos; mi padre, mi madre y sus hijos, de los cuales yo soy el mayor; y Alí, un chivo muy bravo. También recuerdo otra casa en el Paseo Montejo, mucho más chica, donde vivían sólo mis padres, sus hijos y sus nanas, y aquella donde yo nací en la calle 21, no lejos del parque Itzimná, con veleta y pozo. Mis recuerdos podrían no tener un fin pero hay que ponerles un límite. Aquí, en mi nacimiento, me detengo.

Yo dejé de vivir en Mérida muy pronto, aunque no lo suficiente para dejar de conocer gran parte del estado como lobato. Mi familia se fue a México y yo con ellos. Fue el principio de una nostalgia que desapareció muy pronto y reapareció en otra forma: me convertí en escritor. Casi no es necesario decir que los escenarios de mis primeras obras de teatro eran Mérida, y los personajes eran yucatecos. Después, Mérida ha seguido alimentándome como escritor en diferentes formas y en épocas muy variadas. Soy, entonces, un escritor yucateco, no sólo por haber nacido en Yucatán sino también porque muchas veces lo he utilizado como escenario y he tratado de mostrar distintos ambientes de la Península. Así sucede en una novela narrada por una mujer de la ciudad de México, o en un relato largo que tiene como protagonista a una adolescente alemana. Debo decir que, como escritor yucateco, el que la adolescente sea alemana es casi simbólico, porque la literatura alemana también tiene una importancia definitiva en mi obra. Dos amores juntos y revueltos, en el sentido más perverso de las palabras. Ya lo dije también: no soy un escritor "decente", aunque sí en la medida en que considero como una de las obligaciones de la literatura abrir el campo de la experiencia, haciendo decente mediante la palabra y la forma lo que antes no lo era. La medalla Eligio Ancona confirma esta decencia.