Se sabe que todo lo que hay de corriente mística en Las mil y una noches es aportación de los sufíes, místicos que aspiran a hacerse uno en la contemplación y a través de ésta fundirse absorbidos por la mirada de Dios.
Rafael Cansinos Assens, en su labor heroica de haber traído al español directamente del árabe las miles de páginas que conforman esta obra-río, donde la imaginaria pareciera no toparse con límites, dice que un fuerte aspecto de la doctrina sufí es el matiz erótico y la forma conyugal en que ellos conciben las relaciones del alma con Dios.
Más cerca de nuestra lengua, los místicos españoles crearon con lenguaje una suerte de respiración con lo divino. Fundirse en comunión también es ofrendar la carne como supo decirlo San Juan de la Cruz:
¡Oh cristalina fuente,
Si en esos tus semblantes plateados,
Formases de repente
Los ojos deseados,
Que tengo en mis entrañas dibujados¡
Apártalos, Amado,
Que voy de vuelo.
La tradición ha pasado por claras estaciones. ``Yo dormía, pero mi amor velaba'', se dice en El cantar de los cantares.
Es evidente que Alberto Ruy Sánchez ha sido un lector apasionado de estas revelaciones que, tanto en oriente como en occidente, han encontrado verdaderas catedrales para el espíritu.
Hay algo admirable en la segunda tirada de dados que Ruy Sánchez nos entrega: la estructura en la que se arma la saga del deseo. Esta fue concebida como un todo, cuyas partes no pueden sino verse como una red donde los vasos comunicantes equivalen a lo que para el pan es la levadura.
Los nueve sueños que aparecen a lo largo del libro son la puerta de entrada para el hailaquí, el contador de historias rituales que junto con Alberto sabe ``que la vida, y especialmente la vida de las pasiones, es como un caleidoscopio. Alguien mueve los espejos y somos otros en los afectos de todos los que nos rodean. Entonces --dice el autor-- ya nada puede ser contado de la misma manera''.
A modo de un dado con distintos signos en cada cara, la concepción de esta obra ligada a la anterior y, de antemano, a la siguiente, nos deja vislumbrar las huellas del destino que a su vez son seguidas, escritas, dibujadas por el narrador del libro, obsesivo seguidor de otras huellas: las del soñado Asis, calígrafo que será constantemente evocado en la memoria y en los anhelos del narrador.
Historia en círculos sobre sí mismos cerrados que, paradójicamente, parecieran abrirse en su camino de regreso hacia nuevos despliegues. En cuanto a espejo y laberinto, Alberto Ruy se refleja en las geometrías que Borges trazó como ninguno en nuestra lengua.
El erotómano de esta historia paga en cada cuerpo deseado una nueva conclusión de su destino, en un tiempo lineal y al mismo tiempo fragmentado por esa extraña frontera donde el placer y el dolor se funden y se confunden en el cuerpo.
Recuerdo un hermoso poema de John Donne en el que el amante, enlazado con la amada, reconoce la claridad del diálogo entre los espíritus. Para ese intercambio, ¿con qué contamos sino con los sentidos?
Para nacer, morir y ser amados se necesita el cuerpo: ``Mírame, ven, ¿qué mejor manta/ para tu desnudez, que yo, desnudo?'', canta en otro poema John Donne.
El erotómano de la novela de Ruy Sánchez encarna todo esto con un juego literario complejo que se descompone en los colores del espectro, a la manera de un rayo de luz filtrado por un prisma.
Si no fuera así, el libro acabaría por ser el testimonio de una histeria hormonal que intenta validarse en cada entrega.
La búsqueda que se narra en el libro, ya gestada en Los nombres del aire, se despliega en el tiempo de la danza, en el tiempo de la mano que imprime signos, tiempo de escritura, tiempo del instante y tiempo del adentro, aunque su secuencia parezca sucederse en un orden convencional.
Aunque me hubiera gustado leer más entre líneas el claroscuro en la escritura amatoria de los cuerpos, creo que la flor geométrica multiplicada y dividida es --como aparece en la estructura del libro-- sencilla y simultáneamente muy compleja. De hecho, el narrador está en un momento de la historia en una plaza marroquí con la mirada dirigida a una fuente de azulejos y, frente a esa traza que lo deja en meditación profunda, sabe adivinar el secreto de ese esquema geométrico. Sin embargo, en ese mismo instante vuelve a perderlo de vista, como si una naturaleza inasible de esa compleja sencillez se diluyera en el momento de mirarla. En esto --me parece-- hay una feliz correspondencia con la estructura de este trabajo y, más allá, con la obra de Alberto.
La búsqueda En los labios del agua también se abre camino en la exploración de un continum donde la vida no sólo es el cumplimiento de un destino. Al ser llevado a término, se consuma también el destino de otros seres.
La casta que vive y se busca con delirio en este libro no puede escapar del pacto que, como en el poema de John Donne, necesita del cuerpo para expresarse. Tal vez entre nosotros, convocados aquí por amistad, haya emanaciones de esta casta de sonámbulos que han venido, sin saberlo, a encarnar la historia que Alberto concibió.
Si alguien siente una corriente eléctrica descargarse en sus espaldas, si una fuente de calor irrumpe entre nosotros, tomemos aire y, desde luego muchachas, a la hora del baile digámosle con mano firme ``no gracias'' al entrañable pollo o a Hawa que hoy responde al nombre de Margarita de Orellana.