MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Lazos de sangre
Para Rodrigo García S.
Esta mañana volvió el hombre del automóvil amarillo. Se ve que realmente desea encontrar una casita que además le pueda servir de consultorio. Lo dijo desde la primera vez que entró en mi taller. Le advertí que no hay ni siquiera cuartos en renta: ``Lástima. me hubiera encantado mudarme. Aquí se respira tranquilidad: lo que todos queremos'', respondió mientras yo preparaba mi herramienta.
El hombre es bastante mirón. Enseguida se dio cuenta de que entre nosotros hay algo especial: ``¿Le parece?'', pregunté, agachado sobre el motor. ``Sí, luego se nota la cordialidad. Es como si todos fueran de la misma familia''. No supe qué contestarle pero me apresuré a terminar la reparación. ``Lastima. Ya puede irse.'' Con la paga me entregó su tarjeta: Mario Salas. Dentista.
Cuando abordó su coche me quedé mirándolo para asegurarme de que se iría. El alivio desapareció cuando vi que se echaba en reversa y, asomado por la ventanilla, me gritaba: ``Allí está mi teléfono. Si sabe de algo, avíseme. Yo procuraré darme mis vueltas. Seguido paso por esta zona''. No me quedó más remedio que ser amable: ``Como quiera. Nomás acuérdese de lo que le dije: de aquí no sale nadie''. Eso es verdad, pero no dudo que muchos tengan, como yo, el deseo de agarrar sus cosas y largarse. Si no lo hacen es por la misma razón que me tiene clavado a esta colonia: miedo de que haya investigaciones y para lavarse las manos digan: ``Fue Eduardo, el de la refaccionaria. Por eso dejó de vivir aquí''.
Es injusto que ahora que conozco su nombre siga llamando a Mario ``el hombre del automóvil amarillo''. El día en que reapareció entró en mi taller como si nos conociéramos de toda la vida. Me dijo que iba a La Montañesa y que había decidido detenerse para ver si de casualidad alguna casa estaba en renta. No creí que se hubiera desviado tanto sólo para ver si de casualidad... Enseguida pensé: ``Este viene a investigar''.
Cuando me pidió el teléfono para hacer una llamada aproveché para decirle a mi hija Leonor que se fuera por Pascual. Llegó volando, dizque a pedirme unas pinzas. Luego, con mucho disimulo, le preguntó al fuereño qué lo había traído por nuestros rumbos. Mario repitió lo que me había dicho y Pascual también procuró desanimarlo: ``No sabe lo que dice. Nuestra colonia está lejos de todo, hay poco transporte y las lluvias son tremendas. En muchas calles no tenemos pavimento y se encharcan. Ha habido temporadas en que se nos inundan las casas''.
Pascual y yo nos quedamos en la puerta hasta que el automovilito desapareció: ``¿Cómo lo viste?'' ``Me pareció sincero --respondí--, pero con el cuadro que le pintaste no creo que vuelva a presentarse por acá.'' Me hubiera gustado sentirme tan tranquilo como aparenté, pero la verdad es que siempre que llega algún desconocido me quedo bien preocupado. Más tarde se lo dije a Delia, mi mujer: ``Si nadie ha dicho nada, es difícil que se sepa''. ``¿Y si alguien dio el pitazo?''
Esta mañana, cuando reapareció el automóvil amarillo, pensé: ``Sí Mario me sale con el cuento de que iba de camino a no sé dónde y se detuvo a ver si de casualidad se alquila una casa, ya nos fregamos''. Por fortuna, cuando le pregunté a qué debía su visita me dio otra contestación: ``Estuve pensando. Me acordé que al lado tienes un cuarto grande. Réntamelo. Con una arregladita que le diera podría servirme de consultorio. Les hace falta. La señorita que atiende la farmacia me dijo que cuando quieren ver un dentista tienen que bajar hasta Las Peñas. les queda lejísimos''. Rápido le respondí que ese cuarto iba a utilizarlo para trabajos de hojalatería y pintura.
Mientras Mario estuvo en el taller fueron apareciendo algunos vecinos dizque para saludarme. Sus atenciones eran sólo un pretexto para saber si había motivo de preocupación. Mario, desde luego, lo interpretó como un gesto de cordialidad: ``Es algo que ya no se ve en otras colonias. La gente no se conoce o no se saluda; anda con miedo. Es natural: en estos tiempos nunca sabes a qué horas vas a toparte con un ladrón o con un asesino''.
Me quedé callado por temor a que se me notara la voz temblorosa. Mario siguió hablando: ``La ventaja es que todos ustedes se conocen. Por eso sigo teniendo la impresión que tuve la primera vez que por casualidad llegué aquí: uno siente que ustedes están muy unidos, como si fueran de la misma familia''.
No se equivoca: a los que vivimos en esta colonia nos unen lazos de sangre.
Todo sucedió un lunes por la tarde. Me quedé sin cigarros y le pedí a mi mujer que fuera a comprarme un paquete. Regresó despavorida: ``Un tipo entró en el estanquillo de Luisa: le agarró todo el dinero y quiso violarla''. Salimos corriendo. Cuando llegamos a la tienda había muchos vecinos, todos alarmadísimos de que hubiera ocurrido otro robo: ``Esto es a diario. Ya trabaja uno sólo para mantener ladrones''.
El marido de Luisa, Pascual, llegó tomado. Al enterarse de los hechos se puso como loco y quiso pegarle a su mujer. Ella le reclamó: ``Si hubieras estado aquí en vez de andar emborrachándote... Cínico: quieres desquitarte conmigo cuando deberías ir tras el ladrón''. Pascual se engalló: ``¿Cómo era el tipo?'' Luisa tardó en contestarle: ``No pude fijarme. Era más alto que yo, de pelo lacio y traía camisa azul''.
Antes de salir Pascual agarró un martillo. Intenté detenerlo: ``Espérate. Nosotros lo buscamos. Tú estate aquí, por si vuelve, y mientras llamas a la patrulla''. Mi propuesta lo enfureció y provocó muchas quejas en contra de la policía. Zaula, que jamás habla de sus problemas familiares, se atrevió a decir: ``A mi chamaca, que está esperando un niño, la violaron. Lo denunció ante unos patrulleros. ¿Sabes qué le dijo el que iba manejando? `Eso te sacas por andar de provocativa''. Fue suficiente. Iniciamos la persecución.
El hombre de la camisa azul nos llevaba minutos de ventaja, pero tenía en su contra el desconocimiento de la zona: todas son pendientes y la única salida es la calzada. Por allí subimos Pascual y yo. Quería estar cerca para ayudarlo y vigilarlo: es muy violento.
Los demás vecinos, en grupos, se dispersaron después de conocer la estrategia: ``El que lo vea que silbe dos veces''. Ibamos por el rumbo de La Curva cuando oímos la contraseña. Pascual tomó una piedra. Yo y la gente que enseguida se nos unió hicimos lo mismo. Nos justificamos: ``Por si el tipo va armado''.
Pascual fue el primero en verlo. Le ordenó detenerse. El desconocido se volvió a mirarnos. Alcancé a ver que sonreía y se alisaba el cabello negro. Luego debió advertir el peligro porque echó a correr. Fue inútil: las piedras que arrojamos con furia le dieron alcance: primero en la espalda, luego en la cabeza, después no sé dónde. Sólo recuerdo el momento en que el cuerpo ensangrentado rodó cuesta abajo hasta que se detuvo al chocar contra un árbol.
Mirándonos en silencio, dejamos caer las piedras que aún teníamos en las manos. Pascual empezó a descender la cuesta. Lo seguimos hasta rodear el cuerpo que, bocabajo, tenía la mano izquierda hundida en un charco. ``¿Estará muerto?'' No hubo tiempo de escuchar la respuesta. Sólo oímos a Luisa cuando, de rodillas, gritaba: ``No es él, no es él. El hombre que me atacó tenía el cabello rojo''.
Desconcertados, permanecimos mucho tiempo mirando el cuerpo, con la esperanza de que diera alguna señal de vida y nos liberara de un peso terrible. La espera fue inútil, tanto como el sacrificio que nos convirtió a todos en asesinos. Empezaron las medias palabras, las recriminaciones hasta que al fin decidimos hacer lo único posible: sepultar al desconocido y con él nuestro secreto. Es el lazo de sangre que nos une.