Es un hecho que unos a otros nos leemos poco, si es que nos leemos. Echamos un vistazo a las primeras páginas de los libros de colegas de nuestra edad, cercanos y no cercanos, y decidimos cuál vale la pena y cuál no. Pero no nos detenemos mucho tampoco en los que suponemos que tienen algo que decir y que han ido encontrando la manera de decirlo. Para conocerlos y juzgarlos, decimos, están los críticos. En parte justifica nuestro desapego el que nosotros mismos sigamos preparándonos, y es cierto que el tiempo que tenemos preferimos ocuparlo en lo nuestro, que es, que debe ser, leer a los clásicos. Si es así, bien. Pero, ¿qué sucede con el trabajo bueno e incluso excelente de algunos escritores a nuestro alrededor? Dejarlo en manos de los críticos y de los profesores, ¿no es un desperdicio? Lo es, especialmente cuando el trabajo es bueno, pues en este caso, salvo excepciones, los críticos y los profesores tampoco se ocupan de él.
Una de estas excepciones es la obra de Alberto Ruy Sánchez. Alberto Ruy Sánchez ha escrito poesía, ensayo literario y ensayo académico; también narrativa. Su trabajo ha sido reconocido en México, su país, y en el extranjero. Sin embargo, me atrevo a suponer que lo ha sido más por la entusiasta personalidad del propio Ruy Sánchez que debido a que, quienes lo reconocen, conozcan bien y sepan apreciar eso que ha escrito. Si editores, críticos y profesores mundiales dieran a trabajos literarios como el de Ruy Sánchez valor, ¿no cambiaría la axiología del gusto en el mundo; no se elevaría el nivel cultural?
Basta repasar aun ligeramente los temas que Ruy Sánchez ha abordado en sus diferentes libros para entender lo que digo: es más, no voy a enunciar dichos temas, pues parecería una enumeración caótica. Y es esto lo que quiero decir, precisamente. Como intelectual que es, ha repasado todos los temas; pero como verdadero intelectual, al aproximarse a ellos les ha aplicado la facultad distintiva del verdadero intelectual. Me refiero al pensamiento. Ruy Sánchez ha pensado sobre lo que ha escrito. Contrario a una actitud más socorrida, que consiste en repetir lo que han pensado otros, Ruy Sánchez, a riesgo de equivocarse, de provocar a éstos o a aquéllos, ha pensado por sí mismo y ha escrito lo que ha pensado. Lo cual, bien visto, asusta, y suele ser rechazado.
Pero estas cosas tienen que ver con él en calidad de intelectual, y hoy más bien quiero detenerme en él como narrador. Sucede que desde 1987, cuando leí Los nombres del aire, me intrigó su interés por el mundo árabe, mundo que, es sabido, constituye el aliento que recorre aquella primera novela. Todos tenemos derecho a interesarnos en lo que queramos; pero, ¿no resulta extraño que un autor de México se interese en lo árabe al grado de crear una ciudad árabe y poblarla? O, mejor dicho, ¿no será que lo extraño es otra cosa, y que ésta consista, no en el interés que pueda tener un autor en algo, sino en el efecto que dicho interés produzca en el lector de ese autor? Pues, tras reflexionar, no me quedaba más que admitir mi asombro ante la capacidad de Ruy Sánchez para haberme transmitido una fantasía con el peso de una realidad. Al leer Los nombres del aire me pareció que leía una vivencia; no un producto de la imaginación. ¿Cómo había conseguido el autor convertir su fantasía en realidad? ¿De qué manera me había hecho creer que llevaba en la sangre algo que le era ajeno y desconocido? ``En eso consiste el talento'', se me diría. Pero un escéptico sabe que detrás del más grande de los talentos hay gato encerrado o no hay nada. Suspendo el juicio; pero impongo los cinco sentidos.
En todo caso, confieso que leí En los labios del agua en busca del gato, e informo que fui recompensada. Pues según esta nueva narración, nuestro autor es árabe. No voy a adentrarme en el complejo desarrollo de las justificaciones que lo llevaron a encontrar sus orígenes en el mundo árabe; pero sí querría entretenerme en una nueva interrogante: Al emprender la escritura de Los nombres del aire, ¿sabía Ruy Sánchez que se enaminaba al encuentro con su propia identidad? ¿Se entregó a una fantasía árabe; o se dejó atraer y llevar a ciegas por la fatalidad?
No sé si Alberto Ruy conoce las respuestas; pero si a estas dos aproximaciones siguen otras dos, y si una, la penúltima, está regida por el fuego, y la siguiente, o última, por la tierra, sus lectores las iremos conociendo. Y él, de paso.
Nos leemos poco, unos a otros. Algunas veces hablamos de algunos como si los hubiéramos leído. Hablamos bien, o hablamos mal, según; según tantas cosas, quiero decir. En ocasiones, nos mueven a hacerlo razones ajenas a los libros que, digo, apenas si conocemos; en otras, partidas de lecturas que no sabemos evaluar. Decimos que éste o aquél o el de más allá es un gran libro, y no sabemos por qué lo decimos, porque no sabemos qué es un gran libro, mucho menos si éste lo es o qué es y por qué. Pero quiero decir que hay excepciones; y que a veces nos leemos y sabemos lo que decimos, como ahora, que hablo de una excepción.