El 12 de octubre, una fecha que en Estados Unidos se asociaba tradicionalmente a los festejos de la comunidad italiana, tiene desde ayer una nueva significación en ese país: la de la vieja lucha de los inmigrantes latinoamericanos -y mexicanos, en particular- por ser considerados seres humanos plenos y ciudadanos con derechos y obligaciones.
En Estados Unidos, las comunidades formadas por personas procedentes de México y de otros países al sur del río Bravo se han debatido desde siempre en un desequilibrio entre su importante peso económico -como trabajadores, como consumidores, como empresarios- y su casi nula influencia en el ámbito de las decisiones políticas, tanto en el terreno federal como en los estados y los condados.
Esta falta de influencia y de representación política constituye un terreno propicio para que se desarrolle una de las más inhumanas e indignantes paradojas de las muchas que existen en la sociedad del país vecino: la economía estadunidense requiere de los inmigrantes para ser competitiva frente a Europa y Asia, pero los cuerpos policiacos estadunidenses los tratan como a criminales peligrosos
Estados Unidos no sería la nación que es sin el aporte cultural de los latinoamericanos, pero éstos son víctimas de una nueva oleada racista que se expresa inclusive en altos niveles de la vida política estadunidense.
Tradicionalmente, las comunidades de origen hispanoamericano han vivido, para colmo, una historia de divisiones y fracturas, de atomización de sus organizaciones y de mediatización sistemática de sus luchas y reivindicaciones. El ejemplo más claro es el de los caribeños de la Costa Este y los mexicanos y centroamericanos de California. Ambas comunidades hablan el mismo idioma y poseen culturas semejantes, pero en el mapa político, económico y social de Estados Unidos ocupan posiciones por demás distantes.
En este contexto, la enorme marcha que se realizó ayer, 12 de octubre, frente a la Casa Blanca, es un precedente histórico alentador en varios sentidos: porque fue la primera ocasión en que las comunidades latinoamericanas hacen un acto de presencia de esa magnitud en la capital estadunidense; porque se trató de una manifestación organizada por y desde las bases, prescindiendo de los burocratizados y mediatizados organismos nacionales de la representación latina; porque fue una acción con espíritu unitario y porque se insistió en vincular las reivindicaciones de los hispanoamericanos que viven al norte del río Bravo con las de los sectores populares que, al sur de esa frontera, buscan cambiar el orden neoliberal que se ha abatido sobre la región y contrarrestar sus nefastos resultados sociales, políticos y económicos.