Viajo a Panamá invitado por Rolando Murgas, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Panamá. Me pide Rolando, amigo de siempre, que trate el tema de los límites de la flexibilización en el derecho del trabajo, quiere decir, cuáles son las alternativas de la disciplina de adaptarse a las muy difíciles circunstancias actuales, sin que el derecho del trabajo deje de serlo. Aunque conserve el nombre.
Escribo en la casi madrugada del jueves, listo para ir al aeropuerto, con una escala previa en mi clase de derecho civil en la División de Estudios Superiores de mi Facultad. Me tocará el turno mañana. Para ustedes, hace dos días. Y volveré a casa el sábado. Es como viajar a Tijuana: tres horas.
He preparado mi ponencia por escrito aunque, por supuesto, no la leeré. Salvo en circunstancias en que el discurso obligue a una lectura (v.gr., como ocurre en esas ceremonias tan visibles ahora en el televisor en las que cierra el acto una intervención presidencial y que, por supuesto, no me tocan), no creo en las conferencias leídas por otros. Para eso me consigo la copia y la leo tranquilo, y si es en casa, relajado y con una copita al alcance de la mano, mucho mejor.
Muy pocas veces he leído una conferencia. Ultimamente sólo dos: hace un par de años, invitado por la American Bar Association, en ocasión de su reunión anual en New Orleans y este mismo año en Bolonia, Italia. El problema es que en ambos casos intenté hacerlo en el idioma local. La lectura ayuda cuando no los domina uno.
El tema no me ha resultado fácil. Porque, aunque de moda, el problema está en determinar esa sutil frontera que se establece entre la productividad, palabra de notable ímpetu empresarial, y la desaparición de los derechos de los trabajadores al grado de que en vez de tutelarlos, la ley desvía sus propósitos y tutela a los patrones.
Ese fenómeno, sin embargo, tiende cada vez más a desregular, quiere decir, a volver a las viejas mañas del liberalismo y sus ideas precarias de la igualdad que condujeron, y se pretende que lo vuelvan a hacer, a un contractualismo sustitutivo de la ley que no puede ser más que injusto en las relaciones entre desiguales. No desiguales en condición humana sino en capacidad económica, y muchas veces, particularmente con los obreros, en diferencias notables en preparación cultural. La desregulación suprime las reglas. La flexibilización las adapta a las circunstancias y más que suprimir derechos, cancela comodidades: cambio de puesto, de turno, de horario, de lugar de trabajo, etcétera.
También hay, y tal vez sea la más importante, flexibilización en la duración de la relación de trabajo: proliferación de contratos temporales frente a la pretensión laboral de la continuidad y la estabilidad, y es quizá en ese terreno donde funciona con más intensidad y, a veces, con razones de sobra. Las mayores reformas laborales, curiosamente iniciadas en Panamá en 1981, son en ese sentido.
Panamá significa mucho para mí. Mi padre fue catedrático, decano y además director fundador de un Instituto de Derecho Comparado de su Universidad. Su presencia en Panamá obedeció, desde luego, a razones económicas. Para un profesor universitario, los salarios de nuestra Escuela Nacional de Jurisprudencia no alcanzaban para nada. Como ahora. La carga familiar exigió el viaje.
Muchos años después de su muerte, en 1946, visité por primera vez Panamá y viví la emoción de conocer la biblioteca de la Facultad de Derecho que desde entonces lleva su nombre. Después he ido con frecuencia, siempre con compromisos académicos. Ahora agrego la curiosidad de vivir, aunque sea brevemente, los preliminares de la recuperación para Panamá de la zona del Canal. Los nombres de Carter y Torrijos vuelven a estar de moda.
Y, además, la ciudad de Panamá es muy bella.