Más de 800 municipios, en 20 estados, son el territorio indígena de este país (pero hay indígenas en otros lugares; en el DF son más de 400 mil, muchos casi recién llegados).
Se dice que los indios de México integran 56 etnias o pueblos, número igual al de los nombres oficialmente reconocidos de sus lenguas. Si la burocracia supiera el significado de etnia y pueblo y se detuviera ante cuestiones tales como la autoidentidad, todos sabríamos que son más. Su territorio ancestral es el que les dejaron los conquistadores y los liberales decimonónicos: conforman las regiones de refugio, reservaciones jamás controladas por los indios, convertidas en apartheid desde que en todo el país han sido cercadas por el Ejército.
Se dice que los indios de México son unos nueve millones: los que el censo registra como mayores de cinco años hablantes de alguna de sus lenguas. Sin duda esta cifra es engañosa: las omisiones censales en territorio indio son enormes, y a menudo es estigmatizante declarar que se habla un idioma cuya posesión supone una jerarquización social opresiva. Y también hay muchas otras personas, quién sabe cuántas, que se reconocen como indígenas y así son reconocidas por sus comunidades indias, aunque el censo no las cuente.
Esta humanidad reclama con fuerza creciente su derecho a la diferencia, y se abre nuevos espacios para combatir la desigualdad y el dominio fundados en esa diferencia. La resistencia de los indios se inició desde que unos pueblos fueron sometidos por otros y luego por los conquistadores. En los últimos años, ha cobrado las formas más modernas de la construcción política, con el reconocimiento y el ejercicio cada vez más amplio de derechos específicos. México ha podido prescindir de los indios, ignorarlos en el ``pacto federal'', anular todo espacio jurídico para su existencia y su desarrollo autónomos. Lo más que les dio el nacionalismo revolucionario a cambio de utilizarlos como fuerza de trabajo barata o gratuita y como votos amarrados, fue un tratamiento asistencial --paternalista y despótico-- para incluirlos en el elenco de supuestos incapaces y marginados del artículo 4o. constitucional (en el que se hallan ni más ni menos que las mujeres).
En el silencio y la paciencia los indígenas se abrieron camino y hoy edifican el lugar, que nadie les regalará, para no quedar nunca más ausentes de México.
La foto de Raúl Ortega (La Jornada del miércoles) muestra el estado actual de esa lucha de más de 500 años: quienes representan a los indios y a las indias de México en su Congreso Nacional, inician su acción de rodillas, al pie de la bandera, con expresiones de resignación y espera. Es el pasado vigorosamente presente en la vida mexicana: el discurso político y la reivindicación de derechos se elaboran, en la ritualidad cristiana impuesta a los sometidos, invocando lo sobrenatural y lo tricolor. Al mismo tiempo (La Jornada del jueves, nota de Rosa Rojas y Matilde Pérez), la representación indígena declara que actúa mientras el territorio indio está ocupado militarmente, y sus trabajos son protegidos por el primer cinturón de paz formado fuera de San Cristóbal y San Andrés.
La nota citada y la foto de Omar Meneses del mismo día, exponen otro nivel de esa misma resistencia: la palabra de las mujeres en el Congreso marca la dimensión de su modernidad: nunca más una lucha democrática sin las mujeres. Por otro lado, casi invisibilizados por la gráfica que exhibe el presunto cráneo de Muñoz Rocha, Marcos y Ramona (sin cursivas: son sus nombres y todas las generaciones los llamarán así) inician el rompimiento del sitio militar de las regiones indias.
En 1994 los zapatistas aseguraron que llegarían al Ajusco. La metáfora, verdadero programa político, no se refería a ese puñado de ciudadanos y ciudadanas rebeldes, sino a quienes permanentemente se les expropia su intervención en las decisiones que conciernen a todos y en la aplicación de esas decisiones en la cotidianidad ciudadana.
El Congreso indígena es una materialización de ese programa. La presencia de la comandanta Ramona, mujer inerme, solitaria, firme en su agonía, define la subversión de la paz, de la democracia (de la democracia genérica) y de la dignidad reivindicada por los indios: la paz, la democracia y la dignidad de cuantos habitamos en territorio mexicano y que presuponen una reforma del Estado auténtica y radical. Hoy es definida por mujeres e indios.
Nuestros gobernantes ya podrían comenzar a percibir de qué se trata.