Los tiempos de crisis suelen ser también tiempos de símbolos. Cuando las palabras se desgastan hasta ya no decir nada, cuando todo parece haber sido dicho y su repetición resulta dispendio, cuando la credibilidad de las instituciones ha quedado destruida y cada nueva declaración suya induce a sospecha, los símbolos empiezan a tomar forma, a adquirir poderes mágicos y a veces terribles, hasta influir en la sociedad y hacer que los hombres se aferren a ellos en verdaderos actos de fe, como recursos últimos de la esperanza.
No nos extraña, entonces, la generación de nuevos símbolos; involuntaria o escasamente pensada en algunos casos, inteligente y bien direccionada en otros, formando parte de la realidad que vivimos.
Uno trivial y dramático ha sido introducido por la Procuraduría de Justicia: mostrando un cráneo humano extraído de una bolsa de plástico quiere convencernos, sin decirlo, de sus esfuerzos incansables por aclarar los crímenes políticos que han sacudido al país. Al hacerlo utiliza el viejo símbolo de la muerte y, sin ser éste su propósito, le asocia un nuevo significado, el de la corrupción, simbolizado antes por una caja de documentos llegados de Tabasco.
El cráneo, icono de la muerte, simboliza también el resultado final, único y despiadado de un sexenio, de lo que queda de él, de sus efectos. Es un símbolo fuerte que irá permeando todo el tejido social, para decirnos lo que ya no puede seguir siendo, una lección terrible para todos.
El otro símbolo lo produjo Ernesto Zedillo --no sabemos si en forma consciente o inconsciente-- al aparecer en su reciente viaje a Chiapas enfrente de un enorme avión militar, idéntico a los utilizados por los marines de Estados Unidos durante sus múltiples invasiones punitivas.
Se trata de un claro símbolo de violencia y represión, de la fuerza que puede ejercer de manera irrestricta un hombre que en su tiempo comprometió la paz al voto de los mexicanos; un símbolo que se refuerza con otros de tanques y soldados recorriendo los caminos de México ante la mirada campesina de resignación y amargura. Un Presidente, un avión, una forma triste de buscar la paz. Un símbolo que hace innecesarias las palabras y aparenta confundirse con un mensaje de apertura y diálogo, perfeccionado en la idea de los vehículos armados que pretenden parecer matorrales inofensivos, ante la presencia de enemigos supuestos.
El tercer símbolo es el que nos ha enviado el Ejército Zapatista con la comandanta Ramona, un símbolo de fragilidad y de determinación al mismo tiempo, un símbolo que concretiza a la población indígena, débil, enferma, menguada y al mismo tiempo resuelta e invencible. Con ella nos muestran, y muestran al gobierno nuevamente, la ventaja con que nos superan, la dimensión de su lucha social.
Me imagino estos símbolos contrapuestos, enfrente uno del otro, y veo a Ramona, pequeña indefensa, sola, y luego al Presidente rodeado de tanques y cañones y soldados con armas insospechadas, tratando todos de detenerla. Y veo a un hombrecillo turbio llamado Galio, exigiendo que se cumpla y se haga cumplir la ley, y toda esta fuerza aparece inútil, porque los símbolos a veces suelen ser invencibles, y enfrentarlos resulta grotesco.