Se habla mucho de la tecnocracia y de su incapacidad para gobernar y entender los problemas sociales. Su aparición procura justificarse por la complejidad del aparato productivo moderno, y en general de la sociedad actual, que requiere como directivos a profesionales que puedan hacerse cargo de las complicadas decisiones de la política, la administración y la economía del mundo contemporáneo.
Es verdad que el Estado y las organizaciones productivas han recurrido de manera creciente al auxilio técnico de los especialistas. Y que las burocracias y tecnocracias han penetrado los cuerpos directivos de las empresas y el Estado. Lo que no resultó cierto es la supuesta ``asepsia'' ideológica de los tecnócratas --como lo habían anunciado sus apologistas--, ya que los técnicos están sometidos a las decisiones de los intereses dominantes en la política y en la economía. Más aun: la tecnocracia --por ejemplo en un país como México--, cuando ocupa la dirección del Estado, en realidad simplemente se coordina y arregla con los intereses del capital financiero, nacional e internacional.
No es extraño: el saber ``técnico'', aun cuando no lo admita la limitación intelectual de los expertos, está vinculado con la historia y con el conflicto social. El conocimiento, incluso el que parece más ``neutro'', es también ideológico, ya que objetivamente participa en el conflicto social en favor de unos y en contra de otros. Karl Manheim demostró brillantemente lo anterior desde la década de los 20, para no hablar de Georg Lukács.
La observación tan repetida de que ``nuestros'' tecnócratas se formaron en universidades estadunidenses, con mentalidades que corresponden a otros universos de interés, y que inclusive conocen limitadamente la historia del país, no es ingenua ni errónea.
En las universidades estadunidenses prevalece el saber que corresponde a los intereses de esa potencia y se dirige a la defensa y predominio del sistema de intereses de la misma. Ocurre entonces que nuestros tecnócratas --formados en la orientación neoliberal que conocemos--, se han vinculado entre sí y tienen en sus manos la dirección de la política y la economía de este país. Hay otros técnicos y hombres de saber, por supuesto, pero no parecen tener oportunidades de participación en las decisiones: el neoliberalismo se erigió en dogma y en teología, y todo el resto está excluido y segregado, reprobado, como dijo el presidente Zedillo en marzo de 1996.
Para los tecnócratas la función política y social es eminentemente administrativa; por eso su racionalidad, a los propios ojos, es siempre ``evidente'' e ``indiscutible''. Para ellos sólo hay ``una verdad'': la propia.
Así, para ellos los movimientos de la realidad social y política son algo incomprensible y perturbado. ¿Su reacción ``ordenadora'' de las contradicciones y conflictos?: el autoritarismo.
El oficio de los ``tecnócratas'' consistiría esencialmente en limpiar las zonas ``confusas'' de la vida social, librándolas de sus contaminaciones desordenadoras. Por supuesto, su ``percepción'' de los acontecimientos es ``inmediatista'' y se ostenta como ``pragmática'' y ``realista''. Y es inevitablemente autoritaria, ya que la ``administración'' de lo desordenado los conduce necesariamente al mando sin consulta, a la imposición sin apelación, o en el mejor de los casos a la manipulación de los factores más inmediatos para hacerlos encajar en su proyecto y arreglo.
Su política, puesto que tienen en sus manos la ``verdad objetiva'', se sitúa en el extremo opuesto del consenso, de la política democrática, de la política que construye difícilmente a partir de voluntades divergentes pero en las cuales se busca la coincidencia. Esto último cae fuera de su función: es la exacta contraria de su tendencia ``natural'' y espontánea. La democracia se detiene ante al escritorio de los tecnócratas y no entra en sus cálculos .
Para la tecnocracia la historia es una entidad ``fija'' y petrificada. Los procesos históricos --los conflictos sociales, las luchas por ideas, las demandas y reivindicaciones--, o no son vistas, o no tienen a sus ojos relevancia (es un remoto ruido de cascajo, el bla-bla-bla de la opinión pública), o simplemente se consideran elementos ``espurios'' que distorsionan su visión fundamental y su función: coordinar y ordenar, dirigir y guiar, esclarecer y definir sin apelaciones. Su función política y social --repetimos-- no tendría como propósito crear consensos democráticos, sino indicar autoritariamente el único camino de su infalible razón técnica y especializada.
(Por supuesto, cualquier semejanza de esta descripción con la realidad es mera coincidencia.)