Hace ya algún tiempo, que en el lugar en donde escribo mis artículos para La Jornada, tengo mis libros de derecho, preparo mis clases y atiendo a los pocos clientes que todavía me buscan como abogado; se encuentra en la colonia Condesa, arriba de la prestigiada de antaño, nevería Roxy, y enfrente del templo de Santa Rosa de Lima al cuidado de padres dominicos.
Después de 25 años de haber estado en el centro, en el piso 21 de un edificio ubicado, primero en San Juan de Letrán, después y sin cambiar de sitio en Lázaro Cárdenas, y cuando el cardenismo se hizo peligroso para el gobierno en el Eje Central, vine a la Condesa, a una esquina de dos calles con camellón, con abundante verdor a la vista de todas mis ventanas, rodeado de un ambiente activo pero no tumultuario ni febril, como el de Independencia y el Eje, lo que me agradó sobremanera.
La Condesa, barrio o colonia que debe su nombre a la hacienda cuyo casco, reformado pero aún con sus rasgos porfirianos inconfundibles, es ahora sede de la embajada rusa. Ha tenido además bien ganada fama de lugar de artistas e intelectuales, con algunas calles recorridas en las horas posteriores al atardecer por prostitutas tranquilas, de edad más que mediana y hasta amigas del vecindario. Es un lugar en el que se puede vivir todavía con cierta paz y sabor, a pesar de asaltos esporádicos y accidentes de tránsito provocados por la impericia coincidente en tiempo y espacio de dos manejadores impacientes.
Sus restoranes, como El Tío Luis (el del mal nombre decían algunos ex panistas), el Sep, uno griego pequeñito, otro de comida húngara y algunos más, tienen su bien ganada fama y personajes de la política y del mundo de las letras se pueden ver por ahí y pueden ellos estar tranquilos disfrutando de un buen trago y no menos buenos platillos, sin interrupciones impertinentes.
En los camellones, amplios y cuidados, las únicas instalaciones comerciales aceptadas por vecinos y autoridades, son unos puestos de flores, bien surtidos, que dan su toque de color y alegran la vista.
Pero de pronto, proliferaron nuevos establecimientos de comida y bebida, que se caracterizaron por salirse a la calle; al estilo de otras grandes ciudades, sacaron mesas y sillas y pervirtiendo la vieja tradición de los portales pueblerinos, levantaron toldos y prolongaron marquesinas y con ellas techaron las banquetas; para resguardar el territorio conquistado, construyeron amplios maceteros y colgaron, para proteger a su clientela del viento y de la lluvia pero también de viandantes impertinentes y de pordioseros y pedigüeños, gruesos plásticos en la vía pública en una ampliación arbitraria de la propiedad privada.
Para comodidad de los comensales, contrataron jóvenes acomodadores de coches y con ello, avenidas y calles se transformaron en estacionamientos rivales del imperio de Sarquís. Prostitutas más jóvenes, músicos ambulantes, vagos, vendedores de chucherías, travestis y otros ejemplares del folclor urbano, llegaron por su cuenta y, entre todos, trastocaron la tranquilidad del rumbo y los vecinos protestaron. En esta columna escribí algo al respecto hace unos meses, pero parecía que nadie hacía caso. La invasión continuaba a ciencia y paciencia de la delegación Cuauhtémoc hasta que de pronto, un día, por esa ley del péndulo que caracteriza al sistema mexicano, de la tolerancia total, probablemente bien pagada, se pasó de golpe y porrazo a la intolerancia violenta y arbitraria: llegaron intempestivamente camiones de carga, minibuses llenos de personajes que recuerdan a los gorilas de Manterola de infausta memoria, y muchos civiles con radios portátiles y mirada huidiza y arrasaron con toldos, maceteros, instalaciones y soportales. La autoridad, hasta cuando hace algo bien, lo hace mal.
Era necesario aplicar la ley; no se debió tolerar la proliferación de los abusos y excesos, pero hacer las cosas como se hicieron con lujo de fuerza, exceso de personal, con aparato intimidatorio, tampoco.
En fin, la lucha por la Condesa continúa; los vecinos quisiéramos buenos lugares, cafés sobre las aceras, pero no al extremo de cerrarlas y estorbar y complicar. A los restauranteros les dieron la mano y se tomaron el pie.