Hace medio siglo, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Entre otras cosas, se asienta en tan importante documento el derecho que toda persona tiene a la seguridad social, a gozar de un nivel de vida que le garantice, junto con su familia, la salud y el bienestar.
En reuniones posteriores se reafirmó la importancia de la salud y los programas que la hacen posible como requisito para el desarrollo. En nuestra Carta Magna se asienta el derecho a la protección de la salud, concepto reafirmado por el gobierno en diversos tratados internacionales, comprometiéndose además a buscar el más alto grado de bienestar físico y mental del individuo. En alcanzar esos logros, el papel del Estado es clave y debe considerar la equidad, el acceso y la utilización real de los servicios, su calidad y eficiencia y las formas de financiamiento, subsidio y cobro. No se trata de reducir la salud a la atención clínica de quienes padecen alguna enfermedad, sino de abarcar a toda la sociedad por medio de la prevención y la promoción.
México muestra una lenta transición epidemiológica pues siguen siendo azote la enfermedad y muerte por padecimientos infectocontagiosos típicos de la pobreza, mientras se incrementan las enfermedades crónico-degenerativas, la violencia y la drogadicción que distinguen al mundo industrial. Las estadísticas señalan que los riesgos y carencias y la menor atención de los servicios de salud se centran en los grupos de población con menores recursos, más discriminados social y políticamente. Eso ocurre en Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Guanajuato, Hidalgo, Puebla, donde hay un promedio mayor de enfermedades infecciosas y parasitarias y de afecciones perinatales. También sobresalen por sus déficits de agua potable, alcantarillado y educación. Este último renglón es un factor de riesgo de suma importancia para enfermar y morir.
Hay grupos que por sus carencias se distinguen del resto de la sociedad. Es el caso de los 9 millones de indígenas, los más pobres entre los pobres. Hoy que existe más conciencia de su marginalidad y la injusticia que los rodea, es claro que se requiere un esfuerzo colosal a fin de disminuir abismos. Por ejemplo, el 75 por ciento de la población indígena padece algún grado de desnutrición; en Yucatán, cuna de una de las civilizaciones más asombrosas de la humanidad, la elevada desnutrición es origen de una generación perdida : 10 mil niños en edad escolar (el 60 por ciento del total) de 40 municipios tienen niveles de desarrollo tan bajos que los marcará desfavorablemente por el resto de su existencia.
Las principales causas de enfermedad entre los indígenas son de origen infeccioso. En atención médica, hay 0.08 galenos por cada mil indígenas, mientras el promedio nacional es de 1.3; existen 0.06 camas hospitalarias por cada mil contra 1.1 del promedio del país. En los municipios indígenas de seis entidades no hay camas para atender a los pacientes. Cabe advertir que el gasto nacional en salud no asciende ni siquiera al 4 por ciento del Producto Interno Bruto, uno de los más bajos del continente, cuando lo mínimo recomendado es 7 por ciento. La debacle económica, las carencias ancestrales y las nuevas que se agregan por el aumento de la población, evidencian que los presupuestos asignados al sector salud para sus servicios básicos no son los requeridos. Por ejemplo para medidas preventivas, valoradas por su efectividad y su redituable costo-beneficio. Por ello no faltan quienes cuestionen que haya aumentado sustancialmente el número de usuarios, las consultas, las intervenciones quirúrgicas y los partos atendidos. O la crisis hizo el milagro de volvernos eficientes (algo que a veces se premia con recortes presupuestales), o estamos ante una baja en la calidad de la atención que se presta.
Es evidente la necesidad de un cambio sustancial en el sistema
nacional de salud, víctima de los vaivenes sexenales y la rotación de
funcionarios. Y en los últimos lustros, de un modelo económico que
agudizó las condiciones de vida de millones de personas olvidando el
objetivo fundamental de prevenir las enfermedades, curar a los que
necesitan de atención médica y cubrir las carencias y demandas de la
población. De todos estos asuntos se habla en el libro de la Comisión
Nacional de Derechos Humanos, que se presentó ayer en la sede de dicho
organismo.
En esa tarea deben sumar esfuerzos el sector oficial y el
privado. Pero también exige voluntad política que descanse en la
participación democrática de la población y la coordinación de las
distintas instancias públicas, a fin de acabar con el divorcio entre
las necesidades ciudadanas y las prioridades gubernamentales, a veces
dirigidas a acrecentar la riqueza de unos pocos y no el bienestar de
muchos. En fin, pasar del discurso a la acción, y de los anuncios
espectaculares a la consistencia en la infraestructura en salud.