Ruy Pérez Tamayo
Ciencia e incoherencia humana

Una de las formas como puede contemplarse a la educación es como un mecanismo para modificar el comportamiento. No me complace la costumbre de usar ``entrenamiento'' como sinónimo de educación, en primer lugar porque me sabe a anglicismo y en segundo porque se refiere en especial al adiestramiento físico (humano o animal) para algún deporte. Sin embargo, reconozco que el entrenamiento es también un mecanismo para modificar el comportamiento. Quizá si se considera que la educación no pasa de ser simple acopio de información mientras no sirva para determinar nuevas formas de ver a la vida y de actuar en ella, se estará más cerca de la diferencia que me interesa resaltar entre ese término y ``entrenamiento''. Yo espero que si me entreno con constancia para nadar los 100 metros estilo libre, con el tiempo podré ir mejorando mi marca, o que si me dedico sistemáticamente y con ayuda de los expertos a escalar montañas, poco a poco iré tolerando mejor los esfuerzos y las alturas. El entrenamiento en tales actividades seguramente mejorará mi condición física general y me sentiré con más energía y soltura para realizar otras, como subir escaleras de dos en dos o ayudar a mover un piano.

Pero sería absurdo esperar que el ejercicio también mejore mis conocimientos de biología molecular o mi comprensión de las matemáticas, o que me permita disfrutar más a Sibelius o a García Márquez.

Por otro lado, una buena educación en filosofía o historia seguramente no tendrá la menor influencia en mis habilidades natatorias o en la facilidad con que suba a la cima del Popocatépetl, pero en cambio seguramente me hará más accesible y más disfrutable a Górecki y a Saramago. Lo que quiero señalar es que la educación, cuando es verdadera, no sólo modifica el comportamiento en el área específica que cubre, sino que también influye en sectores afines de la conciencia y hasta en actitudes generales frente a la realidad y a la vida. Una educación científica profunda y sólida, que incluya no sólo la información teórica del campo y la metodología necesaria para trabajar en él, sino también la historia de su desarrollo y sus principales bases metafísicas y filosóficas, fácilmente rebasa sus propios límites y se derrama en áreas no sólo vecinas sino hasta distantes y sin relación aparente con ella. Los ejemplos de este fenómeno abundan, pero sólo mencionaré a dos, recientes pero desaparecidos: Medawar, el biólogo inglés cuyos trabajos en inmunología le valieron el premio Nobel, que además era un elocuente defensor de la postura popperiana en la filosofía de la ciencia, un ensayista elegante y versátil, un amante irredento de la música y un crítico literario agudo y original, todo esto siempre realizado dentro del marco del espíritu científico; Monod, el microbiólogo francés, también premio Nobel, director del Instituto Pasteur, autor de El azar y la necesidad, uno de los textos de filosofía de la ciencia de mayor impacto en la segunda mitad de este siglo, músico devoto, marinero, héroe de la resistencia contra los nazis, líder del movimiento del 68, también siempre sujeto a los cánones científicos generales. Pero debo reconocer que lo opuesto también ocurre, o sea que se puede ser un científico notable, con grandes contribuciones reconocidas con las máximas preseas internacionales, y al mismo tiempo desinteresarse por el arte, ser un racista antisocial o un fanático religioso, o bien acudir a curanderos y dar testimonio en favor de charlatanes. Cuando yo era joven creía en que una de las características que distinguían al ser humano normal de los cretinos era la coherencia de su comportamiento, o sea que ante situaciones distintas él siempre reaccionaría como una sola pieza, como lo que siente y piensa una persona; la historia del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, me pareció un caso interesante pero excepcional. Hoy ya no estoy tan seguro y más bien creo que es la regla. Estoy convencido de que la coherencia es la menos frecuente de las propiedades de Homo sapiens. Su mejor representación sería la de un organismo multifacético, con cada superficie autónoma y actuando con absoluta independencia de todas las demás. Así, no sorprende que hoy un brillante joven científico sea miembro militante del PRI, no lea más que el Science, no sepa quién es Matisse y no le interese la música, esté en contra de la despenalización del aborto y el sábado se case por la iglesia. Amén.