En el contexto de una transición empantanada, el inminente Congreso Nacional Indígena puede constituirse en el acontecimiento más importante del país, en un catalizador que ayude a destrabar la situación política nacional: puede ser el detonador de una reforma profunda del Estado que hoy se halla bajo el asedio de un gobierno que pretende preservar el antiguo régimen hasta el siglo XXI.
Antes de 1994, y a lo largo de más de una década, una gran cantidad de organizaciones locales indígenas de Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Veracruz, las Huastecas, la sierra de Puebla, el Occidente, el Noroeste y otras regiones del país, emprendieron un sigiloso diálogo entre ellas a propósito de sus formas de ejercer el poder y entender el ejercicio de su autonomía y libre determinación. Algunas de estas organizaciones son gobierno en sus regiones desde mucho atrás y han emprendido complejas estrategias de sobrevivencia económica y convivencia política con un partido/gobierno que sigue considerando a las comunidades indias como reservas corporativas de votos y lealtades. Lo que han hecho es simplemente ejercer concientemente una autonomía que les viene de muy antiguo, desde las rebeliones que se remontan por lo menos a 1767. Así, uno de los primeros indicios de crisis generalizada de un orden arcaico empezó a darse (como a fines del XVIII o principios del XX) en estas regiones, y coincide con el surgimiento de toda una dirigencia indígena que aún no acaba de ser reconocida en espacios que vayan más allá de sus regiones y sus redes organizativas. Este amplio movimiento tiene varias aristas y polos de atracción, agrupando a una gran variedad de organizaciones locales, regionales y nacionales que hoy compiten o ejercen el poder bajo la cobertura de algunos partidos de oposición, como el PRD. Estas luchas han generado dirigentes y cuadros, tanto políticos como intelectuales, y se hallan desde el surgimiento de una rebelión indígena en Chiapas, bajo una vigilancia y asedio mucho mayor del gobierno. Con la irrupción del EPR en 1996, la mayoría de las regiones indígenas han sido militarizadas. Muy a su pesar, el movimiento indígena nacional es hoy una vanguardia del gran espectro que empuja hacia una transición pacífica a la democracia y el Estado de derecho.
En el marco del diálogo de San Andrés, los zapatistas recibieron el apoyo y propiciaron la irrupción de estas voces a través del Foro Nacional Indígena, realizado en enero de este año. El amplio espectro de sus demandas forma parte orgánica de una reforma profunda del Estado, atravesó ya cualquier cerco prestablecido y es una realidad que se ha expresado en San Andrés y en todos los espacios posibles. El congreso recibirá ahora representantes de unos cincuenta pueblos indios del país y su discusión nos involucra a todos, pues vienen haciendo un severo cuestionamiento al orden político existente, a un marco jurídico viciado, a los mecanis-mos sociales y de poder que intentan marginarlos y a la política económica fundamentalista del actual gobierno. A pesar de lo que algunos medios ya difunden, no se reunirán a discutir ``usos y costumbres'' o ``cosas de indios'', sino principalmente a poner en entredicho los ``usos y costumbres'' de un régimen que lleva cosa de setenta años en el poder y que les ha nega-do (como a la mayoría de los mexicanos) la ciudadanía plena, el acceso a la tierra y el respeto a su diferencia. El congreso, al que de seguro asistirá como invitada una delegación de dirigentes indios del EZLN, será un acontecimiento muy revelador del grado de participación que demandan y ejercen los pueblos indios del país, de debate abierto de sus formas de ejercicio público. ``Para garantizar una nueva relación entre el Estado nacional y los pueblos indígenas'', dice el documento final del Foro de enero, ``debe partirse de una democratización de la vida política nacional, que dé fin al sistema de partido de Estado y asegure el estableci-miento de un Estado de Derecho, basado en el pluralismo jurídico, que deberá articular el derecho del Estado con el derecho indígena''.
Gran parte de las delegaciones indias que asistirán al congreso, al igual que los zapatistas, y que se desplazarán a lo largo del país hacia la capital, tendrán que atravesar retenes, evadir órdenes de aprehensión y amenazas de muerte que se cier-nen en sus propias comarcas, en donde el gasto social ha sido sustituido por el control militar y policiaco. ¿Cómo van a trasladarse a México los dirigentes del Totonacapan, Guerrero, las Huastecas, la sierra de Zongolica, Oaxaca, Chihuahua y muchos otros sitiados militarmente en sus regiones? Las cárceles del país están llenas de dirigentes sociales indios, la violación sistemática de los derechos huma-nos se ejerce preferencialmente sobre ellos y, pese a todo, estarán presentes en la ciudad de México en un tiempo de ``cerco y encrucijada de caminos'' (in tzacualli, in ohmaxac), como llamaron los nahuas del siglo XVI a los grandes reacomodos históricos del siglo turbulento que les tocó vivir. El Congreso Nacional Indígena será sin duda un espacio de diálogo nacional hacia la transición a la democracia.