Elba Esther Gordillo
Una educación para la democracia

El papel y la importancia de la educación cívica en la vigencia y fortalecimiento de sociedades abiertas y participativas, y las interacciones que guardan la cultura política y la ética pública con el derecho, la institucionalidad y la justicia en la construcción y fortalecimiento de regímenes democráticos, fueron algunos de los temas centrales que discutimos durante los últimos días de septiembre y principios del presente mes, en el Seminario Civitas Panamericano, realizado en Buenos Aires, Argentina, dirigentes sociales, líderes cívicos, maestros y funcionarios del sistema educativo de América, comunicadores de los cuatro continentes, y representantes del sector privado de veinte países de Norte y Sudamérica.

La educación cívica es sustento de una cultura política democrática y de una moral republicana que favorezcan la convivencia y el respeto a las diferencias, el pensamiento crítico y la formulación de propuestas, la búsqueda del entendimiento y la construcción de acuerdos.

Pero la educación cívica --basamento de una cultura política democrática-- no es meramente el conocimiento de hechos y procesos, valores y principios, implica, también, la enseñanza de actitudes y comportamientos democráticos. Es decir, no se puede enseñar, desde esquemas autoritarios (en el hogar, la escuela, la fábrica, el ejido o el gobierno), los valores de la honestidad, la responsabilidad en el hacer propio, el respeto a lo diverso, la disposición al entendimiento y a la colaboración, la congruencia entre el decir y el hacer, la búsqueda de la verdad.

Por eso la democracia no resulta de la invocación de valores abstractos ni de la copia de aspiraciones colectivas de otras latitudes. Se construye a través de la elección por parte de los ciudadanos de sus gobernantes y representantes, en la participación de mayorías y minorías en la toma de decisiones, en la generación de consensos y la construcción de acuerdos entre las diferentes fuerzas, en el equilibrio de los poderes, en la vigilancia de la sociedad a los actos de gobierno.

Pero el impulso a una cultura cívica enfrenta y seguirá enfrentando, tanto en América Latina como en México, los reflejos autoritarios de aquéllos a quienes alarman las voces diversas porque quisieran escuchar sólo ecos de una voz única; de quienes confunden disciplina con incondicionalidad; de quienes practican la manipulación y el control, no la conducción ni el convencimiento.

En repetidas ocasiones he sostenido, en éste y otros espacios, que el quehacer político no puede reducirse a una disputa --ayuna de fundamentos morales-- por el poder. Que la política exige argumentos, no descalificaciones ni canibalismos; juicios, no prejuicios; información, no rumores. En Buenos Aires se habló de los riesgos de caminar por la pendiente de la decadencia política, de caer en el mundo de las virtudes privadas y los vicios públicos. Se reivindicó la ética, el derecho y, más aún, la justicia. ``Si la justicia operante no está rodeada de las condiciones que hacen del acto de juzgar una práctica social ejemplar, la república democrática vive en estado precario...'', dijo Carlos Floria, de Unesco.

Gana, pues, terreno la convicción de que la política debe sustentarse en la ética, en principios y valores, en compromisos claros y comportamientos congruentes.

Si quisiera expresar en una apretada síntesis mi conclusión de este encuentro, diría que la cultura cívica es tarea que no admite exclusiones, corresponde a todos: sociedades y gobiernos. Porque la sociedad es el ``aula magna'' en la que se forman y transmiten valores y antivalores.

Esto es particularmente importante porque si en la sociedad y la vida política se dan la participación ciudadana y la colaboración entre los diferentes actores sociales, el respeto a los puntos de vista distintos y la construcción de acuerdos, la honestidad y la responsabilidad por parte de los servidores públicos, de quienes ocupan puestos de dirección y, en general, de toda la población; la congruencia entre el discurso y la acción en los gobernantes y los gobernados, la prosecución de la verdad en cualquier actividad humana; la educación estará en mejores condiciones de formar en los ciudadanos principios y valores democráticos, y de promover actitudes y comportamientos constructivos y de beneficio colectivo. Si la realidad va de acuerdo con los mensajes que se enseñan en la escuela y que se transmiten en los medios de comunicación, se favorecerá la integridad cívica y la moral pública.