La Jornada Semanal, 6 de octubre de 1996
Quisiera empezar con un saludo a la memoria de Gilles Deleuze, cuya
muerte me ha afectado de manera particularmente dolorosa. Me afecta su
muerte y las condiciones en que ocurrió, ya que muchos
filósofos franceses de esa generación que fueron mis
amigos (Deleuze, Althusser, Foucault y Barthes) comparten el hecho de
haber muerto en circunstancias poco comunes. Me siento un solitario,
casi un sobreviviente.
Pertenezco a la misma generación que Deleuze y, desde el
comienzo, su pensamiento fue muy importante para mí. En cuanto
a Mayo de '68, Deleuze decía, en una entrevista que
releí hace poco, que fue un profundo sismo cuyas ondas
siguieron repercutiendo mucho tiempo después. En mi caso,
aunque simpatizaba con la insurrección de Mayo de '68, confieso
que experimentaba entonces una cierta reticencia frente a su euforia
"espontaneísta". Desconfiaba un poco de un cierto
pathos de la emoción, de esa especie de facilidad de la
palabra liberada y transparente. Pero en los años que siguieron
asistimos en Francia a una reacción política que se
tradujo, desde el punto de vista parlamentario y electoral, en una
insólita afluencia masiva de la derecha, y desde el punto de
vista universitario, en un retorno violento del conservadurismo. Fue
entonces cuando yo comencé a emprender un trabajo militante en
el interior de la Universidad para protestar contra las fuerzas
retrógradas. En lo personal, había ya decidido no hacer
una carrera universitaria y, de hecho, había renunciado a
presentar una tesis. Comencé entonces a militar en un grupo
creado en 1974 por el GREPH (Groupe de Recherche sur I'Enseignement
Philosophique). Para nosotros ese grupo representó la
oportunidad de emprender un análisis de los modelos
institucionales de enseñanza de la filosofía, así
como de los medios para transformar esos modelos. Una de mis
experiencias decisivas en el curso de esos años de militancia
académica e institucional, fue descubrir que la resistencia
más tenaz al cambio no provenía del Estado ni del
Ministerio, sino del mismo cuerpo docente. Nosotros
protestábamos entonces contra un proyecto gubernamental que
prácticamente buscaba suprimir la enseñanza de la
filosofía, anular los alcances políticos de la
crítica filosófica. Debo decir que cuando en los
años ochenta se instaló el gobierno de izquierda en
Francia, nuestras esperanzas se vieron igualmente defraudadas. En ese
sentido, la línea de combate que mantuvimos a lo largo de todos
esos años terminó en un fracaso. Pero ningún
fracaso es puro y simple. Revisando las huellas de ese fracaso se
creó, en 1983, el Colegio Internacional de Filosofía,
que ha intentado hacer fuera de la Universidad lo que no se pudo hacer
ni podrá hacerse en su interior.
La memoria del GREPH permanece viva en el proyecto del Colegio Internacional de Filosofía, una institución singular y frágil que sin embargo nos ha permitido, por ejemplo, crear nexos con los filósofos latinoamericanos. Creo que el desarrollo de esa relación ha sido muy interesante y representa una victoria.
Espectros de Marx
Si escribí tan tarde un libro sobre Marx, un libro afirmativo que saluda a Marx y a los que todavía militan en su nombre (el libro está dedicado a un comunista sudafricano), es precisamente porque resultaba anacrónico hacerlo o, mejor dicho, intempestivo. Creo que la responsabilidad del pensamiento crítico consiste también en calcular una justa irrupción: debemos decir lo que se cree que no debe decirse. Hoy el discurso dominante en el mundo entero nos dice que el marxismo ha muerto y que el comunismo quedó enterrado. Precisamente porque nunca fui un militante marxista, en un periodo en el que era muy tentador serlo, y porque me resistí a su ortodoxia, hoy creo urgente oponer una voz discordante frente al actual consenso sobre el capitalismo de libre mercado y la democracia parlamentaria. Lo hago, por supuesto, a mi manera, y esa manera consiste en analizar, en Espectros de Marx, el duelo político que habla a través del actual discurso antimarxista, un discurso maniaco-triunfante, como diría Freud, que canta victoria demasiado fuerte. Es un canto que hace ruido para acallar la inquietud, la angustia que surge al descubrir que no todo va tan bien en el supuesto triunfo. En Espectros de Marx trato de analizar la función del duelo en el discurso marxista. El discurso de Marx está lleno de fantasmas, pero también busca eliminarlos, deshacerse de ellos. Hay propuestas en él que no sólo no han muerto sino que siguen abiertas al futuro, así como hay ideas que pertenecen a la tradición. Mi libro es un saludo al Marx de ayer y de mañana, y es también su deconstrucción. La deconstrucción es heredera de uno de los espíritus de Marx, aunque no de todos: como en toda herencia (lo mismo sucede con Heidegger, Freud o Nietzsche), no se trata de recibir globalmente un corpus homogéneo sino de operar un rescate selectivo que permea lo que el heredero busca reafirmar del texto heredado.
El papel del intelectual
Creo que es cada vez menos posible definir a "un intelectual". Siempre fue difícil pero hoy, en las sociedades que se dicen "desarrolladas", con sus nuevas relaciones de trabajo, es casi imposible porque en cierta forma todo trabajo es necesariamente intelectual. La antigua división marxista, que alimentó tantos discursos, entre trabajo manual y trabajo intelectual, ha sido rebasada por los nuevos criterios de competencia técnica y científica que le exigen a cada uno, en cualquier nivel, poseer un cierto saber tecnocientífico, aunque sólo sea para algo tan común como manejar una computadora.
Hoy, cuando nos referimos desde la tradición a la figura del intelectual hablamos de aquellos que, más allá de toda profesión u oficio, ejercen un discurso público y opinan sobre los grandes temas de interés general. Yo guardo un gran respeto por las grandes figuras de intelectuales, que en Francia, por ejemplo, van de Voltaire a Sartre, personajes que tomaban la palabra para pronunciarse sobre las grandes causas morales, sociales y políticas.
Pero las situaciones cambian y la responsabilidad nos llama de maneras distintas. Para mí, la responsabilidad de un intelectual debe llevarlo más allá del lugar en que lo coloca su condición de experto, pero a la vez creo que los intelectuales deben ser expertos. Creo en la necesidad de la competencia especializada para el intelectual responsable, quien debe hacer todo lo posible para justificar sus posiciones y llamados a través de un conocimiento específico. La contradicción que habita la responsabilidad del intelectual surge de la necesidad de que sea alguien con una formación especializada, y a la vez alguien cuyo discurso excede la especialización. Si un intelectual habla sólo como experto, no puede hacer otra cosa que desplegar en el orden del saber propuestas técnicas que no implican decisiones ni tomas de posición. Un experto puede explicar las condiciones en las que actuamos, pero no decir cómo actuar. La responsabilidad no pertenece al orden del saber competente. Depende de la heterogeneidad existente entre el conocimiento y la acción, entre el juicio teórico que analiza y la norma política y ética que funda las tomas de decisiones y de posición.
Fantasmas sociales
El título Espectros de Marx alude a la vez los fantasmas de los que habla Marx en su obra y a los diferentes "espectros" del propio Marx, que hoy reaparecen por todas partes. Mi interés por lo espectral es muy antiguo: aparece desde mis primeros textos y es inseparable de mi interés por la técnica. El desarrollo de las tecnologías y las telecomunicaciones abre hoy el territorio de una realidad espectral. Creo que estas nuevas tecnologías, en lugar de alejar fantasmas tal como se piensa que la ciencia se desplaza a la fantasía abren el campo a una experiencia en la que la imagen no es ni visible ni invisible, ni perceptible ni imperceptible.
Insisto mucho en el asunto de los medios y de la transformación del espacio público a través de las nuevas tecnologías multimedia, conformadas por máquinas de producción de espectros. No hay sociedad que se pueda comprender hoy sin entender esa condición espectral de los medios y su relación con los muertos, las víctimas, los desaparecidos que forman parte de nuestro imaginario social. No hay ningún análisis político ni social que no esté determinado por esas desapariciones. La apertura hacia el porvenir y hacia "el otro" supone esa relación con los desaparecidos a través de las obsesiones y fantasmas de una cultura.
La mentira
La definición clásica de la mentira afirma que el mentiroso sabe que miente, sabe cuál es la verdad y decide en forma deliberada disimularla. Una mentira de ese tipo es, por supuesto, cínica. A diferencia de lo que opina H. Arendt, el mentiroso no se miente a sí mismo; y si lo hace, se miente a sí mismo como a un otro, lo que nos obliga a introducir categorías bastantes más refinadas que provienen del psicoanálisis, a través de términos como desplazamiento, denegación, etcétera. Pero en estos casos el concepto de mentira se vuelve inadecuado, tanto en el orden de la psicología del individuo como en el orden político, para describir ciertos tipos específicos de falsificación de los hechos. Hay mentiras políticas en el sentido clásico, donde el político conoce la verdad y elige disimularla en forma intencional, pero hay también procesos bastante más complejos de comunicación, en los que una estructura política muy diferenciada puede, a través de una multiplicidad de instancias, disimular o falsificar la verdad sin que haya una sola persona o un solo "espacio de conciencia" que decida cínicamente deformar los hechos.
Hay fantasmagorizaciones colectivas muy complejas que no tienen que ver directamente con la mentira, y creo que la responsabilidad política del intelectual consiste en hacerse de los instrumentos necesarios para analizar y denunciar, junto a la mentira clásica, estas formas de manipulación que aparecen particularmente dentro del campo mediático, un campo que, como sabemos, no es sino una dimensión que puede extenderse a todo campo social.
La traducción
La traducción no puede ni debe ser recepción pasiva. Es siempre una transformación, puesto que no se trata sólo de trasladar un pensamiento de un lugar a otro sino de recontextualizarlo en términos de lenguaje, pero también políticos y sociales. Las traducciones deben ser siempre interpretaciones activas, versiones. La traducción no es nunca simplemente una operación lingüística que va de un idioma a otro. Se trata de multiplicar, alrededor del texto, iniciativas de diversos tipos, políticas e institucionales, que afecten el conjunto del sentido. Una traducción meramente lingüística es del todo insuficiente. Para remitirnos a una categoría hoy canónica, tomada de Jackobson, existe la traducción interlingüística, en que se traduce al interior de una misma lengua. Toda sociedad diferenciada contempla personas que no hablan igual según los sexos, las edades, las regiones y las competencias sociales de cada uno.
Jackobson distingue también otro tipo de traducción: la intersemiótica, que aparece cuando traducimos de la pintura a la escritura o del cuerpo al discurso, es decir, de un medio o soporte a otro. Todas estas operaciones definen el campo de la experiencia social en tanto intersubjetividad donde todo es traducción. Nunca como hoy el asunto de la traducción ha reunido tantas apuestas y desafíos. Para volver una vez más al problema de los nuevos aportes mediáticos, todo lo que ahí ocurre pertenece a la inagotable problemática de la traducción.
Lacan y la mujer
Lacan ha propuesto una nueva teoría del sujeto que no es la de la metafísica clásica, aunque en cierta forma conserva de ella ciertos rasgos fundamentales. Hay a la vez en él una subversión del sujeto clásico y una reafirmación del sujeto cartesiano. Y hay efectivamente entre el discurso de Lacan y lo que he intentado hacer, una tensión, una tensión compleja y móvil a la vez.
La teoría lacaniana del sujeto es una teoría de la castración que habla de la mujer como figura de esa castración. Lo que intenté cuestionar no en Lacan en general, sino en algunos textos como el Seminario sobre La carta robada son dos o tres cosas que van juntas: esa hegemonía de la figura de la castración y de la mujer como carencia del falo y, sobre todo, la idea de que todo giraba en torno a una carencia y que esa carencia tenía un lugar determinable, discernible mediante un contorno. La mujer y, más precisamente, la madre es definible en Lacan como un lugar (el de la castración) que tiene bordes. El "tener lugar" de la castración sería ese hueco donde falta el falo. Lo primero que me parecía cuestionable es la idea de la carencia que, en esa parte de Lacan, sigue marcando un pensamiento de la negatividad en la tradición hegeliana. La deconstrucción opone a ese pensamiento de la falta o carencia, el pensamiento afirmativo de la diseminación. A diferencia de Lacan, que muestra que la carta robada vuelve a su lugar como un lugar propio, para mí, no se podrían dibujar los contornos de ese lugar ni tampoco de lo femenino a partir de lo propio.
Confieso que el enunciado de Lacan según el cual el goce que experimenta la mujer no podría ser referido por ella y que ésta sería su verdad siempre me ha dejado algo perplejo. Creo que Lacan repite sutilmente afirmaciones tradicionalmente falo(logo)céntricas. Cuando digo "la mujer será mi tema", trato indirectamente de volver a poner en cuestión una identificación de la mujer como esencia de lo femenino, que es un gesto por lo demás común a un discurso que yo considero falo(logo)céntrico como el de Lacan y a un cierto feminismo esencialista. Ese esencialismo consiste en identificar a la mujer con la verdad de lo femenino y en hacer de ella el lugar de esa verdad. A partir de Nietzsche, yo quise marcar que no hay tal esencia de la mujer. Pero estoy consciente de que tal enunciado puede tener efectos políticos bastante inquietantes desde el punto de vista de las luchas feministas. Por lo tanto, ahí también, en el interior de las luchas de las mujeres, se deben combinar estratégicamente dos gestos contradictorios: se debe poner en cuestión el esencialismo como efecto falocéntrico de la hegemonía masculina, y se debe a la vez militar para que la identidad de la mujer y la igualdad de sus derechos sean reconocidos. Ambos gestos deberían negociarse según las circunstancias, en el interior de la práctica feminista.