La Jornada Semanal, 6 de octubre de 1996
La condesa calva
Hago un alto en mis lucubraciones habituales para sumarme a la cólera general por la "desillación" de las banquetas de la Condesa. Quiero aportar mi testimonio como cafeist de la zona.
Primera escena. Hace tiempo mi mujer y un servidor llevamos a pasear por la ciudad a un famoso documentalista inglés. Y fuimos a comer en uno de los restaurantes de la calle de Michoacán. A él, que conoce bien México, le encantó la vivacidad y el colorido que iba cobrando el Greenwich Village local.
Temo que todo esto desaparezca súbitamente profeticé.
Pero, por qué?, qué puede pasar? imagina el personaje: inglés sonríe intrigado por el barroco social mexicano.
Porque siempre que algo va bien en la ciudad, me entra latido de que algún funcionario hiperactivo decida prohibirlo.
A mí me gusta la Condesa porque, además de lugar-apacible-con-librerías-donde-se-puede-caminar-y-conversar, no es espacio de grandes cadenas anónimas, de Sanborns ni Vips ni Wings, sino de esforzadas microempresas. Y porque se inaugura ahí la práctica de primer mundo de los meseros estudiantes. Y por los árboles y demás.
Pero el destino preparaba su golpe de mazo.
Segunda escena. Estaba de pie en la esquina de la Casa de la Paz, donde ensayo una obra, cuando vi un espectáculo insólito: varios camiones como de basura llenos de bárbaros dando gritos de guerra, avanzaban. La gente se detenía con azoro. Paran los camiones, bajan los ostrogodos y, con gran diligencia, empiezan a serruchar el toldo del café al que vamos todos los días los que trabajamos en la obra.
Qué hacen, qué hacen?, llamen a la policía gritó alguien.
No se puede: ellos son la policía.
Estos tipos trabajan en la delegación?
Sí señor, sí señor proclamaba Odoacro, y quítese, no estorbe ni haga resistencia. Es la ley.
La ley? Y yo que me estaba acordando de esa línea que dice: "los bárbaros entraron gritando en la biblioteca monástica".
Un café es un lugar, en cierta medida, sagrado, porque es un lugar para hablar, para soltar ideas y debatirlas. La Ilustración francesa se fraguó en los cafés. Y qué decir de los cafés en el apogeo de la cultura española de este siglo, el Pombo de Gómez de la Serna, inmortalizado en el cuadro de Gutiérrez Solana, o el de Ortega y Gasset que tenía dos tertulias diarias y varias veces expresó su deseo, no cumplido, de morir tomando café con sus amigos, o del Café de las Arcadas, en Viena, donde atendía mañana y tarde Rudolf Carnap y donde Kurt Godel le demostró que las matemáticas son inexhaustibles, o de los cafés de Sartre y Simone, Modigliani, Satie y Breton. O del Café París de los Contemporáneos, Octavio Paz y otros grandes poetas.
Flaco favor le hace a sus jefes el perseguidor de la Condesa: está echándoles al seno el alacrán de esas lenguas francamente viperinas que conversan, murmuran y chismean en los cafés. El funcionario menor pronto será olvidado, y también el regente, por lo tanto, cuando se pregunte quién destruyó?, no los mencionarán, sino dirán "fue Zedillo". Y para qué pasar a la historia como Atila del capuchino?
Cuando supe que los camiones de basura andaban vomitando a sus angelitos por toda la Condesa, volví a sentir vagamente algo. Qué era? Claro, el autoritarismo imperioso del '68 que, amortiguado, volvía a sacar su horrenda y descerebrada cabeza. Si un político se justifica alegando "es lo que manda la ley", primero dudo de su habilidad, y después me acuerdo de eso de "la ley es para los enemigos". No dijo Heine: donde se encierran los cafés, luego se encerrará a los humanos que ahí se sientan?
Por supuesto que hay problemas con los vecinos, siempre hay problemas, en todo hay problemas, pero ya que están en la Condesa, no podrían las distintas partes ocupar una de las mesas que quedaron después de la rasurada, pedir un café y conversar hasta ponerse de acuerdo? O ya no es ésta la costumbre y práctica generalizada en México?
Fito Sánchez Rebolledo observó un día que los escritores, músicos, científicos y demás del tipo, son como los carniceros: sólo protestan de veras cuando se atacan sus intereses. Y sí, es cierto. Por lo tanto, hay que luchar donde quiera que se ataque cualquier forma de ociosidad, especialmente la de ir a tomar café o discurrir por una calle agradable conversando de esto y aquello sin sentirnos perseguidos por nadie.
A las siete de la tarde de un lunes cualquiera decido tomar un
café en la calle de Michoacán, hojear los
periódicos y recuperar fuerzas para regresar al trabajo. Mi
vecino inevitable opta a su vez por acompañarme
antes de regresar a su oficina.
Cómo ves las cosas, maestro?
Pues, cómo las ves tú?
Mañana vamos a ver generales dando instrucciones a la población por el canal de las estrellas...
La plática ociosa de quienes buscan aclarar sus ideas con una taza de express se interrumpe: la calle de Michoacán esta repleta de policías y cientos de trabajadores han descendido de peseras estacionadas en la esquina con Tamaulipas y destruyen las estructuras de los toldos de cafés y restaurantes; la muchedumbre corre de un lugar a otro, los dueños de los establecimientos miran lo que sucede persuadidos de no oponer resistencia ante los destacamentos de golpeadores vestidos de civil movilizados por la autoridad. Decenas de funcionarios troquelados se afanan en hacer lo que su jefe ordena: "esta vez no vamos por el billete, ahora nos los vamos a chingar". Al desplomarse las estructuras de madera, los techos de tejas, las herrerías, una nube de polvo se levanta y cubre las aceras, los perros ladran y el caos se extiende por las calles del barrio: un helicóptero sobrevuela a ras de azotea, levanta el polvo y aumenta la incertidumbre. "La delegación Cuauhtémoc declaró a la Condesa zona de conflicto y ha roto el diálogo con los restauranteros", comenta una actriz que costea su carrera como mesera. El mensaje es claro, continúa: "prohibido el uso de las calles para el pernicioso esparcimiento; basta de jóvenes ganándose la vida sirviendo a genteque no come en casa; no se les olvide que esto es México y que gobierna el mismo partido de Uruchurtu; todos a sus casas, cabrones!; aquí sólo nosotros hacemos lo que nos viene en gana".
La gente sale de sus casas a ver lo que pasa, en su gran mayoría se mantiene al margen, expectante, pero poco a poco se acerca a oír los argumentos de agredidos y agresores, ve desplegarse el poder de los servidores públicos, la impunidad de que todavía gozan, su uso discrecional de las leyes y reglamentos. Hay quien se anima a decirles lo que piensa con claridad.
Señor Subdelegado, yo exijo tener derecho a un lugar para reunirme a tomar café con mis amigos.
Ése no es asunto mío, señorita dice con tono pedagógico el tildado funcionario a una jovencita con el ombligo expuesto perforado con arete.
Pues debería serlo, porque para eso le pagamos.
A media cuadra, cinco señoras y un caballero parecen atrapados en el desorden a su regreso de la ópera. Con vestidos largos, cabellos recién sacados del salón de belleza, enjoyadas ellas y perfumados todos, discuten con un grupo de gente que los increpa. Son los representantes de los vecinos (o sea mis representantes), y su líder Vicente Villamar, un ex militante comunista y ex dirigente de trabajadores bancarios, que en sus tiempos admiraba mucho el eurocomunismo, como me sucedía a mí mismo; ahora es el Consejero Ciudadano (recuerdan esas elecciones, caracterizadas en su momento como el proceso electoral menos concurrido de que se tenga memoria?)
Qué pasó aquí, Vicente?
Pues que se aplicó la ley y celebramos la liberación de las banquetas...
Pues quiero decirte que me parece una porquería ver mi colonia asaltada por los cuerpos policiacos golpeando meseros, rompiendo jardineras y amenazando a los vecinos.
Es lo que querían los vecinos.
Cuáles vecinos?
Pues la mayoría.
Este ex "euro" aprendió más del Duce que de Gramsci, pienso, y se lo hago saber. A sus espaldas una señora con aspecto voluntariado nacional suma argumentos: "es que no eran restaurantes familiares". La veo y pienso que, en efecto, su familia debe ir a otros restaurantes. Dato significativo, no había entre Vicente y sus seguidoras nadie joven. Será entonces que los representantes no quieren que sus hijos o sus nietos anden comiendo a la intemperie?
Ha subido la delincuencia responde Vicente entre exclamaciones aprobatorias de sus acompañantes, bautizados ya para entonces por mi vecino como "auténticos condesos".
Qué curioso interviene un vecino de profesión arquitecto, todas las teorías urbanísticas sostienen que la luz y la gente en las calles son el principal antídoto contra la inseguridad en las ciudades modernas.
Hubiera sido muy estimulante el intercambio de argumentos de los ciudadanos en la plaza pública, la esgrima verbal tejiendo argumentaciones elocuentes, el ejercicio democrático de la polis dirimiendo con palabras sus sentires y pensares, pero todo sucedía a destiempo, cuando la fuerza pública, sorda como es por estos rumbos, había decidido destruir la nueva fisonomía de una ciudad que, a pesar de los pesares, manifiesta todavía signos vitales y se transforma, impulsada por la necesidad de nuevas fuentes de trabajo, en otras formas de convivencia impulsadas por la iniciativa de jóvenes empresarios.
El Consejero Ciudadano trataba de ver aquel desastre urbano, la fuerza telúrica de un Estado combatiendo a mazazos la iniciativa de algunos ciudadanos, como una conquista social seguramente la gran victoria política de su no tan corta carrera revolucionaria. Era sorprendente ver a este pequeño grupo de vecinos celebrar la peor destrucción de su barrio desde septiembre del '85.
En los locales de un restaurante vecino, trabajadores y restauranteros planeaban la defensa: sorprendía a algunos de ellos, privilegiados de siempre, amigos de amigos, bronceados permanentes, verse tratados como vendedores ambulantes. Alguien entre los vecinos, con cara de maestro de primaria acostumbrado a recibir la carga de los granaderos, comentaba: "pa'que vean lo que se siente, muchachos". Pero era una la frase que se repitió de boca en boca, como si a la luz de una bellísima luna llena y gracias a los golpes contra postes, muros, meseros y platos de sopa, cada vez estuviera más claro su profundo y amplio contenido: toda la fuerza del Estado.
Eduardo Vázquez Martín