La Jornada Semanal, 6 de octubre de 1996


Declaraciones

Héctor Alvarado

Héctor Alvarado Díaz (Monterrey, 1957) es autor de los libros de cuentos Juegos cotidianos (UANL, 1984) y Enciclopedia para ciegos caminantes (Instituto Coahuilense de Cultura, 1995). Tiene en prensa la antología El cuento en Nuevo León. Es director de la revista literaria Papeles de la Mancuspia.



13 de junio, 1819.

In folio donde dase fe de hechos pertinentes a la historia de la zoofilia en estas tierras del antiguo Reyno de León.

En el juicio que por abigeato y asalto al recién fundado sistema de diligencias del noreste mexicano se le instruyó a Justino Garza, se llamó a declarar como testigo de la fiscalía a Mrs. Eleonora Davenport, originaria de Alabama, Estados Unidos.

Al ser capturado, Justino Garza, natural de la Villa de Guadalupe, al oriente de Monterrey, no traía en sus alforjas prueba alguna que lo relacionara con el robo de ganado o hacienda particular. No obstante la falta de pruebas en su contra, el acusado se notó sumamente nervioso al ver que la testigo arriba anunciada subía al estrado.

Mrs. Davenport narró a detalle la forma en que el indiciado detuvo la diligencia con destino a Linares el 11 de junio, cómo hizo bajar a los pasajeros para despojarlos de todo tipo de valores materiales la testigo insistió en recalcar que los valores morales y los del espíritu son incorruptibles, cómo los sometió a largo suplicio obligándolos a tenderse bajo el sol del verano de estas regiones, y cómo finalmente el bandido se satisfizo sexualmente con una joven pasajera detrás de un bosquecillo de huizaches.

A la sazón, el testimonio de otros cuatro testigos hizo que el jurado decidiera condenar a Justino Garza a la horca, pero es de destacar el hecho insustancial para algunos, relevante para otros, y en todo caso de interés por lo que tuvo de irregular dentro de los cauces acostumbrados por el sistema procesal mexicano de que Mrs. Davenport, dictada la condena y a punto todos de abandonar la sala rumbo al cumplimiento de la orden del juez, pidió la palabra y dijo con su acento sureño:

"Antes de unirse al Señor, mi difunto esposo, el ministro Pedro Isaías Davenport, consiguió un donativo para ejercer labor evangélica por los caminos del norte. Varios años trabajamos juntos en una cruzada para sembrar la fe, y cuando él murió yo seguí su ejemplo.

Con esta tarea a cuestas, he visitado desde los barrios populosos de cada ciudad hasta la villa más abandonada de la mirada de los hombres.

En mi opinión, el principal lastre que carga este país no son los ladrones, los abigeos, los violadores o los rebeldes independentistas sino los circos. Óiganlo bien: los circos, y de ellos, sobre todo los que traen, enjaulados o libres, animales contrahechos como los osos hormigueros.

Dios mío, qué bestias tan infames! Qué desliz de la naturaleza producir semejante fealdad que invita a la lujuria!

El oso hormiguero parece haber hibernado con una botella siniestra pegada a la nariz, posee una pelambre dura al tacto que hace pensar en los peores hombres, los pecadores y los nefandos que se carcomieron en Sodoma Y su forma de alimentarse: hay que ver esa lengua moviéndose de acá para allá, pequeño torniquete rasposo que no deja insecto sin sorber, se deforma demoniacamente para meterse en los más abruptos rincones de hormigueros y nidos de termita, una lengua que, si se lo propusiera, cabría en cualquier parte,en el resquicio de la nariz, de un oído, de...

Siento miedo de esos ojillos en apariencia tranquilos pero que se clavan como buscando insectos tras las ropas, como si quisieran echarse sobre una para escarbar y escarbar...

Tiemblo si imagino que su miserable lengua me rozara la piel, me sobrecoge un mareo deletéreo cuando me cruza por la mente que uno de esos monstruos se apareciera en mi casa mientras duermo. Ah, qué infierno sería encontrarse entre las sábanas la repugnante, la inquisitiva lengua de tan ruin animal!

Si cuando alguien viera un oso hormiguero en el circo, en vez de guardar una calma pasmosa tomara el rifle, el revólver, vaya, cuando menos echara sobre su infecta trompa una frazada para que el mundo se protegiera del pecado. Si en lugar de rentarlos a un real diario para acabar con plagas en patios, terrazas y graneros, se dictara una ley para acabar con ellos, entonces y sólo entonces este país, este gran país, y todos ustedes, y yo y el mundo entero estaríamos verdaderamente a salvo del mal."

Dicho esto, Mrs. Eleonora Davenport, que sudaba discretamente y resollaba por lo bajo, se acomodó el cabello, tomó su bolso y con actitud de resignado orgullo se dispuso a seguir al contingente rumbo a la plaza en donde sería ejecutado Justino Garza.


Carta a una joven cuentista

Patricia Laurent

Patricia Laurent (Tampico, 1962, y residente en Monterrey) ha publicado Están por todos lados (Abrapalabra, 1993) y Esta y otras ciudades (Tierra Adentro,1991). El cuento que presentamos es un adelanto del libro El topógrafo y la tarántula.



Me disculpo de antemano. Iba a esperarme a tener suficiente obra para que mi carta sea atendida con el debido respeto pero cada vez es más difícil espantarlos.

Escribo esto con el último ínfimo interés por la vida.

Perdonen también los errores. Desde que me senté a escribir ellos no han hecho otra cosa que revolotear a mi alrededor para sustraerme del intento. Queda poco tiempo y no puedo perderlo en anécdotas que den credibilidad al texto.

Los escritores de ficción creen abrir un túnel para contactar a su personaje, mas yo sé que el personaje, en profunda meditación desde su húmeda celda, nos llama, serpentea en el sueño y nos obliga a expulsarlo. Una vez en el papel, lo único que desean es que les regales la vida. Ellos hacen el resto. Entonces ya no te levantas de la cama, miras la pared con la mente en blanco. Una mancha aquí y otra allá para recordarte la imbecilidad humana. Ya no quieres vivir. Cometes el suicidio y entras a donde ellos giran para crear la fuerza centrípeta necesaria y bajar por el ojo de la angustia, su gran banquete. Abres paso. Ellos alumbran el túnel con su luz artificial de neón. Depredadores de memorias fragmentan tu mente para que no se vuelva a juntar en una sola. Beben la tinta de tu espíritu.

La solución es mantenerlos en el abismo. No iluminarlos con palabras ni poner el reflector sobre ellos pues cada lector es una luciérnaga, así se enteran dónde será el festín del creador, cuál es el próximo cadáver.

Decía un crítico que mi problema es que no puedo darle verosimilitud a mi imaginación. No señor. Es que soy presa fácil para estos seres pues yo misma robé la memoria del que me inventó. De manera que cuando voy a escribir un cuento ellos se amontonan. Todos quieren bajar a la vez. Piensan que es el último antes de la estocada final. Hartos de flotar en el abismo, en el sueño colectivo humano, sin poder descansar en un cuerpo, apenas suena la primera tecla y dan alaridos de emoción. Tapan la cloaca. No me dejan salir. Me paro de la mesa. Me golpeo la sienes para acomodarlos en el embudo. Antes me consolaba pensando que se trataba de un simple bloqueo mental, ahora sé que soy un plomero chambón interdimensional.

La primera dimensión es el origen. En la segunda está el sueño de este primero, quien nos soñó terribles, depredadores, ambidextros en el bien y el mal, bipolares. Nos escribió hasta que nos materializó en esta tercera dimensión para luego abandonarnos a nuestro propio sueño: la cuarta. No le damos importancia. Le llamamos fantasía, ficción, imaginación. Pero ahí se está gestando el quinto universo y vienen por más. Viven apenas el génesis. Cada vez que un poeta logra rozar el origen sacrificando su propia alma, hay un diluvio en ese sueño que creemos ajeno.

Me disculpo nuevamente para despedirme. Hoy habrá comilona en este cerebro. Correrá la sangre como cerveza, decidiremos a qué personaje ejecutar por haber permitido este texto.


Navajas

Eduardo Antonio Parra

Eduardo Antonio Parra nació en León, Guanajuato, en1965, pero radica en Monterrey desde hace años. Narrador dedicado a recrear los personajes que habitan las noches de la Sultana del Norte, Parra es el único autor de este "Monterrey narrativo" que ya había colaborado con nosotros. El cuento "Nocturno fugaz" apareció en el número 50 (18 de febrero de 1996) como un adelanto del libro Los límites de la noche, que circula hace meses bajo el sello de Editorial Era.



La hoja de acero brotó con un chasquido seco, reconocible, y enseguida los guiños luminosos de la punta atraparon los ojos de Benito. Antes, había visto durante un par de segundos el mango acunado en la palma de Erick, en donde un contorno de cromo apretaba dos cachas de plástico negro, acaso sin comprender del todo que se trataba de una navaja de resorte. Quizá la pareja de perros que atravesó la calle en ese instante, olisqueándose, mordiéndose lúbricamente en un cortejo próximo ya al apareamiento de gruñidos y sudores, lo había distraído al grado de hacerle olvidar el arma abierta en su propia mano.

No hubiera querido enfrentarse así a Erick, tan de repente, en medio de un día soleado y lleno de viento como ése. Lo supo en el momento en que fintaba el primer lance, un tajo al aire, apenas el golpe necesario para marcar el espacio en que se movería el resto de la pelea. Erick retrocedió velozmente hasta poner de por medio dos pasos, y los camaradas de Benito corearon la retirada. El sol pegaba de lado y el viento comenzaba a levantar de la calle más polvo del conveniente. No, no hubiera deseado esa pelea así. Pero habían llegado a ser insoportables las miradas altaneras, la sonrisa de superioridad con la que Erick presumía sus camisas nuevas, sus botas, sus cadenas, su esclava dorada. Insoportables, agresivas, desafiantes, se repitió como en una letanía mientras esta vez sí arrojaba navaja y mano hacia el frente, obligando a Erick a echarse a un lado, rozando con el dorso una manga de tela suave, sedosa, seguramente adquirida en el otro lado, como esa navaja de hoja afiladísima de la que ahora debía cuidarse.

Erick atacaría. Era su turno. Con todos sus kilos que le daban ventaja, con ese alcance un palmo mayor que el de Benito, con su elegancia y sus movimientos gatunos. No lo amedrentaban ni su enemigo, ni el grupo hostil que lo rodeaba. Ellos nunca lo habían achicado. Por eso cruzaba por esa calle que los demás rehuían; por eso, siempre con la cabeza alta, partía el grupo en dos al pasar por en medio, la mirada fija en Benito, picándolo, sonriéndole con la ironía de un reto mudo. De dónde le vendría lo gaviota?, pensó Benito al tiempo que esquivaba el navajazo. El brusco movimiento lo hizo trastabillar, pero al impulsarse al lado contrario para mantenerse en pie alcanzó a estrellar el puño libre en el rostro de Erick.

Así debió haber sido, a mano limpia, sin navajas. Resolver las diferencias a golpes, a patadas, como se acostumbraba hacía años. Sin apartar la mirada de Benito, con el dorso de la mano Erick se masajeó el pómulo que se teñía de rojo encendido. Sonreía su boca, pero las pupilas verdes llameaban de ira. Los pies de Benito tantearon el suelo en busca de apoyo para lanzarse de nuevo contra el otro. Era su calle, su terreno de siempre, pero ahora lo encontraba ajeno. A través de la suela de plástico reconoció las piedras, el cemento recalentado por el sol que se resquebrajaba bajo su peso, la tierra floja, adivinó algunas hierbas. Asentó bien las plantas sobre un montículo más o menos firme y, siguiendo la dirección de la navaja, aventó todo su peso hacia adelante. La punta encontró uno de los bíceps, de lado; rasgó la tela de la camisa, reventó la piel y se siguió de largo sin clavarse en la profundidad de la carne. Erick gruñó de dolor pero, reaccionando de inmediato, giró e hizo silbar el filo de su navaja muy cerca de la oreja de Benito.

Había logrado la primera cortada. Sus camaradas gritaron, animándolo, presionándolo a causar verdadero daño, como lo hacían desde varias semanas atrás para que se enfrentara a Erick. Había que aplacar a ese faramalloso, decían, nadie podía pasar así, por en medio del grupo, con cara de perdonavidas, y luego irse tan orondo. No era posible, carnal, se sentía muy bule el bato, pero había que enseñarle quiénes éramos. No te duraba nada, machín, no era más que un rebeco que nos quería restregar sus trapos y colguijes en el hocico. No la hacía contigo, Benito. Quizás era cierto, pensó Benito cuando vio que una mancha oscura se expandía por la manga de Erick. Dos gotas rojas, anchas, veloces, bajaron en picada hacia el codo, y luego cayeron para perderse por siempre entre la tierra suelta. Curiosamente, los ojos de Erick parecían alegres.

Algunos vecinos aparecieron a la puerta de sus casas, pero los dos rivales estaban seguros de que nadie intervendría. Pasara lo que pasara, al terminar el pleito cerrarían puertas y ventanas y no volverían a acordarse de haber visto nada. Así se llevaban las cosas en el barrio. Benito limpió su navaja en el pantalón mientras daba un paso atrás. La sangre de Erick hervía en su interior a causa del piquete, tornándolo aún más peligroso: ahora sus movimientos serían más rápidos. Pero Benito se mantenía al tiro. A pesar del resoplar ronco y desesperado de sus pulmones, bajo su piel algo bullía. Los músculos tensos, vibrantes, estaban listos para recibir el ataque. No había sentido nunca algo semejante, era como si la sensación de peligro, el estado de alerta, espumara en su interior aguzando los reflejos ante los más mínimos signos. Al tiro, las tres sílabas tamborilearon dentro del cerebro, y Benito esquivó el golpe de Erick girando sobre sus pies, como si burlara a un toro de lidia. El impuso lo dejó a su merced, indefenso. Erick de costado y sin equilibrio. Mas Benito se limitó a hundir un puñetazo en el hígado de su rival, y al verlo rodar engarruñado por tierra, ensuciándose la ropa y embarrándose de polvo la herida, sus camaradas festejaron el golpe igual que si hubiera sido el definitivo, en tanto Erick se incorporaba con dificultad, retrocediendo.

Lo vio levantarse, oyó las burlas de los camaradas, sintió la rabia del sol y del polvo tostándole la piel ante la expectación callada y atenta de los habitantes del barrio, y se preguntó por qué no lo había rajado de verdad. Hubiera sido fácil: el puño con el que sacudió el cuerpo del otro era el que encerraba la navaja. Porque todo era absurdo, por eso no había hundido su filero en esa carne ajena, se respondió, porque ese enfrentamiento no tenía razón de ser. Benito no sabía nada de la vida de Erick, no conocía a sus padres, ni la casa en que habitaba, ni su lugar de trabajo. Nada, salvo el nombre. Y eso porque uno de los camaradas lo mencionó en alguna ocasión. Sus mundos sólo entraban en contacto de tarde en tarde, cuando Erick cruzaba esa calle, la esquina donde ellos se reunían. Pero la raza lo exigía. Y él también, se dijo al verlo avanzar un paso, colocándose otra vez a distancia para la pelea. Benito apretó los dedos en torno a la navaja.

Decidió mantener su estrategia y esperar el ataque. Así había esperado las últimas tardes, siempre en esa esquina, soportando reclamos e insinuaciones de los amigos que no comprendían por qué no lanzaba el reto. Pero ahora la espera fue corta: Erick se abalanzó de lleno hacia él, torpemente, trazando con la navaja un círculo demasiado amplio y sin dirección, como si hubiera perdido la elegancia, la entereza y hasta el instinto, para terminar entregando a su enemigoun cuerpo abierto, desprotegido por completo. Igual que pelear con un niño, o con una mujer. De un manotazo contuvo ese ataque tan débil y alzó la rodilla, que se estrelló en los testículos del otro. Erick agachó su cuerpo adolorido y sin fuerzas, luchando por mantenerse en pie. Benito lanzó una mirada fugaz a su alrededor y, ahora sí, cruzó su navaja sobre la espalda encogida. La herida trazó una raya de sangre que partía del hombro y terminaba en la cintura.

Fue como el relincho de un caballo al recibir la marca. Erick gritó una mentada de madre y levantó el rostro hacia el cielo mientras jalaba más aire del que podía caber en sus pulmones. Era apenas la segunda vez que Benito escuchaba su voz. La primera había sido unos minutos antes, cuando aturdido por la insistencia de sus camaradas se dispuso por fin a enfrentarse a ese desconocido que se portaba como si fuera el rey de la ciudad. Ya no había manera de eludirlo, la banda desesperaba por verlo trenzarse a madrazos para bajar de su nube a ese presumido. De eso habían hablado la noche anterior. La paciencia ponía su liderazgo en entredicho. Cuando Erick apareció en la calle todos se levantaron, alejándose unos pasos de Benito, que permaneció en la esquina. Avanzaba despreocupado, como cualquier día, hasta que se acercó al grupo. Entonces sonrió, mirándolo fijamente, como si él también hubiera entendido que había traspuesto los límites. Benito le corto el paso. "Qué me ves, camarada?" Erick soltó una carcajada corta, divertido. "Un tiro, o qué?" Erick retrocedió entonces unos pasos, sólo para quedar fuera del círculo que formaban los demás, y extendiendo los brazos hacia abajo, dijo tranquilamente: "Tú y yo solos. Saca la fila."

No era para tanto, se repitió de nuevo Benito. Pero ahora Erick tenía motivos de sobra: las dos heridas manchaban de sangre la tierra de la calle. Pálido, las facciones adquirían mayor tensión a cada segundo. Sólo en la mirada conservaba algo de su ironía habitual. Sería mejor aquí pararle, pensó Benito mientras de reojo veía a los camaradas. Rostros alegres, pero aún insatisfechos. Seguramente deseaban más sangre, que el pleito llegara hasta el final.

Suspiró, sabiendo que los decepcionaría. Dos piquetes eran más que suficientes para guardar el honor de la raza, del barrio. De ahora en adelante, Erick aprendería a bajar los ojos, o buscaría otro camino a su casa. No exigían eso los camaradas? Y Erick? Qué quería él?, se preguntó Benito mientras veía cómo la sonrisa volvía a formarse en su rostro, esa sonrisa mitad furia y mitad burla que se acercaba rápido, a una velocidad sólo comprensible en otro ataque deficiente, lleno de torpeza, un lance de principiante, pero veloz, fuerte, certero. Lo supo cuando el cuerpo de Erick chocó contra su cuerpo, cimbrándolo, haciéndolo perder el equilibrio; cuando el aguijón de un insecto inmenso, duro y helado, se le clavó de un golpe en la tetilla izquierda; cuando cayó sobre la tierra; cuando el temblor del esqueleto le impidió levantarse a seguir peleando.

Soltó la navaja y apoyó los codos en el suelo. Erick lo observaba desde lo alto, y su sonrisa parecía ahora de desconcierto. El temblor se le intensificó en los brazos, y pronto sintió su cabeza caer sobre unas hierbas. Los camaradas comenzaron a rodearlo, asustados, los ojos muy abiertos, las palabras atoradas en la parálisis de la lengua. Nadie hacía nada. En su pupila relampagueó un rayo de sol que se ocultaba tras las casas del barrio. No había motivo para sacar las navajas, esto no era más que una estupidez, pensó una vez más Benito mientras veía que Erick se acercaba a él. La sonrisa y la chispa de burla en sus ojos se habían trocado por una mueca de miedo. En medio del silencio que se hizo a su alrededor, lo último que alcanzó a escuchar fueron los gemidos amorosos de una pareja de perros, y algunas puertas del vecindario que se cerraban.