Como ya es costumbre política, a pesar de casi 30 años de distancia, el 2 de octubre de cada año recordamos a nuestros muertos, nuestras cárceles y nuestros exilios. Ciertamente, en el año que corre la memorable fecha parece haber pasado a segundo plano en el orden de prioridades de la conciencia colectiva, aun si la manifestación conmemorativa sigue siendo concurrida, gracias a las dimensiones de la crisis nacional; y no es para menos, los bolsillos de casi todos siguen vacíos, la transición democrática se tropieza a cada rato con la necedad irracional del autoritarismo, y la pacificación del país se alarga innecesariamente a fuerza de anteponerse la intransigencia por un lado, y la razón de Estado, sorda y ciega, por el otro.
No obstante, quisiera referirme a ciertos elementos aleccionadores de las jornadas de lucha por las libertades democráticas de 1968. Y lo hago en atención al estado de impasse en el que se encuentran las negociaciones en Chiapas, una vez que el EZLN decidió romper con el proceso de diálogo público que mantenía con los representantes del gobierno federal, entre otras cosas como respuesta frente al evidente cretinismo de Marco Antonio Bernal y Cía., y quizá como consecuencia de la abrupta aparición del EPR, esto es, del surgimiento de la competencia en materia de movilización armada y de lucha velada por el liderazgo de los sectores radicales en la coyuntura. Situación por demás peligrosa para el país que me obliga a recordar dos de los errores más determinantes del Consejo Nacional de Huelga, que en último análisis se encuentran entre los factores que desencadenaron la tragedia del 2 de octubre.
Me refiero a las rupturas unilaterales de los contactos con los representantes del gobierno: primero el 26 de agosto de 1968, si no mal recuerdo, cuando el CNH decide por votación mayoritaria romper toda comunicación telefónica con la Secretaría de Gobernación, a pesar de la presión justificada y razonable de los representantes de la Coalición de Maestros de Enseñanza Media y Superior, de Heberto Castillo y de Elí de Gortari en particular, para que no se cerrara el contacto directo y la posibilidad de acceso a una salida negociada del conflicto. Resultado: en las primeras horas del 28 nos sacaron del Zócalo a bayoneta calada.
Posteriormente, el 2 por la mañana, Luis González de Alba, Gilberto Guevara y Anselmo Muñoz se arrogaron el derecho de mandar al diablo a los representantes del Presidente de la República por así convenir a sus muy particulares puntos de vista, y dentro de los patrones de comportamiento de la radicalidad intransigente propia del maximalismo que caracterizaba a un sector importante del CNH. Resultado: en la tarde soldados, policías y provocadores disolvieron el mitin a balazos.
En las dos situaciones predominó un cierto machismo sectario de izquierda como consecuencia de una relación de fuerzas en el Consejo favorable a las diferentes vertientes ideológicas radicales de la época --maoístas, trotskistas, guevaristas, espartacos--, que favorecía a su vez la acción de agentes provocadores que reforzaban la imposibilidad de negociar, y que manipulaban la presión de ``las bases'' de brigadistas radicalizados para imponer una dinámica fatal que se debatía entre el impasse o el enfrentamiento.
Aunque dicho sea de paso, son totalmente falsas las apreciaciones del FBI y de la CIA, de acuerdo con lo publicado por la revista Proceso la semana pasada, que suponen alianzas históricamente imposibles entre maoístas y trotskistas, y que pretenden implicar a estas corrientes en la fundación del Batallón Olimpia; simplemente los informadores de esas célebres instituciones del imperio yanqui no tenían la menor idea de quién era quién en nuestro movimiento, pero sí aciertan cuando destacan el papel provocador de Sócrates, quien por razones aún no aclaradas decidió formar una brigada armada para el mitin de Tlatelolco.
Magna provocación de perdurables consecuencias a la que se expuso el movimiento por no negociar a buen tiempo, en posición de fuerza, cuando movilizaba a cientos de miles, cuando gozaba de la simpatía y de la solidaridad de vastos sectores de la sociedad. Si de lo que se trata es de reformas sustanciales y no de la toma del poder, entonces como ahora, la negociación es necesaria y deseable; renunciar a ella por razones de forma o de principio conduce inevitablemente al pudrimiento de los movimientos populares por desgaste, o al enfrentamiento en condiciones cada vez más desfavorables. En términos estratégicos nada es más peligroso que un adversario invisible y silencioso. Ahora toca a los nuevos zapatistas y a las comunidades indígenas de Chiapas decidir y definir los tiempos y ritmos de su propio destino, que es el de todos. Aunque justo es reconocer, y el Gobierno Federal debiera asumirlo sin mayores tribulaciones, que la paz en Chiapas es demasiado importante para dejarla en manos de renegados incompetentes, como bien han demostrado serlo Marco Antonio Bernal y Cía.