La Jornada 6 de octubre de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
La educación sentimental

En el rostro de ese Niño se mezclan, en proporciones iguales, los rasgos de sus padres. A sus siete años de edad, es perfectamente dueño de la nariz y el mentón heredados de su Madre: a él también se le enrojecen esos dos puntos de la fisonomía cuando se alegra o se disgusta. De su Padre, Niño heredó la forma de la cabeza con todo y su dotación de terquedad, los ojos cafés y con ello la culpa de haber defraudado a su Abuela. Ella, que ha perdido todos los dientes, conserva la esperanza de que Dios Nuestro Señor le preste viva y licencia para un día asomarse a la cara de su primer biznieto y descubrir en sus pupilas el anhelado matiz de la esmeralda. Solo entonces --dice-- morirá tranquila.

Padre, Madre y Abuela adoran a Niño. Le manifiestan su amor de muy diversas maneras, pero sobre todo empeñándose en aleccionarlo para la vida. En pos de su objetivo los tres son incansables. En los pocos minutos de convivencia diaria que tienen con el primogénito, van sembrando en su almita semillas que han empezado a germinar. Florecerán cuando Niño sea un hombre y a su vez tenga hijos: les herederá su cabeza dura, sus facciones sensibles y su infinita sabiduría.

Abuela es agridulce y redonda. Practica una religiosidad salpicada de supersticiones. Lleva entre los senos fláccidos un pañuelo con dinero que nadie quiere robarle pero del que teme ser despojada. En su carácter aparentemente sencillo hay muchos compartimientos secretos. Allí guarda antiquísimos rencores, aunque en su memoria ya están borrados los nombres de las y los destinatarios.

En el mismo espacio, Abuela conserva una lista de direcciones. La guía es inútil porque los familiares y amigos habitantes de aquellos domicilios se dispersaron o murieron. A sus amigas les sucedió lo mismo y Abuela dedicó años a extrañarlas. La ausencia de Fulana, Zutana y Menganita dejó de importarle el día en que, cuando ya no lo esperaba, nació su primer nieto.

Pese a que Niño la defraudó en cuanto al color de los ojos, ella lo adora; sólo a él le cuenta sus pensamientos y sus miedos --el mayor: que un día la refundan en un asilo. De esa posibilidad no la asusta la perspectiva de vivir en un edificio de paredes húmedas y entre otros ancianos llorones e incontinentes, sino la de verse alejada de su nieto.

Para evitar semejante infierno ella, que conoce a la perfección los Mandamientos, vive mintiendo: se hace la sorda cuando los comentarios de su nuera pueden lastimarla; finge sueño cuando su hijo alude al exceso de gastos en la casa; aparenta inocencia cuando la empleada doméstica que acude una vez por semana percibe olor a orines en el cuarto y le pregunta: ``¿Quien se hizo?''; afecta indiferencia cuando la excluyen de un paseo; simula resignación cuando la dejan encerrada con llave, gratitud cuando le entregan a manera de obsequio muestras de perfume, jabón o una prenda amorfa que le exigen que se ponga ``porque no queremos que nos la deje nuevecita''.

Niño ama entrañablemente a su Abuela. Además la admira por su capacidad de contar historias y mentir. Comprueba que es una auténtica maestra cuando la ve disfrazar de carcajadas su llanto: ``No, si no estoy llorando; lo que sucede es que recordé una cosa que me platicó mi nieto y me dio tanta risa que se me salieron las lágrimas''.

A Niño le resulta incomprensible que una mujercita que apenas come y bebe pueda contener en su cuerpo tal cantidad de líquidos; menos entiende que se afane en ocultar cómo, sin proponérselo, se le escapan en gotas que se deslizan por su cara o en chorritos que fluyen entre las junturas del mosaico.

Abuela teme que su excesiva sensibilidad y su incontinencia la hagan aparecer demasiado vieja y justifiquen su traslado al asilo. De eso no habla con Niño pero a veces, cuando él le pregunta: ``¿por qué lloras?'', ``¿por qué se te sale el pipí?'', ella lo abraza y le responde: ``Ya lo comprenderás cuando seas viejo''.

Madre desearía que Niño jamás creciera: lo idolatra y le demuestra su amor en la forma de cuidarlo, protegerlo, mimarlo, acariciarlo y aleccionarlo. Segura de que, como dicen las publicaciones especializadas, un niño es por naturaleza receptivo, ella no desaprovecha un minuto para enseñarle lo que está bien, lo que es erróneo y, además, para imbuirle conciencia social. A fin de convencerlo de que beba la leche tibia en la mañana alude a ``los millones de niñitos pobres que jamás han probado ese alimento''.

El comentario de Madre sólo sirve para despertar en Niño una profunda envidia hacia esos seres desconocidos que no tienen que enfrentarse a la horrible visión de una taza de leche tibia y azucarada que, conforme pasa el tiempo, se arruga en la superficie, como las mejillas de su abuela.

En la mañana, al mediodía y por la noche la relación entre ambos está determinada por el reloj. En forma de cafetera, adorna la pared del comedor y rige todos los movimientos de la madre. Apresurada, a las siete en punto, retira las mantas que abrigan a su hijo; apresurada lo semblantea y le pregunta cómo durmió; apresurada lo lleva al baño y después de cerrarle la puerta le dice que se apure porque en unos minutos estará listo el desayuno.

Sentado a la mesa que se le ha vuelto un sitio de tortura, Niño ve a su madre ir del gabinete a la estufa y luego a la mesa y enseguida al refrigerador y casi al mismo tiempo al fregadero: todo para regresar de inmediato a su silla. Allí, entre cucharada y cucharada de cereal, reinicia su incesante tarea de convencimiento para que su hijo beba la leche tibia que millones de niños jamás han probado.

Enmedio de toda esa frenética actividad Madre le ordena ``límpiate con la servilleta, no pongas los codos en la mesa, termina de una vez para que vayas por tu mochila''. Ya sin aliento, Madre sólo se da un respiro cuando su hijo, en la precipitación por obedecerla, tira la raza y luego la silla. Los ruidos son menos fuertes que el grito con que lo amonesta: ``Niño, ¿ves lo que haces por andar con tanta prisa?''

Padre, al contrario de su esposa, ansía que su primogénito crezca porque entonces tendrá en la casa igualdad proporcional frente a su Mujer y a su Madre. Las dos hablan, pesan y consienten demasiado a ese Niño que a veces él castiga brutalmente para contrarrestar la influencia femenina. Con el propósito de fortalecer su temple masculino, le tiene prohibidas las manifestaciones de cariño --``¡Déjate de mariconadas!''-- y cuando quiere demostrarle su amor le parece suficiente alargar la mano y revolverle el cabello, aplicarle motes que le parecen divertidos o lanzarle izquierdazos sin darse cuenta de que todo eso humilla y atemoriza a su hijo.

Determinado a endurecer a Niño, Padre predica con el ejemplo y así cada manana le transmite las claves del comportamiento apropiado en un hombre. De pie en la parte trasera del automovilito, su hijo lo oye maldecir cuando otro conductor apresurado se interpone en su camino; lo ve meter el acelerador a fondo para evitar detenerse ante la luz roja del semáforo; lo observa poner un billete en la mano del motociclista que al fin le da alcance; escucha su carcajada triunfal cuando el vendedor de periódicos del crucero se equivoca y le da unas monedas de más al entregarle el cambio.

Todo esto turba menos a Niño que ver cómo su papá, asomado a la ventanilla, mira a las mujeres y les lanza piropos brutales. Termina el recorrido. Cuando Padre desciende del coche para encaminarlo hasta la puerta de la escuela le revuelve el cabello, le murmura un apodo que le parece gracioso y le repite: ``No vayas a decirle nada a tu mamá: son cosas de hombres''.