El inglés que subió una colina, pero bajó de una montaña, del director galés Christopher Monger, está basada en un relato homónimo y semiautobiográfico de Ifor David Monger. Un anciano relata a un niño la historia --la parábola-- de una comunidad galesa que en 1917, en plena Guerra Mundial, desafía a dos cartógrafos ingleses cuando en un estudio in situ sentencian que la ``montaña'' Ffynnon Garw, orgullo del poblado del mismo nombre, no cumple con el requisito de altura mínima (mil pies) para ser algo más que una simple colina.
Con una altura de 984 pies, el sitio venerado requiere poco menos de 20 pies (50 metros, aproximadamente) para justificar su noble reputación en un país donde --se dice-- las montañas han detenido, desde tiempos inmemoriales, el avance de los invasores. La población decide hacer crecer la colina hasta la altura requerida, de una manera que el anciano narrador califica de épica.
La mezcla de respeto y de desconfianza con la que los galeses reciben a los cartógrafos representantes de la corona inglesa, no disimula su creciente sentimiento nacionalista y su anglofobia cultural. En este poblado, guardián celoso de las tradiciones locales, hasta un cura ultraconservador es elevado a la calidad de héroe por su defensa de la montaña, símbolo patriótico. Otro defensor inesperado es un sátiro pelirrojo, el Cabro Morgan, con quien el cura vive un largo antagonismo, hasta que la montaña los une en la misma lucha. La cinta de Monger, comedia romántica con trasfondo político, celebra la concordia entre individuos y naciones. Pax Britannia.
¿Qué sentimiento anglófobo podría resistir al encanto y a la cortesía sin mácula de Hugh Grant, el inglés del título, el cartógrafo que se solidariza con la lucha ajena? ¿Y quién tomará en serio al otro cartógrafo (Ian McNeice, notable) quien con su físico, vestimenta, acento ampuloso y desplome final en borrachera, es más motivo humorístico que amenaza foránea? Hugh Grant refrenda aquí la calidad de su memorable desempeño en Cuatro bodas y un funeral, de Mike Newell, pero en el esquema del guión (escrito por el propio director) no hay lugar para un lucimiento continuo.
El personaje central de la cinta es el paisaje galés, proveedor de mitologías, y esta idealización de la tierra y del esfuerzo colectivo, del afianzamiento de la identidad y del carácter nacionalista, se convierte en una fábula social simpática e inofensiva. Hay ecos de la comedia estadunidense de los años treinta, del optimismo social de Frank Capra, por ejemplo. El conjunto de actuaciones es sobresaliente, y muy atractivo el ritmo narrativo de la cinta. Además del cura y del tabernero Morgan, hay personajes secundarios estupendos como el joven que regresa mentalmente perturbado de la guerra y cuyo involucramiento en la faena común lo rescata de la inercia.
La comparación entre hacer crecer una colina y construir una trinchera en el frente bélico es una metáfora apenas velada de un ánimo de resistencia política. Este aspecto pudo haberse desarrollado con mayor ironía y fuerza, de no estar de por medio la subtrama de una historia de amor muy convencional e inconvincente. Es probable que el propósito del director haya sido desdibujar un poco la realidad, confundirla con una mitología exaltante en rápido tránsito hacia la leyenda, y hacerlo a partir de personajes arquetípicos y entrañables.
La cinta es atractiva por la novedad del tema del nacionalismo galés, lo afortunado de las caracterizaciones, el aliento lírico de ciertas escenas (la colectividad que asciende por la colina, la descripción del territorio) y por las distancias que toma el director con la vocación lacrimógena de la comedia romántica hollywoodense, tan presente en nuestra cartelera. El punto de vista de la cinta es indudablemente el del cartógrafo inglés Anson/Grant --un testigo atónito y embelesado con una dinámica popular inédita. La mirada del outsider. Una suerte de retorno a un viejo estilo de hacer y disfrutar la comedia.