Nuestra mayor desgracia --y hemos tenido muchas-- consiste en ser vecinos de Estados Unidos. La doctrina Monroe ordenaba que América fuera para los americanos y Europa para los europeos. Ni unos ni otros podían intervenir en el continente ajeno; Estados Unidos aconsejaría y ayudaría de modo fraternal a las ex colonias españolas. Esa generosa ley pronto se relegó al olvido con la apropiación primero de Texas y más tarde con la de la mitad de nuestro territorio. Desde entonces hemos sufrido agresiones y hoy mismo se prohíbe la pesca de atún y la entrada a Estados Unidos de hierro, acero, cemento y hasta de los aguacates y jitomates mexicanos (regalo de México al mundo) y de todo lo que les haga competencia a sus productos.
Si los mexicanos somos racistas, los estadunidenses lo son mucho más. Odian a los negros y a los inmigrantes hispanoamericanos. Han cercado la frontera; a veces golpean a ilegales y los deportan, a pesar de que los inmigrantes hacen trabajos que desdeñan los yanquis y colaboran al crecimiento de su economía.
Ya no somos amigos de Estados Unidos, sino sus enemigos. Si nos prestan dinero es con la intención de cobrar grandes intereses.
Gabriel García Márquez ha escrito Historia de un secuestro, un libro estremecedor, y yo me pregunto: ¿por qué sufren los colombianos? Sufren porque más de 20 millones de estadunidenses son drogadictos. Y México parece acercarse al problema colombiano.
El presidente Clinton ha prometido ejercitar a los mexicanos para combatir a las mafias de narcotraficantes. Resulta irónico pues si Estados Unidos no puede (o no quiere) abatir a sus mafias, ¿cómo van a enseñarnos a hacerlo? En México han sido aprehendidos importantes capos de la mafia, mientras que en Estados Unidos no ha caído ninguno.