Este 3 de octubre habían firmado el Llamado por la Paz, el Diálogo Nacional, del 25 septiembre, ocho mil 173 personas y 319 organismos diversos (universitarios, profesionales, municipales, ecologistas, de derechos humanos y ciudadanos, de mujeres, artistas, campesinos, indígenas, jóvenes, asalariados, empresarios y religiosos --con siete obispos y cinco provinciales--) provenientes de 23 estados. Y seguían llegando firmas.
El gobierno no debiera ignorar lo que significa este creciente conglomerado ciudadano. La visión modernizadora del Ejecutivo debería permitirle percibir que el PRI ya no puede sustituir a la ciudadanía y que a quienes queremos que de inmediato el diálogo adquiera seriedad y asegure la paz no nos sustituyen los partidos politicos ni el EZLN ni la Conai: existimos aunque el gobierno simule no vernos ni oírnos.
El Llamado no ignora los avances del camino hacia la paz ni los esfuerzos de quienes dialogan y, sobre todo, de quienes los empujaron al diálogo sin estar representados en San Andrés. Pero la preocupación fundamental que expresa se refiere a la amenaza de que se generalice el autoritarismo que propicia violencia armada y violación de derechos humanos.
La respuesta gubernamental parece seguir limitándose a la sordera y a la ceguera, y al propósito de arrastrar en ella a la mayor parte de la ciudadanía impedida de conocer los planteamientos de quienes no están sometidos a la voluntad priísta: la televisión y casi todos los otros medios ocultan el contenido del llamado y lo tergiversan en el sentido requerido por el Ejecutivo. Si el Presidente reconoció haber llegado a su cargo gracias a la inequidad que le favoreció frente a sus oponentes, hoy tendría que reconocer que la misma inequidad le permite manipular la ausencia de información completa e imparcial. Esto puede estar destinado a justificar la supresión de los pocos espacios aún abiertos para la negociación social, la expresión libre y el ejercicio de los derechos humanos y las garantías individuales.
Hace 28 años se vivía una situación semejante. Los universitarios, como parte de la ciudadanía, pedíamos un diálogo público con las autoridades que ya desde entonces se resistían a ver y oír. Todo había comenzado con una represión absurda e injustificada, quizá para provocar medidas policiacas y militares ante un descontento que se generalizaba. Analizar la situación del país y de su democracia, estar en la calle, informar como se podía, proponer soluciones a los problemas coyunturales y a los de largo plazo, era entonces un peligro: hacía de cada universitario y de quienes reflexionaran favorablemente sobre las razones del Comité Nacional de Huelga, de la Coalición de Maestros y de muchos hombres y mujeres, un sospechoso de disolución social, un preso político en potencia. Hoy, quienes estamos por la paz y el diálogo nacional, por la información veraz, por la libre circulación de las personas, somos acusados de ser redentores a los que puede resolverse crucificar.
Oponer la razón a la fuerza del Estado y crear alternativas a las políticas oficiales resueltas de manera autoritaria fue hace tres décadas motivo suficiente para la masacre de Tlatelolco.
En octubre de 1996 aún es posible evitar que quienes tal vez lo hayan planeado desistan del nuevo 2 de octubre que parecen preparar y que día con día van dibujando como algo inminente, como secuela inevitable de la pequeña violencia autoritaria que reina entre nosotros desde siempre. Bastaría escuchar íntegramente a la pluralidad ciudadana, y dejarla que se escuchara sin edición previa a través de todos los medios, principalmente de la televisión. Bastaría dar cauce abierto al diálogo nacional, y hacerlo público como se está requiriendo desde 1968.