Para Malkah Rabell en su homenaje
Resulta muy importante que se nos dé a conocer al dramaturgo sueco Lars Norén, considerado en su país como el Strindberg contemporáneo. A juzgar por De Munich a Atenas, y a reserva de tener acceso al resto de su producción, Norén es un digno heredero de su antecesor. Aquí está la despiadada, casi vampírica lucha de los sexos, aquí está una angustiante ``realidad alucinatoria'' tras la historia que nos cuenta, allí está la constante mención al dinero como arma de poder. El drama que ahora se nos presenta fue traducido del francés por Fabienne Bradú, con revisión de la versión alemana hecha por Nora Mannek, lo que supone un gran cuidado hacia el texto (Y que sería excelente llevar a la escenificación, por ejemplo en la manera en que los actores pronuncian Munich, como si el nombre de esta ciudad se escribiera con diéresis).
En el programa de mano se nos asegura que el dramaturgo tiene una sola exigencia ética: ``Las máscaras tienen que caer''. Si es la clave para entender su obra, habría que preguntarse de qué manera caen en esta historia que, contada linealmente podría ser el viaje que emprende una pareja, cuya relación lleva mucho años, para buscar la felicidad amorosa y quizás, como exige la mujer, Sarah, poder unirse en matrimonio.
Los signos ominosos --como esa Mujer, fantasma de David que es la muerte que lo ronda, pero también una recapitulación de su vida cuando se muestra como la madre, o la amante: la mujer, en suma que se adhiere como lapa a él y termina dañándolo en sus genitales, lo que acerca todavía más a este dramaturgo con las propuestas strindbergianas--, la reaparición de antiguas y graves disputas sadomasoquistas, las escenas reiterativas que se resuelven de diferente manera --y que incluyen las rupturas marcadas por el inspector yugoslavo-- convierten al viaje en un auténtico descenso al infierno.
Algo, aunque poco, se atisba de la verdadera personalidad de ambos a través de los diálogos, a veces directos y tajantes, a veces elusivos cuando David dirige alguna de sus intermitentes miradas al paisaje. Paisaje que, por cierto, representa la vida cotidiana, casi un respiro ante el sofocante encierro voluntario-involuntario en que se ha convertido el vagón, que ocupan Sarah y David. El autor ofrece pequeños misterios nunca explicados, como esa chaqueta que le queda demasiado grande al hombre, quizás porque se ha empequeñecido, a lo mejor símbolo de un antiguo fracaso como novelista que apenas se insinúa.
La muy difícil obra de Lars Norén es dirigida por Jorge Arturo Vargas. Recordamos de él su espléndido trabajo con el Cedart de Monterrey culminado con el montaje de Niño y bandido de Gabriel Contreras (que se apreció en la XII Muestra Nacional de Teatro, en 1991, en Aguascalientes). Actualmente radicado en la capital, Vargas es considerado uno de los mejores maestros de expresión corporal, lo que en su presente escenificación se muestra a plenitud aunque, a mi entender, desvirtúe a un personaje. Me refiero al inspector yugoslavo, encarnado por Juan Ybarra mediante una serie de muy precisas y extrañas tareas corporales. Es muy posible que se haya querido traducir la otredad que para unos personajes llegados de Munich supone uno de los muchos emigrantes (en este caso, de la ex Yugoslavia) que llegan de muchos confines, pero que para el espectador mexicano, para quien son los ``otros'' suecos, alemanes y yugoslavos, no significa nada.
También es muy posible que Vargas haya deseado subrayar el ambiente de irrealidad en que imposta su montaje, pero el inspector, al final, contradice en todo al ser explicada su actitud --la reiterada petición de los boletos-- la sensación de amenaza con que al principio lo percibimos. El vagón de ferrocarril --en esa excelente escenografía que se acredita, así como la iluminación a Edita Rzewuska--participa de esa concepción de otra realidad, con sus minuciosos detalles pero con las butacas que se deslizan sobre rieles. Esto último permite al director un interesante juego de espacios de acuerdo con los estados anímicos de sus personajes.
Las actuaciones de los dos protagonistas transitan del realismo a ciertos toques expresionistas. Alicia Laguna por momentos no logra sostener la carga de furia y de dolor de su personaje, pero en general su Sarah --sobre todo en sus largos silencios-- posee una suerte de sombría e intensa belleza. Sergio Cataño (quien en un par de ocasiones no marca la coma después de su negación primera y desvirtúa por ello sus parlamentos) aparece como un atormentado y atormentador David, marcado ya por el destino, presa de quién sabe qué furias internas. Tere Rábago es esta vez un libidinoso fantasma cubierto de andrajos y al mismo tiempo la horripilante y sarcástica presencia de la muerte. Y Juan Ibarra, al que ya hice referencia, muy capaz de transitar de los muy duros ejercicios corporales a la cotidianidad más plana.
Habría que señalar la música de Leopoldo Novoa como un ingrediente más de esta escenificación que, pese a los reparos que se le hagan, resulta muy bienvenida. Por conocer la despiadada obra de un importante dramaturgo y por poder hacer un seguimiento de la muy consistente carrera profesional de Jorge Vargas.