LA PRIVATIZACION DE LA CIUDAD

En la iniciativa de ley de Régimen Patrimonial y Servicios Públicos del Distrito Federal, que se presentó ayer a la Asamblea de Representantes, se abre la puerta a la concesión a empresas privadas de todos los servicios públicos que actualmente presta el gobierno capitalino y se otorga al jefe de éste la capacidad discrecional para desincorporar, mediante decreto, bienes públicos.

Desde varios puntos de vista, se trata de una propuesta cuya conveniencia es por demás cuestionable. Ante las dudas y sospechas que han surgido en meses recientes en torno a los procesos de privatización de empresas públicas realizados el sexenio pasado, habría que convenir en que, por razones políticas, administrativas, legales y de preservación del patrimonio nacional, el país requiere de adecuaciones legales para condicionar las decisiones privatizadoras, a fin de asegurar que éstas se realicen bajo una adecuada fiscalización. Se requiere del establecimiento de mecanismos de consulta y participación de la población para impedir que las desincorporaciones se lleven a cabo a contrapelo de la opinión y los intereses de los sectores sociales involucrados o afectados. Se requiere, en suma, de candados que impidan, justamente, la discrecionalidad y la liberalidad con la que se ha venido realizando desde hace años, en todos los frentes, el achicamiento del Estado.

En el contexto específico del Distrito Federal, el proceso privatizador más reciente, el de la Ruta 100, dio lugar a un prolongado conflicto político de grandes proporciones que crispó a la ciudad, marcó un empeoramiento de la calidad del sistema de transporte, generó innumerables problemas y molestias a la población, puso en evidencia la inca-

pacidad o la falta de voluntad de las autoridades urbanas para resolver los problemas que ellas mismas generaron y causó un severo daño laboral y patrimonial a miles de trabajadores. En cuanto al otorgamiento de concesiones, resulta obligado evocar el sinnúmero de irregularidades, descontentos y conflictos que ha traído consigo la decisión del DDF de retirar los permisos de verificación a los talleres pequeños y medianos y de concentrarlos en unos cuantos ``macrocentros''.

Si se toman en cuenta estos antecedentes, lo lógico sería pugnar por una legislación que obligue a las autoridades --las capitalinas, en este caso-- a someter a alguna forma de consulta, aprobación y control, sus decisiones privatizadoras, y no otorgarles manga ancha para que dispongan del patrimonio urbano.

Para finalizar, la iniciativa mencionada es también inoportuna en la medida en que, a su manera, refleja las posturas de la actual administración del Distrito Federal, que es por mucho la más insatisfactoria e inhábil de cuantas ha tenido la ciudad en las últimas décadas. Con el saldo lamentable que presentan las actuales autoridades urbanas en el tramo final de su gestión --inseguridad, contaminación, intolerancia, represión, denuncias de corrupción, insensibilidad política, descontrol generalizado-- terminará, por fin, el tiempo de gobiernos capitalinos carentes de representatividad popular y constituidos por mera decisión presidencial; en unos meses más, la ciudad habrá de estrenar autoridades electas. Y sería lamentable que las posiciones de esta regencia, la última, quedaran plasmadas en una ley, y trascendieran de esa forma el ciclo agotado de los regentes