Miguel Barbachano Ponce
Africa cinematográfica

Otra vez haremos referencia al cine africano, pero en esta ocasión no escribiremos a propósito de Sembene Ousmane (nació en Dakar, estudió cinematografía en Moscú) y sus trabajos: Borom Sarret, acerca de la contrastante vida urbana que fatiga calles y muelles de Dakar, La Noire de..., sobre la alienación de una sirvienta negra que labora en una mansión afrancesada; no escribiremos sobre Hondo Abid Med (Mauritania, 1936) y aquellos siete años que necesitó para realizar West Indies; tampoco escribiremos sobre los desvelos que padeció Desiré Ecaré (Costa de Marfil) para concretar Visages de Femmes en 1989; también nos apartaremos en este texto del Festival Panafricano de Cineastas y de las cintas que le han dado renombre, como El exilado, año 80, del nigeriano Omarou Ganda, o como Jaiyesinmi de Hubert Ogunde que recogía en el celuloide la tradición teatral Yoruba; también dejaremos en el lado oscuro de esta relación el momento durante el cual Souleyaman Ciss (nació en Bamako, Mali, 1942) recibió la Palma de Oro en Cannes por Yeelen (La luz, 1987), y el quehacer de otros cineastas espectaculares: Idrissa Quedraogo (Yaaba), Burkina Faso (Tilai), porque en este escrito recogeremos la información que nos transmitió verbalmente en días pasados el fotógrafo y videoasta Oscar Menéndez recién incorporado a nuestro convulsionado país después de un extenso/intenso recorrido por las recién independizadas naciones, Zimbabwe, Mozambique, y sus respectivas capitales: Pretoria, Harare, Maputo, acerca de su quehacer cinematográfico.

Ahora bien, si tratáramos de resumir aquella interesante conversación transcribiríamos en una primera instancia tres datos y una cifra: 60 largometrajes se producen anualmente en aquellos lejanos países, mismos que se distribuyen en la Comunidad Europea, que se encarga de su venta y exhibición, a través del videocasete y la televisión. Pero abramos un segundo espacio para comentar que Menéndez trajo consigo de aquel viaje, no sólo mil fotografías en blanco y negro fruto de su trabajo como fijador de imágenes de la problemática social africana, sino también tres videos realizados por cineastas nativos: Fogata (20 minutos, color, VHS) transvase del cuento ``A Fogueira'' del narrador mozambicano Mia Couto, a cargo de Joao Ribeiro. A Guerra da Agua, sobre el conflicto devastador que sostienen diversos grupos tribales en las regiones desérticas de Mozambique para resguardar de manos enemigas las escasas fuentes de agua. Lucha que de pronto viene a interrumpirse por la torrencial presencia de las lluvias, pero que invariablemente recomienza durante la época de secas... y también disponible en todos los formatos del video El árbol de nuestros antepasados (50 minutos, 1994) de Licinio Azevedo.

Acerquémonos a las ancestrales preocupaciones que recreó en Fogata Joao Ribeiro, y que pueden sintetizarse así: ``dramatización de la muerte y sus agonizantes consecuencias en el misérrimo contexto de la sociedad campesina mozambicana, a través de la relación hombre/mujer y de otros acercamientos existenciales''. Si Fogata recoge las diversas maneras que utilizan los trabajadores del campo para encarar a la muerte y sus inesperadas consecuencias, pretendiendo una ``aparente resignación'', El árbol de nuestros antepasados, por el contrario, transvasa con coraje y decisión, la lucha por la supervivencia plena de innúmeras vicisitudes que sostuvieron durante los 15 años de guerra civil en Mozambique, un millón y medio de personas que emigraron para buscar refugio en países vecinos. Fatigante periplo que concluye en el año 93, cuando finaliza la contienda y los extenuados refugiados inician el retorno a casa.

Precisamente El árbol... de Azevedo es el recuento documental del largo viaje que hace una familia --me refiero al grupo humano encabezado por Alexandre Ferrao--, para volver a su país --Chiuta, provincia de Tete al noroeste de Mozambique-- con la intención de reconciliarse con sus antepasados, al pie de un árbol ancestral. Recuento pleno de pericias que Azevedo reconstruye con aseo y puntualidad, pues cómo olvidar aquellos caminos llenos de desechos de guerra que la familia transitó a pie o en destartaladas carretas; o aquellas noches cuando se agrupaban alrededor de la hoguera que alumbraba su campamento para conversar acerca de nacimientos, y defunciones que acontecieron durante su exilio en Malawi. Así, y más allá del cine etnográfico que realizan los occidentales, Licinio Azevedo testimonió con veracidad un hecho conmovedor de la naciente Africa.