Un mediodía de octubre de 1993, no lejos del hotel Al Shahar y de la Casa de Oriente, en Al Qods, vi pasar por la calle a un grupo bullicioso de niñas palestinas que salían de la escuela. Inadvertidamente, una de ellas dejó caer una plana de cuaderno con una escritura a lápiz, aún vacilante, pero ya marcada por los eternos amoríos entre la gente árabe y la expresión caligráfica. Recogí esa página de cuaderno, que hasta la fecha guardo, como un talismán auspicioso de la paz. En ese entonces estaba todavía fresca la tinta de los acuerdos de septiembre entre Rabin y Arafat, y sus respectivos pueblos estaban viviendo experiencias nuevas a razón de diez por día. En Ramala y Jericó, los militantes de la OLP, que a los 25 años eran ya curtidos veteranos, no lograban superar el asombro cuando los efectivos regulares israelíes llegaban a buscarlos, no para llevarlos a una prisión remota, sino para establecer con ellos los primeros contactos de trabajo. Y en medio de ese aire nuevo, las colegialas palestinas, que habían vivido la mitad de su vida en la Intifada y que conocían de memoria el picor de los gases lacrimógenos tanto como las tablas de multiplicar, caminaban con seguridad y aplomo por las calles de su pequeño mundo. Por ellas, por el contraste de olores, de sonidos y de ambientes, me di cuenta cabal de que el este de Jerusalén es una ciudad distinta por derecho propio y con nombre propio. Jerusalén y Al Qods comparten sólo la blancura de las piedras, y aunque se encuentran en el mismo perímetro urbano, son tan diferentes la una de la otra como San Diego y Tijuana.
Hoy, el señor Netanyahu nos ha hecho el favor de provocar el enésimo incendio en esas tierras, y tal vez el nombre de la niña que, en octubre de 1993 dejó tirada una hoja de su cuaderno escolar en los alrededores de la Casa de Oriente, se encuentre en la lista de bajas civiles.
Los actos implacables de los dirigentes israelíes contra la paz pueden parecer el fruto de la estupidez y la soberbia, pero no lo son: son, por el contrario, el resultado de un designio largamente estudiado en los años en que el Likud andaba en la oposición. Todo judío sabe que una profanación extraña de los sitios sagrados y del lugar de los muertos propios es una provocación intolerable, como lo sería que un gobierno cualquiera excavara un túnel ``arqueológico'' bajo Auschwitz o bajo el Muro de las Lamentaciones. No: el empecinamiento en hurgar el subsuelo palestino tenía como propósito echar a perder un proceso de paz que el gobierno israelí, y los sectores que lo sostienen, consideran incompatible con su propio integrismo.
Netanyahu hizo carrera maltratando a los delegados palestinos y mostrándose inflexible en las negociaciones que iniciaron en Madrid después de la Guerra del Golfo. Una vez en el gobierno, las actitudes de Netanyahu obligan a recordar a esos jóvenes nacidos en Nueva York y cuya falta de identidad los convierte, una vez llegados a Israel, en un mecanismo fanático calibre nueve milímetros, en combinaciones desérticas de rambo y de rabino, en yuppies talmúdicos antes dispuestos a matar que a comprender. Cómo no recordar, ante los actos de gobierno de Netanyahu, a los niños tontos que, en sus ratos libres, abren fuego contra los feligreses de las mezquitas o asesinan a Yitzhak Rabin.
Por desgracia, este espíritu bárbaro tiene hoy la mayoría en el Knesset. Mientras que del lado palestino los promotores del martirio islámico y de la guerra santa se encuentran --hasta ahora, y tal vez no por mucho tiempo-- marginados, el gobierno de Israel está en manos de quienes no quieren ver, por las calles de Jerusalén y sus confines, a niños palestinos yendo o viniendo de la escuela, sino a jóvenes tirando piedras y a mártires de la dinamita preparando atentados.
Vendrán tiempos mejores. Hoy, el peor insulto que puede proferirse a los sepultureros de la paz es conservar, intactas y compartidas, dos admiraciones: al tesón laborioso de los judíos, que en dos décadas construyeron un Estado nacional --una tarea que a los pueblos europeos les llevó siglos-- y a la resistencia sin límites de los palestinos, que durante sesenta años han resistido a lo indecible, se han negado a desaparecer como pueblo y han empezado a edificar, en medio de la adversidad, su propio país. Yo conservo, además, como signo de que la paz es posible, la hoja de un cuaderno escolar con caracteres árabes escritos a lápiz, y espero que a todos los Netanyahus y todos los Abu Nidales del mundo se les malogre su propósito de truncar el camino difícil de esa caligrafía, y espero que aquella colegiala, que un mediodía del otoño de 1993 perdió una página de su cuaderno en los alrededores del hotel Al Shahar, haya salido sana y salva de este incendio , y que pueda crecer para llegar a adulta y escribir con tinta, y con trazos más seguros, la historia de la convivencia pacífica entre su Al Qods palestina y la Jerusalén de los judíos.