Los gobiernos de España e Italia acaban de presentar programas presupuestarios que, para decir poco, podríamos decir severos. Hay que emparejar las cuentas públicas y reducir las tasas de interés y de la inflación. Este es el costo para entrar a la Europa inaugurada en Maastricht. La Europa de la moneda única, camino de acceso hacia fases más altas de integración. Quedar al margen de lo más novedoso de la historia de Europa en este siglo sería, a todas luces, un buen programa de aislamiento epocal. Hay que pagar el boleto.
Y esto hacen dos gobiernos que están en las antípodas del espectro político contemporáneo, los de Aznar y Prodi. De un lado, una formación construida sobre el miedo hacia cambios demasiado acelerados --en la sociedad y en la política--. Del otro, una formación que se fue haciendo en el asco hacia el ``malgobierno'', los clientelismos de hierro y los despilfarros que envilecían a todos. Y sin embargo, no obstante los distintos patrimonios de ideas, los dos gobiernos reconocen que si Europa ha de hacerse, ellos y sus pueblos no quedarán afuera. Hay que reconocer, en los dos casos, por lo menos la lucidez.
Emparejar las cuentas públicas (hasta el límite máximo del 3 por ciento de déficit fiscal en el PIB) se había vuelto imprescindible. En el fondo debe decirse que, no obstante todo, este déficit presupuestario fue bien usado en el curso de las últimas décadas. Por lo menos en sostener reconversiones productivas, mejorar los servicios públicos y algunas otras cosas. Pero ya no se sostenía el vivir arriba de los propios recursos más allá de un cierto periodo. Tensiones de varios orígenes podían llevar demasiadas cuerdas a un excesivo estado de tirantez. Hoy España e Italia pagan un costo. Reconozcamos en los dos casos una voluntad política de no hacer excesivamente penoso el reordenamiento de las finanzas públicas para los sectores más débiles.
¿De qué se trata en el fondo? De reducir las presiones inflacionarias asociadas a un gasto en déficit. Si de ahí se pasara a una reducción de las tasas de interés, se obtendrían dos consecuencias esenciales. La primera, de orden contable: la carga de la deuda pública se reduciría drásticamente. La segunda, de mayor alcance: la reducción de los costos financieros del riesgo. O sea, el impulso a la innovación, la creación de nuevas empresas (sociales, privadas o lo que sea), la generación de empleos.
Aún sin hacer panegíricos al mercado y sus automatismos, los gobiernos (sobre todo el italiano) reconocen que el objetivo europeo es un aliciente adecuado a dar motivaciones sociales a la inversión.
E inversión se necesita. Para modernizar aparatos productivos y crear las condiciones de un mayor control social
sobre la economía. Y mejorar la vida, para decirlo rápidamente. Reducir las tasas de interés es un prosaico y esencial ingrediente para reanimar el gusto para el riesgo. Y de paso, entrar en Europa.
Sin embargo, alguien no está de acuerdo con una forma de razonar como la que he intentado aquí. Y ese alguien es nada menos que Paul Krugman. En un reciente artículo publicado en The Economist, Krugman sostiene que no existen indicios de que la reducción de la tasa inflacionaria tenga un efecto positivo sobre la reducción del desempleo. Tal vez el razonamiento de Krugman valga para Estados Unidos, un país en el cual los efectos perversos de la inflación son mitigados por el ingreso de grandes volúmenes de capital procedentes del resto del mundo. Pero para el resto de los comunes mortales, esta posición envidiable de Estados Unidos no existe. Si la inflación se incrusta aquí, en la economía, los efectos pueden ser graves en el largo plazo. Efectos en términos de creatividad (real, no financiera, que esta última nunca falta), generación de empleos y calidad de la existencia.
Krugman sostiene que el crecimiento tiene efectos positivos sobre la reducción de las tasas de desempleo. Ahora sólo le queda explicarnos a nosotros, también comunes mortales, cómo se sostiene en el largo plazo el crecimiento en condiciones de crisis de las cuentas públicas y descontrol de los precios.
Otro discurso, naturalmente, vale para los países cuyo equilibrio de cuentas públicas ya se haya realizado. Aquí son mayores los márgenes de libertad.