La Jornada Semanal, 29 de septiembre de 1996
Alí-Hodja*
Plantas de antes de la guerra
Están entrando a Bosnia Herzegovina. Aquí comienza la civilización", dice Saima mostrando la fachada en ruinas de un multifamiliar de los años ochenta. El barrio de Grbavica fue, como todos los desarrollos urbanos de la periferia de Sarajevo, destruido por la artillería de los nacionalistas serbios, los llamados chetniks en memoria de los monarquistas que en oposición a Tito pasaron de resistir la invasión nazi a colaborar con ella, y que hoy han revivido el sueño de una gran Serbia: "limpia" de croatas, judíos, y musulmanes.
Saima mujer robusta de cincuenta años, el pelo rubio recogido en la nuca,musulmana y empleada de oficina camina sobre el cascajo, ropa podrida, fotografías de álbumes familiares regadas por el piso, hierros retorcidos y la alfombra de esquirlas que cubre la ciudad entera. Nuevas hierbas crecen junto a los escombros de lo que fue un edificio de clase media, en el que Saima sobrevivió la guerra. Abre la puerta de su departamento y la luz del atardecer ilumina una pared blanca de donde cuelga un cuadro con caracteres cirílicos; a nuestros pies ladra y mueve la cola una perra vieja. El departamento de Saima huele a café; cuando nos muestra las dos habitaciones que dan hacia el otro lado de la fachada sólo vemos escombros y muebles apiñados, paredes rociadas de esquirlas y un gran boquete en el muro. Llega su marido, Vice, con Luca, un amigo: "Ven?, esto es Sarajevo: mi marido es croata, Luca serbio y yo musulmana." Saima nos muestra una mesa llena de macetas: "Casi nadie pudo conservar las plantas. Yo no sé cómo fue posible pero aquí están: éstas son plantas de antes de la guerra." Vice saca de un cajón el revólver de fabricación yugoslava. "Con éste disparábamos contra los morteros y cañones de los nacionalistas serbios", nos explica. "Para el caso de que ellos hubiesen entrado al edificio, siempre guardé dos balas, una para Saima y otra para mí."
El edificio de Saima sobresale, por su destrucción, de las ruinas que lo circundan. Vice explica que unos niños y jóvenes se atrincheraron en la azotea con una ametralladora para responder a la artillería de los chetniks, y que por eso una noche un comando terrorista voló uno de los cuerpos del edificio. Con meticulosidad, Vice expone los daños estructurales, para lo que se ayuda de papel y lápiz; es ingeniero y habla de la futura reconstrucción. Luca conversa poco y sonríe; ha salido de Serbia para encontrarse aquí con sus viejos amigos. Saima sirve un café espeso como chocolate y habla rápido: "A nosotros nos preguntaron muchas veces por qué nos quedamos, ya que decenas de inquilinos de aquí murieron. Nos preguntaban: `Ustedes son héroes o tontos?' Yo misma me preguntaba si éramos héroes o tontos. Pero luego llegué a la conclusión de que cuando uno se queda en su tierra, uno es siempre alguien necesario... Durante los bombardeos nos juntábamos en la parte más segura del edificio y cantábamos. Todos compartíamos todo, una cebolla, cualquier cosa. La guerra nos ha hecho entender la vida de otra forma: antes ahorrábamos para comprar objetos, comodidades; ahora sabemos que se puede perder la vida en un instante, que cada minuto es un regalo, por eso todo lo que tengo prefiero compartirlo con los amigos que más quiero. Si ustedes pudieran entender ese sentimiento; cuando uno tiene todo, cuando uno es rico, no se puede sentir tal felicidad."
Un fantasma recorre los Balcanes, el fantasma de Tito
El fin de la guerra fría despertó los viejos demonios de Europa. El sistema que mantuvo unidos en un solo Estado socialista a croatas, bosnios y serbios, empezó a desmoronarse con la muerte, en 1980, de Josif Broz Tito. Alemania alimentó el fervor nacionalista croata. La Rusia de Yeltsin volvió sus ojos de zar paneslavo que destruye Chechenia sobre los eslavos del sur, los yugoslavos, y apoyó a Serbia. La independencia de Eslovenia y Croacia fue interpretada por Francia, Inglaterra y Estados Unidos, como un paso más en la expansión de Alemania tras la caída del Muro de Berlín. En Roma, el Papa Juan Pablo II celebró la separación de Croacia y Eslovenia: las fronteras históricas del cristianismo vaticano con la cultura musulmana y la iglesia ortodoxa. Los anuncios de la guerra nacieron fuera y dentro de los Balcanes. Como en un tablero de ajedrez, las naciones europeas jugaron con las pasiones nacionales de Yugoslavia. Militares y políticos serbios, en control absoluto del ejército nacional, el quinto más poderoso de Europa, decidieron desatar la guerra contra el resto de las naciones que conformaban la federación yugoslava. El cálculo de la dirigencia serbia era inequívoco: el resto de los yugoslavos carecía de fuerzas armadas y su aniquilamiento y conquista era negocio seguro.
En 1992, los nacionalistas serbios sitiaron la ciudad de Sarajevo y le declararon la guerra a los ciudadanos serbios, croatas y musulmanes que la habitaban. "Esta guerra dice Senad Hadifejzovic fue explicada como una guerra civil, lo cual no es cierto. Se trata de la más clásica agresión de un Estado, o sea Serbia, contra otro Estado, Bosnia Herzegovina. La versión de que ésta es una guerra civil es el embrión del malentendido." Con la firma de los acuerdos de Dayton, en 1995, la guerra se detuvo con un saldo de alrededor de dos millones de refugiados, 400 mil muertos, 300 mil de los cuales son musulmanes, igual que las 50 mil mujeres violadas, y las 1,300 mezquitas destruidas. El 49% del territorio de Bosnia ha sido arrebatado por los ejércitos serbios. "Lo cierto escribe David Rieff, autor del libro Matadero es que un montón de sueños han muerto en Bosnia en los últimos años: el sueño de que el mundo tiene conciencia; el sueño de que Europa es un lugar civilizado; el sueño de que hay una misma justicia para los fuertes y los débiles. No debería sorprendernos que el sueño milenario de que la verdad nos hará libres también muera ahí. La derrota es total, la ignominia completa."
Para los sarajevitas es necesario rescatar, del ejercicio sistemático de destrucción al que han sido sometidos, las verdades que sobreviven con ellos. "Nosotros explica Saima creíamos que había que tirar el comunismo después de la muerte de Tito... El comunismo era un ogro para el mundo... Cuando cayó el muro de Berlín quisieron acabar con esta historia... Pero lo cierto es que se vivía de una forma muy especial; en los tiempos de Tito, la gente estaba contenta... Mi hijo me habla desde Berlín y me dice: `mamá, nosotros no estábamos conscientes de qué tan bien vivíamos'... Y es que no éramos ni muy ricos ni muy pobres..."
Senad Hadifejzovic, director del noticiero de Bosnia Herzegovina, nos recibe en sus oficinas, en un edificio sobrio, lleno de cuarteaduras, techos desencajados, rodeado de trincheras y nidos de ametralladora. "Aunque nosotros como nadie sentimos en nuestra propia carne los errores de Tito, todavía creemos que no es cierto que su error haya sido total afirma el periodista. Esto es paradójico, porque esta ciudad fue quemada por el ejército que creó Tito, los generales que educó Tito y, de alguna forma, por sus partidarios. Milosevic (presidente de Serbia) fue su partidario." Si Tito no construyó un Estado enteramente democrático, sí alentó la convivencia entre las distintas nacionalidades y puso a Yugoslavia a salvo de las esferas de influencia rusa, alemana, inglesa y norteamericana; por eso, mientras en el resto de la ex Yugoslavia se cambia de nombres a las calles y se borra la memoria histórica, en Sarajevo la gente como Senad insiste en que los sarajevitas "no quieren pelear con su presidente muerto".
Rosas de piedra
Se conocen como rosas las huellas que dejaron las granadas en los muros de las casas y en el suelo de las calles. Su anatomía está formada por un centro del tamaño de un viejo disco LP, donde quedó grabado el impacto del proyectil. A su alrededor se forma una constelación de incisiones dejadas por las esquirlas. Son como escupitajos; por el sentido de los pétalos se puede saber de qué lado de las montañas que rodean a la ciudad provienen. La gente en Sarajevo sabe a quién mató cada una de las rosas. Algunas son muy conocidas, como la que cayó cerca del mercado y dejó decenas de muertos: aquel episodio se conoce como La cola del pan. Ahí murió el marido de Goga, la señora que pone su departamento a nuestra disposición como posada.
Alrededor de las rosas crece la metralla, impactos dejados por armas de distintos calibres, que los sarajevitas aprendieron a identificar por el sonido, así como a calibrar el daño que causaban tan sólo con oír las detonaciones. A diferencia de las rosas, que se ven de una o dos por cuadra, las huellas de la metralla crecen en racimos, envuelven las construcciones y alcanzan el interior de las casas. No existe, en todo Sarajevo, nada que no ostente estas cicatrices.
Durante los cuatro años que duró la guerra se escuchó ininterrumpidamente el estruendo de las bombas, el tablero de las ametralladoras o el certero disparo de los francotiradores. Mladem, serbio casado con musulmana, dice que para no perder la razón era necesario proponerse pensar en otra cosa: "A mí me salvó mi hijo; a muchos los salvaron los libros... Pueden imaginar un día en el que matan a sesenta y ocho personas y cincuenta son heridas?, pregunta Mladem. Pueden imaginar a los médicos que atienden a todos esos pacientes, que ven a alguien con una gran herida y a otro sin piernas? Cómo pueden saber los médicos qué es lo apropiado, cuál es el hombre al que tienen que ayudar primero?... Todavía no podemos entender la forma en que sobrevivimos. Yo le pedí a Dios que si me tocaba morir, mi cuerpo quedara completo; cuando murió mi mejor amigo sus restos cabían en un plato. Es terrible no poder ver la cara de los muertos, no poder despedirse de ellos."
Para los nacionalista serbios, un serbio en Sarajevo, como Mladen, es un traidor condenado a muerte.
El silencio
La gente de Sarajevo camina entre sus muertos: la imposibilidad de movilizarse hasta los cementerios donde a cada cortejo se sumaban las nuevas víctimas de los francotiradores, obligó a la población a enterrar a los caídos en los jardines públicos. Prácticamente en cualquier espacio verde descansa un muerto y alguien llora al suyo. Hace unos meses pocos se detenían ante las tumbas: el peligro que significaba la intemperie bajo la lluvia de plomo, el trabajo para conseguir algún alimento, la probabilidad de morir en las próximas horas, no permitían que las fronteras entre los vivos y los muertos fueron definidas por los rituales de siempre. Hoy, que han dejado de oírse las balas, los sarajevitas reconocen a los que quedaron de éste y el otro lado de la vida; la gente en Sarajevo descubre a los que están y a los que faltan.
Los periódicos de la guerra
Senad Praso, asistente del director del diario Liberación, nos muestra una oficina destruida por la artillería serbia: "ésta era mi oficina". El edificio del principal diario de Sarajevo es la ruina más llamativa de la ciudad, una especie de nave espacial que ardiera en tierra. Con excepción de un pequeño bunker antinuclear donde se refugió la redacción del periódico y donde pudieron trabajar durante toda la guerra, el resto es cascajo y cenizas. "Ni un solo día dejó de aparecer el periódico: mil, dos mil, tres mil ejemplares, aunque en muchas ocasiones estuviera dedicado casi exclusivamente a los obituarios. En este momento es verdaderamente difícil imaginar cómo fue, simplemente existía una fuerza en la gente para subsistir." El domicilio de Liberación es un monumento a la tecnología de guerra existente en el mercado y que los chetniks heredaron del ejército de la ex Yugoslavia, pero sobre todo es el testimonio del coraje de los periodistas musulmanes, serbios y croatas que trabajaron y murieron en el sitio de su ciudad.
Los policías que nos acompañan en el recorrido nos indican dónde se encontraba la línea de fuego: a unos cincuenta metros del edificio. "Nos daban explica uno de los oficiales seis balas por día. Cuando se nos acababan tirábamos piedras." Senad se ha acostumbrado a pasear a los reporteros, y como colega comprensivo abrevia el esfuerzo de la traductora, pues cualquier palabra le basta para entender la pregunta completa. "El peligro de que se reanude la guerra sigue presente en los chetniks, está en los criminales de guerra, en la comunidad internacional que es incapaz de detenerlos, y que sigue apoyando a Tudjman en Croacia y a Milosevic en Serbia, y no a Bosnia Herzegovina."
Senad Praso es amable, pero sus gestos no dejan de marcar el cansancio de tener que explicar, una y mil veces, la misma historia; da la impresión de que los sarajevitas han descubierto que los ejércitos de periodistas armados de cámaras de televisión y grabadoras que invaden los escenarios de la tragedia, pueden ser también la forma más sofisticada de la indiferencia.
De Marx a Mahoma
"El siglo XX comenzó en Sarajevo y terminó en Sarajevo", dice Laila mientras escuchamos a Dire Stratis en el bar Bulldog. Como es primero de mayo, hoy no hay toque de queda y algunos jóvenes beben cervezas. Laila es musulmana; como la mayoría de la gente aquí, no es creyente y desconfía de los nuevos islamistas de Bosnia: "Los más religiosos de ahora son los comunistas de antes; lo mismo los nacionalistas serbios y croatas; todos cambiaron de camiseta sin dar ninguna explicación a nadie. Es difícil entender cómo empezó todo: lo cierto es que un buen día el ejército de Yugoslavia, el ejército que nosotros pagábamos para protegernos, salió de sus cuarteles, quemó la estación de trenes y comenzó a disparar sobre la ciudad, sobre todos nosotros. La gente quedó paralizada; los primeros días nadie salió de sus casas. Después nos dimos cuenta de que eso no iba a parar pronto y comenzamos a movernos. La ciudad la defendieron los patriotas: hombres y mujeres de todas las edades reunieron sus pertenencias, se acercaron a los mafiosos y empezaron a comprar armas. Mi ex novio y cinco jóvenes más, armados exclusivamente con pistolas, defendieron un sector de la ciudad; así nació el ejército de Bosnia."
"La gente se ha cansado de ser entrevistada", continúa Laila. "Cuando empezó la guerra se pensaba que Europa no permitiría la matanza, que los medios de comunicación servirían para detener el genocidio. Después nos dimos cuenta de que era inútil, que la guerra continuaba y que las fuerzas de la ONU eran capaces de vender alimentos de ayuda humanitaria a través del mercado negro. Conozco los guiones y la manera de trabajar de los medios en Sarajevo; la guerra dio tiempo de que se filmara de todas las maneras posibles... Lástima por ustedes, hace cinco meses que dejaron de disparar los francotiradores: se los han perdido..."
El césped peligroso
Desde que llegamos a Sarajevo se nos advirtió que no pisáramos el pasto. El de las afueras está sembrado de minas dejadas por los chetniks, y el de los jardines céntricos puede guardar alguno de los detonantes que se diseminaban junto con las esquirlas de las granadas (que van desde un contundente pisapapeles hasta una rebaba de plomo del tamaño de una uña microscópica). Por eso nos sentíamos inquietos al caminar por la cancha de futbol del estadio Zeljeznicar, en el mismo barrio de Grbavica. "Sarajevo! Sarajevo! Sarajevo!", arreciaba la porra de los que llevaban la cara pintadade rojo y hacían estallar una y otra vez cohetes de distintos calibres. Los de azul, no menos fieros en sus cantos, ni escasos en pólvora, pertenecían a la porra del equipo de los trabajadores ferroviarios. En medio de las bancas de los dos equipos, una línea de ex futbolistas lisiados, jóvenes de entre diecinueve y veinticinco años, se dejaban tomar fotografías serenos y sonrientes. Desde las ruinas donde se encontraban los comentaristas y locutores cubiertos por una sombrilla, una voz anunció la llegada de Alia Izebegovic, presidente de la Federación Croata Musulmana de Bosnia, el nombre oficial de lo que aún no está en poder chetnik, de lo que todavía no ha sido limpiado por los defensores de la gran Serbia. En el centro de la cancha se soltaron las palomas de la paz y la esperanza para Bosnia. Un periodista deportivo, vestido con ropa gastada y sucia por el uso como la mayor parte de la población, libreta de apuntes y pluma en la mano, pelo totalmente cano y anteojos, al enterarse de nuestra nacionalidad se acercó a conversar: "Y dígame usted, qué noticias me tiene de Carvajal?" Jelic Zdencko, Secretario General por veinticinco años del club de los ferroviarios, nos explica después, mientras bebe brandy bosnio y ve caer la noche a los pies de un multifamiliar devorado meses atrás por el fuego: "Hace cuatro años se suspendió un partido de futbol, el último antes de la guerra, porque desde el cuartel de la policía los chetniks comenzaron a disparar sobre el estadio. Lo más importante de este partido es que nosotros volvemos a las vías de la cotidianidad, a las vías de la vida. Así que aquí estamos, después de cuatro años de horror, después de cuatro años de infierno estamos de regreso." Jelic ofrece una cerveza y sigue festejando sin quitarse los lentes oscuros, con un saco color durazno cruzado y el pelo canoso creciéndole como un penacho sobre la cabeza. En algún balcón de los edificios en ruinas se asoma una mujer, cuelga ropa blanca recién lavada y se detiene a fumar un cigarro; mira el paisaje devastado y un poco más allá las montañas verdes que la primavera ha cubierto de flores.
Anteojos para cruzar el fuego
Enes tiene treinta años. Antes de la guerra trabajaba en su negocio de renta de autos. Fue herido en una pierna mientras combatía. Después se dedicó a recoger por la noche los cuerpos de los muertos en un coche blindado. Usaba lentes infrarrojos y viajaba por la ciudad escuchando a todo volumen a Deep Purple, Led Zeppelin o los Stones. Alguna vez cruzó la línea de fuego a 200 k/h. Así, en plena oscuridad y gracias a sus lentes, podía ver cómo le disparaban los chetniks. En lo que fue su negocio, ha instalado un pequeño café-bar llamado Dollar Bar, en los bajos de uno más de los edificios destruidos cercanos al Holiday Inn. Aunque aún no abre oficialmente, el Dollar recibe por las noches a algunos amigos bajo su luz azul. Enes tiene una antigua rocola donde se oyen oldies en discos de 45 revoluciones, y difícilmente se quita los lentes negros; todos en Sarajevo parecen no haber conciliado el sueño en los últimos cuatro años. Su aspecto levanta en un recién llegado la sospecha sobre sus inclinaciones sexuales. Enes le explica con su voz profunda y cansada: "Durante cuatro años no tuve relaciones sexuales; antes de la guerra no era gay, ahora creo que tampoco, satisface esto tu curiosidad?" Nos regresa a la posada en el mismo blindado: ahora lo acompañamos nosotros y no las víctimas de la guerra. La oscuridad es prácticamente completa en la noche de Sarajevo; sólo circulan pequeñas unidades militares de la OTAN con sus ametralladoras apuntando en todas direcciones. En la casetera, Robert Plant canta "got a whole lotta love". Entre las ruinas y los modernos vehículos de guerra, Sarajevo parece el set donde se filma una versión más del fin del mundo.
La frontera
Eldina Aliodzic vive en Deobrinja, un barrio que ha quedado dividido: de aquel lado, los chetniks, de este los sobrevivientes de la ciudad: es la última frontera entre los territorios serbios limpios y Sarajevo. Eldina tiene doce años y habla algunas palabras en francés e inglés que ha aprendido de los oficiales de las Fuerzas Internacionales; tiene el pelo castaño y lacio, unos pequeños ojos grises y una sonrisa que uno pensaría rinde a quien la mira. Quiere tomar ella algunas fotos y nos pide un marco alemán la única moneda en Sarajevo. "Is it possible?", pregunta. La conocimos mientras quemaba ropas inservibles y basura junto con su madre. "Mi hermano cuenta Eldina, mi primo y yo fuimos con la gente de la ONU. Estábamos sentados sobre un coche y bromeábamos con ellos cuando escuchamos dos disparos: el primero hirió a mi primo, y mi hermano, al intentar ayudarlo, recibió el segundo disparo. Yo me desmayé en ese momento y desperté cuando llegó la policía y el ejército a rescatarnos. Entonces corrí a casa y le dije a mamá lo que pasó." Eldina me pide el cuaderno y dibuja ahí un jarrón y cuatro flores, firma y escribe su dirección. Otros niños se acercan; son serios pero sonrientes. Los niños en Sarajevo enseñan sus heridas de guerra: alguno, la cicatriz dejada por una bala; los otros, las que les provocaron las esquirlas. Se han acostumbrado a ver, detrás de la alambrada de púas, a los jóvenes serbios que con corte de pelo marcial y armas automáticas ríen y amenazan.
Del otro lado de la alambrada de púas, los muchachos chetniks tiran cascos de cerveza y piedras a una fotógrafa que se acerca demasiado; Eldina voltea sin moverse de su sitio y regresa a la conversación, segura de que esta vez no se trata de algo serio. A unos pasos de la banqueta donde platicamos con Eldina, una familia musulmana invita a Eloise nuestra guía y traductora a tomar café. "Cómo les pregunta ella, van a poder vivir a cincuenta metros de la frontera?". "No responden, la guerra no ha terminado y las fronteras se mueven. Ellos, los chetniks, están esperando la oportunidad de volvernos a atacar, tienen mucho miedo porque han cometido crímenes terribles. No van a dormir tranquilos hasta que no quede nadie que los reconozca, no van a descansar hasta que nos hayan matado a todos."
El perdón como heroísmo
Los habitantes de Sarajevo salen a las calles a encontrase unos con otros, a disfrutar el caminar sin ser heridos. Poco a poco, los sarajevitas empiezan a creer que es posible un futuro para ellos. "Lo que nosotros esperamos explica Senad Hadifejzovic, en lo que estamos trabajando, es en una Bosnia Herzegovina como ha sido definida. Y no fue definida como serbia, ni como croata ni como musulmana. Es croata, serbia y musulmana. Deseamos hacer un Estado en el que otra vez vivan en el mismo edificio serbios, croatas y musulmanes. Deseamos hacer un Estado tolerante, un Estado de ciudadanos donde ni las iglesias ni las mezquitas tengan la última palabra."
En la frontera misma del infierno porque a pesar de los graffiti que sentencian "Welcome to hell" Sarajevo no es el infierno, no los consumió ni los consume el tormento de sus propios crímenes, sino los de sus vecinos, los hombres, las mujeres y los niños han descubierto una fuerza que les pertenece, que es intransferible, y que su traducción en términos políticos no puede abarcar. Porque la política es la mano que empujó esta ciudad al sacrificio, pero de ninguna manera se puede explicar sólo en sus términos lo que permitió a la gente descubrirse serena, libre de la furia de sus verdugos, ajena a la razón tribal de los Balcanes. "La mayoría de nosotros recibió aquí, en las instalaciones de la Televisión, la información de que en esas masacres murió su padre o su madre, su esposa, su hijo recuerda Senad Hadifejzovic. Yo estoy orgulloso de que ni uno de mis compañeros le deseó el mal a los serbios. Nadie pensó en la venganza. Pienso que en eso nos mostramos verdaderamente como héroes..."
* Alí-Hodja es un personaje de la novela Un puente sobre
el Drina del escritor yugoslavo y Premio Nobel de literatura 1961,
Ivo Andric. Estas palabras las pronuncia después de que
Vichegrado, pueblo vecino de Sarajevo, ha sido el escenario donde los
nacionales serbios y las fuerzas del Imperio austro húngaro
acaban de enfrentarse.