La Jornada 29 de septiembre de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Torbellinos de Fuego

La luz del semáforo cambia del amarillo al rojo. Como un actor que escucha el llamado a escena, Herminio se dirige al centro de la avenida y allí, durante los breves minutos que los vehículos permanecen estacionados, juega con seis teas encendidas: las arroja al aire, las pesca al vuelo, las transforma en rehilete o en mínima cascada de fuego que atrapa con el empeine y al fin desaparece convertida en hilitos de humo negro.

Concentrado en su malabarismo, Herminio disfruta de la admiración de los fugaces espectadores y se beneficia de su generosidad. Le gusta la forma en que las mujeres sacan la mano por la ventanilla y al entregarle una moneda le regalan también una sonrisa o una frase amable: ``Muy bien'', ``Tenga cuidado'', ``No vaya a quemarse''.

Herminio apenas tiene tiempo para recoger las monedas antes de que se acentúe el coro de motores que anuncia el arranque. Enmedio del estruendo distingue un silbido largo; se detiene de golpe y rápido se vuelve hacia el otro lado de la calle. Se alegra cuando, entre la multitud que acaba de arrojar la boca del metro, descubre a José. Sonriendo, levanta la mano para indicarle que se acerque.

José va vestido de príncipe azteca: triángulos de estaño sobre manta percudida. De su mano derecha cuelga el tamboril, de la izquierda el penacho multicolor. Sus plumas se agitan movidas por las corrientes de aire que generan los vehículos en marcha. José no parece temerles. Tampoco oye a los conductores que maldicen su forma irresponsable de atravesar la calle.

--¡José! ¿Qué andas haciendo, qué milagro? Yo te hacía por División.

--Uh, pinche Herminio, ¿qué se me hace que sigues viendo a la Cachito?

En el tono malicioso con que José alude a una antigua compañera hay complicidad y la referencia al mundo que los dos compartieron en el Circo Morales. El espectáculo fracasó antes de que lograran ver realizado su sueño: convertirse en su atracción principal como Los Torbellinos de Fuego.

La posibilidad empezó a desvanecerse el día en que José, por darle gusto a la Cachito, la siguió al trapecio, de donde se cayó sin más consecuencia que una clavícula rota. Entonces Herminio tuvo que trabajar solo: primero sin su antiguo compañero y después ante un público reducidísimo que al fin se desvaneció, como la paloma en el sombrero de Míster Magic.

Después de un infructuoso recorrido por barrios y colonias, el Circo Morales tuvo que plegar sus carpas. Los equipos se disolvieron. La Cachito --que debía su nombre a la pérdida de una falange en el meñique izquierdo-- aceptó llevarse a los siete perritos bailarines; convaleciente, José renunció a sus sueños y Herminio tomó su propio camino.

Luego de algunos intentos por incorporarse a otros circos, Herminio se vio urgido de improvisarse como vendedor ambulante. Sin éxito pregonó limones, cerillos de madera, canela y hasta pájaros hinchados de balines. En una de sus caminatas por División del Norte descubrió a José. Le despertó un sentimiento ambiguo verlo a mitad de la calle, enfundado en el leotardo de lentejuelas que había usado en el circo, y haciendo malabarismos sólo con cuatro teas.

``¿A poco ya no puedes con seis?'', le preguntó José cuando se refugiaron en un restorancito para contarse sus vidas a partir de la quiebra del Circo Morales. ``No. El brazo me quedó chueco y cuando lo levanto me duele; pero me aguanto porque siempre me jala más el gusto por mi negocio''. José miró las teas colocadas sobre la mesa y luego preguntó: ``Y tú, ¿en qué andas?'' Herminio resumió sus experiencias como vendedor. Luego acompañó a José hasta el crucero donde lo había encontrado y se despidió sin hablarle de su antiguo sueño: revivir a Los Torbellinos de Fuego.

Durante el trayecto al mercado donde depositaba su mercancía, la carga se le volvió pesada, intolerable. Esto, y el recuerdo de su amigo, lo decidieron a convertir los cruceros más transitados en escenarios donde poner en práctica su habilidad para jugar con fuego.

II

Ahora que ha vuelto a encontrarse con José, Herminio le da las gracias por haberlo estimulado con su ejemplo, le confiesa que le va bien con su número de teas y que existe la posibilidad de que lo contraten en un circo. Para celebrarlo, sugiere que vayan a tomarse una cerveza: ``Yo invito''.

Apenas entran en la cantina se levanta un rumor entre los comensales. Un mesero se acerca a Herminio y le señala un letrero sobre la barra: ``Prohibida la entrada a vendedores, cantantes, mimos y músicos''.

--¿Qué te pasa, hijo? ¿De dónde sacas que venimos a cantar? --reclama Herminio, agresivo. El mesero, sonriendo, se limita a echarle un vistazo a José que, sin protestar, da media vuelta y sale de la cantina.

--Oye, no, espérate --le grita Herminio--. ¿Por qué te vas? Yo te invité...

--Vámonos. Ya es tarde --murmura José sin detenerse.

--No. ¿Cómo que ya es tarde? Lo dices por lo del mesero... Déjame ir a romperle la madre.

--Ni le hice caso, olvídalo. Otro día venimos.

--¿Cuándo? --Herminio tiene que esforzarse para adoptar el paso de su amigo.

--Cuando quieras, tu dirás...

--Eres gacho. Primero aceptas y luego te rajas... Orale, vamos a regresarnos a la cantina y si ese tipo nos vuelve a decir algo... --Herminio hace el intento de retroceder pero José lo toma del brazo:

--Es en serio lo que te dije: se me está haciendo tarde y si llego noche la señora se pone que para qué te cuento... Otro día te acepto la invitación. ¿Adónde vas?

--A seguir chambeando un rato. ¿Y tú?

--Te dejo en el crucero y me sigo para la casa.

--¿Tan temprano? Entonces sí eres millonario, güey.

--Házmela buena, cabrón. Ahorita apenas saco quince, veinte varos y es que, como ando solo...

--¿Con quién andabas?

--Con mi escuincle mayor, el Pablo. Es bien abusado. Me ayudaba a recoger el dinero, nomás que su mamá ya no lo dejó que viniera. Lo mandó a la escuela, que para que no padezca lo que yo he sufrido.

--Tiene razón.

--No digo que no, pero es bien difícil hacerle yo solito a la bailada, a la tocada y además recoger la feria.

--Cómo te gusta exagerar. Yo hago más o menos lo mismo.

--Pero no trais disfraz.

--¿Qué, a poco está pesada la madre que traes?

--El penacho sí y da bastante calor. Aunque no lo creas, hacerla de rey tiene sus dificultades. Bueno, pues aquí te dejo.

--Y entonces ¿cuándo nos vemos? --pregunta Herminio.

--Yo te busco, manito. Siempre estás aquí, ¿no? Y apúrale porque se me hace que ya no tarda en llover.

Herminio siente un gran alivio cuando se detiene a mitad de la calle y enciende las teas. Antes de dar principio a su espectáculo se vuelve y descubre a José qué, ataviado otra vez con su penacho, lo observa con la dignidad de un rey.