Bárbara Jacobs
Para verlo y recordar

Sin duda, hay de mamás a mamás. Por iniciativa propia yo nunca habría ocupado un día en París en ir en busca de una bolsa de noche. Mucho menos de un juego de botones. O de un corte de seda. Pero el día que lo hice no se borra de mi memoria. Claro, al hablar de aquel viaje me referiré con mayor frecuencia a la búsqueda que emprendí de un libro específico; pero el recuerdo de la zona que recorrí de pequeñas tiendas oscuras, las escaleras que subí tras la pista de un hilo de determinado color, es vivo y persiste. Será porque acompañaba a mamá, que buscaba con el olfato y el entusiasmo del conocedor. Seguirla en este tipo de pesquisa me acercaba a ella, a conocerla sin intimidarla. Las dos sentadas una ante la otra en un café de barrio, inclinadas hacia el frente, en apariencia para vernos y oírnos mejor pero, en realidad, para marcar el momento, pues nada obstaculizaba nuestra vista o nuestro oído como para esforzarnos en superarlo. ``No te vayas'', parecíamos decirnos con nuestros torsos hacia adelante, las frentes casi topándose. Paraguas, guantes; preguntas en una repostería; minutos suspendidas bajo la lluvia ante una vitrina con una maniquí vestida de gala. Temas femeninos. Ropa interior. Qué escote puede usarse de día; qué telas no se usan en invierno; cuál tenedor se usa primero, cuando a la izquierda de tu plato hay por lo menos tres. Cómo conservar a tu hombre; cómo vivir.

Tengo una amiga que, a los tres años de edad, fue abandonada por su mamá. Tengo una amiga que, a lo largo de su infancia oyó a su mamá repetirle: ``Envuélveme tu joroba para la Navidad que entra''. Tengo una amiga que, de niña, atravesaba corriendo la calle para huir de su mamá que, con un azote, la perseguía, y cuando la alcanzaba la azotaba. Tengo muchas amigas. A una de ellas le fue especialmente mal con su mamá. Un día, cuando mi amiga tenía unos seis años de edad, su mamá la desfloró mientras la bañaba en la tina; a la vez, le dijo: ``Para que de grande no sufras''.

Yo he visto llorar a mamá. Cada vez que se le ha ido muriendo alguien, por ejemplo. O la vez que se le perdió un collar. O cuando algunas de sus hijas, o alguno de sus hijos, estuvo muy enfermo. Mamá lloraba. Pero, fuera de esos momentos de angustia y de llanto, mamá ha sido más bien valiente. Ha sido dedicada, amorosa, eficaz. No se opuso nunca a lo que para ella fueron siempre excentricidades de su esposo o de sus hijos. Sin entenderlos, los apoyó. Y habla con orgullo de lo que ellos hacen y de lo que ellos piensan, aunque al menos uno de ellos piense en términos francamente comunista y esto, a ella, más bien la aterre.

Ultimamente la he visto y oído cansada. Me dice que quiere dejar todo en orden. La corrijo: le pido que diga: ``Quiero tener todo en orden.'' ¿Por qué dejar? ¿A dónde va? ¿A dónde cree que va? ``Ya no voy a salir'', insiste; no quiere despegarse de papá ni un solo instante, bajo ningún motivo. Se sienta a coser al lado de él. ¿Qué va a hacer ahora, que ya terminó de bordar ``el mantel de fresitas'' en el que lleva trabajando ocho años?

Por supuesto que hay un pecado en su vida. De tanto en tanto lo recuerda, y a esta distancia en el tiempo aún no lo expía. Parece que en el Colegio Francés, al que fue de niña, regía un sistema de boletos, o de fichas, o de en todo caso pequeñas tarjetas de colores mediante los o las cuales pretendía organizar o clasificar a las alumnas, o a las maestras, o las materias, o los horarios. la cosa es que un día mamá se llevó a casa un montoncito de esas tarjetas. Sobra decir que no las mostró a nadie; pero, también, que no pudo dormir de puro remordimiento de tenerlas. De modo que, a la mañana siguiente, por supuesto, las regresó a su lugar, cerciorándose de no haber sido sorprendida por nadie.

He leído unos cuantos libros; he estudiando; no estoy muy lejos de cumplir 49 años. Soy una mujer casada. Sin embargo, cuando veo a mamá y pienso en que un día mamá no va a estudiar, siento deseos de morirme primero, o de hacerle saber que, si no me muero de una vez, es sólo por evitar que ella sienta esto que siento yo cuando, al verla, pienso que un día ella no va a estar más.

La otra noche mamá abrió una de las hojas del clóset en escuadra que abarca dos muros de su vestidor. Movida por la fuerza del pasado, buscó y encontró un vestido; lo sacó y me lo mostró, colgado en un gancho forrado. El clóset está tapizado por fuera de espejos; cuando una de las puertas se abre, contra otra fija o semi-abierta, se repite en perspectiva lo que sea que tengan enfrente. ``Mira'', me dijo, sin que ella le quitara la vista de encima; ``mi favorito''. Lo tocaba, lo acariciaba. Pero la tela, y no sólo en las mangas, se encontraba más que raída. ``¿Para qué lo guardas?'', le pregunté, en un tono de voz extrañamente agudo.

``Sólo para verlo y para recordar''..