Las apuestas del PRI al futuro no pueden mirar a los métodos utilizados en el pasado. Los hechos de los dos últimos años, la situación por la que atraviesa el país, los descalabros electorales de 1995 y los efectos de la crisis en el ánimo social, no dejan lugar a dudas de la inviabilidad de los viejos vicios.
La gran mayoría de los priístas comparte la idea de que la Asamblea XVII debe iniciar cambios de fondo. Buena parte de la sociedad civil y política también espera que el PRI sufra una profunda transformación. Un PRI renovado es un requisito indispensable para consolidar la democracia en nuestro país. Este cambio se enfrenta a un enemigo formidable: la intrincada, sólida y extendida red de intereses políticos y económicos no presentes en la vida diaria del partido, pero que, sin embargo, se han servido de él para lograr posiciones, fortunas y privilegios.
El dilema por el que atraviesa el PRI es apostar a que no pasa nada, o bien iniciar el desmontaje de dicha red de intereses y empujar una reforma partidaria que coloque al partido en el escenario de las grandes transformaciones por venir, mismas que deberán tener la dimensión de la Independencia, la Reforma o la Revolución. Es decir, hacer una transformación cosmética que sólo atienda a ciertas necesidades actuales del partido, o bien cambiar pensando en una sociedad que exige democracia, justicia, desarrollo equitativo y paz con dignidad.
Sin restarle su importancia a los temas coyunturales que ahora sacuden al PRI, sería preocupante entramparse en ellos, dejando de lado otros que tienen un mayor alcance. En este punto, lo fundamental a discutir no es la expulsión de alguien sino explicarse cómo fue que el partido ha permitido la entronización de estos personajes y, lo más importante, crear los mecanismos que impidan que esto vuelva a suceder. Cerrar el paso a los aventureros o ``modernizadores'' que, abonados circunstancialmente al partido, lo utilizan abiertamente, dejando a su paso el descrédito para la organización y sus militantes.
En lo político, hay tres ejes fundamentales a discutir: la relación del partido con los poderes públicos, en especial con el poder Ejecutivo y los gobernadores; la relación del partido con la sociedad y la definición de la postura del PRI en cuanto a la Reforma Democrática del Estado.
La cabal democracia interna en el PRI no será posible hasta que no se redimensione la relación de éste con los militantes del partido que ocupan cargos públicos y que ahora tienen un peso excesivo en la elección de candidatos y la fijación de posiciones políticas. Con los poderes públicos se deberá establecer una real autonomía política y de recursos, una autonomía que respete a la ley y los roles diferenciados que la sociedad le otorga al gobierno y al partido. Hacia la sociedad hay que canalizar una oferta política y organizativa que deje atrás los viejos vicios, que vaya más allá de la gestión y evite el corporativismo. Se trata de recuperar la credibilidad de las mayorías en una oferta política nacionalista y honesta. Consolidar un partido que se reencuentre con las masas, pero que vea en ellas conjuntos de ciudadanos concientes y no formas de manipulación para lograr mejores posiciones.
El país necesita grandes cambios. Hasta ahora, los priístas hemos contestado de forma aleatoria y coyuntural a la demanda social por ese cambio. Es hora de fijar una posición de largo aliento, es decir, conformar una agenda priísta para el cambio democrático y por la justicia social. A los escépticos les diríamos que hay una base social priísta y una sociedad protagónicas, que estarán alertas para que no le den gato por liebre, porque ahora, más que nunca, el imperativo es: cambiamos o nos cambian.