Hace cuatro días fue secuestrado por unos individuos encapuchados, el director del semanario oaxaqueño Contrapunto, Razhy González Rodríguez. En la misma fecha --17 de septiembre-- de 1973, un comando guerrillero intentó secuestrar al industrial Eugenio Garza Sada. Su guardia y él mismo lo repelieron a bala. En el tiroteo cayeron muertos, y dos de los guerrilleros también perdieron la vida.
El suceso conmocionó a la sociedad regiomontana y hoy es todavía materia de controversia. La versión más verosímil de los hechos es, empero, la que los propios guerrilleros participantes en el fallido secuestro documentaron en el curso del proceso 211/73 editado más tarde con título análogo.
Por tratarse de quien se trataba --el industrial acribillado encarnaba el liderazgo de los industriales de Monterrey--, la presión para combatir a los guerrilleros fue concentrada en el presidente Luis Echeverría. Este se vio en dificultades para reprimir al movimiento armado, con una mano, y con la otra sostener la tímida apertura política en que se había empeñado.
El Estado lanzó toda su fuerza contra la guerrilla. ``No tardaremos en lograr la captura de todos sus componentes, como perros vamos tras ellos'', declaró el general bufo y rapaz Arturo Durazo Moreno. Y se inició una feroz represión que alcanzó no sólo a los guerrilleros, sino a sus familiares y allegados, a luchadores sociales y a muchos inocentes.
Las muertes de los empresarios Eugenio Garza Sada y Fernando Aranguren, el primero en las condiciones descritas y el segundo en cautiverio, hicieron de la guerrilla un fácil estereotipo cuya represión se vio de inmediato legitimada.
El secuestro pasó a convertirse en el arma común de guerrilleros y policías, militares y paramilitares. Víctimas, deudos y amenazados vivieron el terror de esa táctica o vendetta, ambas igual de crueles. En torno al secuestro rondaban anónimos, temor y muerte: un clima envenenado que se extendió a todo el país.
Quien más abusó del secuestro fue el propio gobierno. A fines de los años 70 no había ya guerrilleros reales a los cuales perseguir, torturar y desaparecer, sin embargo, el régimen prolongó la violencia institucional a efecto de someter a los trabajadores y golpear a la oposición de izquierda. Cinco años después de haber entrado en vigor la amnistía decretada por López Portillo, los desaparecidos políticos eran más del doble de los registrados en 1978 (507 hasta febrero de 1983). De todos sólo aparecieron 37 en ese lapso.
Efecto del empobrecimiento y la marginación social, como lo reconoció David Garza Lagüera, hijo de don Eugenio Garza Sada; de la parálisis o discriminación en la impartición de justicia, y de una reforma política tan insuficiente como tardía (el próximo año se cumplirán dos décadas de decretada la que urdiera Jesús Reyes Heroles), hoy nos hallamos de nueva cuenta al filo del agua.
Los secuestros han proliferado en los tres últimos años y su incremento ha sido alarmante en 1996. Quienes los han efectuado por razones políticas debieran desistir de tal recurso. Además de incurrir en crueldad, crueldad con la que nadie se va a solidarizar, no hacen sino darle armas a un Estado que necesita de muy poco para mutilar o anular las módicas libertades que hemos podido conquistar los mexicanos en todo lo que va del siglo.
Desde las páginas de La Jornada (y también desde las de Nexos), algunos pretenden ver en quienes ya no quisieron esperar el siguiente incumplimiento de las promesas gubernamentales o la próxima negociación chinesca, al mal encarnado: ``la resurrección vampírica de manifestaciones políticas y culturales que creíamos parte del pasado''. También creíamos parte del pasado la ruina y la desesperación de la mayoría, precisamente el saldo ``de los grandes cambios estructurales impulsados por Salinas'', que alaba Gustavo Hirales (``El regreso de los setentas'', Nexos de septiembre), y el caldo de cultivo de la violencia en la que, sin pitorreos retóricos, ya nos adentramos.
Me parece que es urgente detener esa violencia. Pero no será con anatemas ni exorcismos como se lo consiga. El Estado se ha empeñado en seguir el mismo modelo económico del sexenio anterior y ciertos grupos sociales se han insurreccionado para combatirlo con las armas. El éxito de ambos es una moneda en el lomo de un venado, que puede acercarnos a todos a un fracaso mayúsculo.
Por de pronto es preciso condenar el secuestro del director de Contrapunto y exigir a las autoridades que actúen diligentemente para que aparezca. Las voces que llaman al gobierno a no castigar inocentes deben ser escuchadas.
Eso por un lado; por el otro, advertir a quienes realizan secuestros por razones políticas, que esta práctica no sólo los desprestigia sino que mina el piso de la lucha política en la conquista de un país verdaderamente justo y democrático.