Pablo Gómez
Exhorto de las armas
Las hipócritas condenas a todo movimiento armado, por el hecho de serlo y nada más, contienen solamente un exhorto al uso de las armas con tal de que éstas sean del poder y nunca de rebeldes.
La pretensión de que la violencia que no proviene de la autoridad constituida es contraria a la ética, denota ignorancia supina de la historia y convierte a sus autores en idólatras del estado de cosas, cualquiera que sea éste. Cuando tal pretensión proviene de los poderosos, no es difícil entender sus motivos, pero cuando son intelectuales quienes asumen la tarea de imponer un molde ético dictado por los dominadores, entonces tenemos un verdadero problema ético: la venta de la conciencia y de la pluma.
Cuando Francisco Madero llamó a tomar las armas, probablemente exponía la vida de sus partidarios, aunque éstos no fueran muchos. Pero ningún intelectual del odio a las armas rebeldes y del elogio de las del poder podría decir ahora que Madero era un loco sin principios éticos, aunque se había transformado en un promotor de la violencia. Esto se debe a que la revolución maderista triunfó y se convirtió en gobierno, aunque no por mucho tiempo y no sin usar la violencia contra los rebeldes reincidentes, los zapatistas.
El análisis de las rebeliones tiene que ser concreto, como concreta es la realidad que las prohíja y la idea que las guía.
En la historia existen millones de ejemplos del uso de la fuerza para aplastar la tiranía y eliminar la violencia y el crimen convertidos en institución. El cura de Dolores lanzó el grito definitivo de ``a matar gachupines'', a sabiendas de que era un pecado, no obstante lo cual había sido admitido en el nuevo código ético de la revolución, de la emancipación, de la lucha por la libertad, inaugurado por las revoluciones inglesas, la independencia de Estados Unidos y la revolución francesa.
Nunca en la historia los rebeldes pensaron que el uso de las armas era un fin en sí mismo, y jamás supusieron que su rebelión consistía solamente en el uso de la violencia. Ninguna revolución dependió más de las armas que del apoyo y organización de los oprimidos. La rebelión armada no ha conformado jamás, en su precisa dimensión violenta, una vía del cambio, sino apenas ha sido parte integrante, más o menos decisiva, de un camino para lograr el objetivo de la transformación política y social.
Cierto es que la rebelión o el uso sistemático de la violencia ilegal no solamente expresan la opresión y la injusticia, sino también un estado de conciencia: la decisión de usar las armas. Pero el grado de opresión e injusticia cuenta mucho a la hora crucial.
La rebelión del EZLN nunca hizo lo que Carranza, es decir, no llamó al pueblo a tomar las armas contra el gobierno y el Ejército federal, sino a llevar a cabo otras muchas acciones, aquéllas que estuvieran al alcance de cada quien. Así ha ocurrido, por lo cual las proclamas pacifistas-belicistas de los intelectuales éticos al servicio del gobierno se han reducido a simples ladridos. Que no se venga a decir a estas alturas que la sublevación de Chiapas no ha hecho ningún aporte a la lucha por la igualdad, la justicia y la democracia en México.
Ahora que un grupo de guerrilleros, armados con cuernos de chivo y flamantes uniformes, hace su aparición en algunos lugares, de inmediato se exige a todos los mexicanos, a los partidos políticos de cualquier género, que condenen la violencia pero que no traten de analizar la realidad donde aquélla se ha incubado ni el carácter de los autores de la proclama violenta. El discurso de los intelectuales éticos no pretende otra cosa que dar cobertura a la acción armada contra los guerrilleros y sus presuntos cómplices, aun sin detenerse a esclarecer nada al respecto ni analizar las posibilidades de un diálogo pacífico.
Hoy y aquí, el uso de la forma de lucha armada es inadecuado y, además, promueve las tendencias más represivas y violentas ya existentes dentro del poder. No hay posibilidades de una rebelión generalizada contra el gobierno. A pesar de los fraudes electorales, la compra de votos y la represión política, las formas civiles de lucha son infinitamente más poderosas que las armadas que pudieran producirse. Es más, en el país no se han presentado durante varias décadas formas de lucha como la huelga y otras semejantes, lo cual nos habla de un tremendo atraso en la organización propia de segmentos muy grandes de la sociedad, los cuales no harán suya la experiencia de reducidos grupos de rebeldes decididos.
En Guerrero han sido asesinadas muchas personas que ejercieron y defendieron las formas civiles de lucha. Sin un arma para la defensa personal, sin la clandestinidad como protección, sin la menor conmiseración de caciques, policías y altos gobernantes, esas personas --militantes políticos-- dieron su vida sin haberse rebelado. Miles de compañeros de aquellas víctimas de la violencia del poder persisten en realizar acciones no armadas y pacíficas, pero no son en forma alguna cómplices de la militarización de sus regiones ni se hacen eco de la falsa dimensión ética que condena sin más toda rebelión por el solo hecho de serlo.