A Jesús Chávez Mora, en la memoria
Cuando desde la izquierda democrática se postula la añeja tesis de que ``todas las formas de lucha'' son válidas, se hace a sí misma un flaco favor ya que en nada coadyuva a asentar su perfil y su compromiso democráticos. La fórmula no sólo resulta farisaica, ya que por esa vía unos llegan al Congreso y otros derraman sangre propia y ajena, sino porque además no logra acreditar el compromiso con la vía democrática, legal, institucional.
Al leer ahora la ``Fundamentación histórica, económica, social y política del programa político'' del PDPR y del EPR del 7 de agosto, resulta que los armados también reconocen la legitimidad de todas las formas de lucha. Dicen en su documento que si bien ``los procesos electorales han sido utilizados por la oligarquía y el gobierno antipopular, para tratar de dar apariencia de legalidad al antidemocrático sistema... (sin embargo), la lucha electoral puede ser uno de los medios o formas de lucha que contribuya a organizar la fuerza social histórica capaz de lograr transformaciones profundas''. Y más adelante se plantea ``la necesidad de transitar por una vía revolucionaria que contemple el desarrollo, combinación y generalización de todas las formas de lucha: la económica, la política, la ideológica, la legal, la clandestina, la electoral, la parlamentaria, la movilización y la acción política de las masas y la lucha armada revolucionaria''.
Me pregunto, ¿realmente todo se vale? Quizá para quienes postulan la vía de transformación revolucionaria si, porque a fin de cuentan ellos no reconocen ninguna legitimidad a la existencia de los ``otros'' ni guardan compromiso alguno con la legalidad, y presuponen que es necesaria la destrucción violenta del Estado para iniciar un proceso fundador.
Pero ¿pueden hacer lo mismo quienes enuncian una ruta democratizadora y un compromiso con la democracia? Mi respuesta es no. Y ello por diferentes razones. La primera tiene que ver con los principios, esa esfera que a fines del siglo se encuentra relativamente cascada pero que sigue ordenando alguna parte de la vida pública. Lo que distingue a los demócratas de los revolucionarios es que los primeros son capaces de asumir como un bien la existencia de la pluralidad política y su vocación es por ganar o construir una mayoría de adhesiones que les permita legítimamente el ejercicio del gobierno, mientras que los segundos se autodefinen como la encarnación del pueblo, los trabajadores, la nación, considerando a los ``otros'' como cristalizaciones del antipueblo o la antinación, de tal suerte que ni en el discurso ni en la práctica existe espacio para la convivencia de la diversidad. Para los primeros, en la política se trata de ganar desplegando una cierta capacidad hegemónica, respetando los derechos de los ``otros''; para los segundos la política es sinónimo de guerra, y según ellos, el objetivo último es la aniquilación del adversario.
Pero quizás a fines del siglo XX la referencia a los principios no conmueva a (casi) nadie, porque en no pocos ámbitos la inteligencia política es equiparada con capacidad pragmática y punto. Pues bien, tampoco en el terreno de la conveniencia pura y dura parece pertinente para quienes luchan en el marco institucional, legal y pacífico, andar pontificando que todo se vale, que todas las formas de lucha son legítimas. Por esa vía no sólo parece imposible subrayar el compromiso con la democracia y la legalidad, sino que además lo que se hace en un campo incide negativamente en el otro, ya que no todo es conjugable, susceptible de ser sumado. Si mal no recuerdo mi lectura de El 18 Brumario, del mismísimo Marx, éste no dejaba de constatar la paradoja de aquellos que estando en el Congreso se comportaban como si estuviesen en medio de la lucha en las calles, o de aquellos que al optar por la contienda en las calles pedían que se les tratara como si estuviesen en el Congreso.
Tengo la impresión de que uno de los sustentos de esa actitud equívoca tiene que ver con la confusión entre lo que es y lo que debe ser. Para algunos, el solo hecho de que algo suceda tiende a legitimarlo. Dado que cualquier actitud en política suele tener algunos nutrientes que la explican, se pasa, sin mediaciones de la comprensión (o supuesta comprensión) a la justificación, con lo cual el perfil propio se desvanece y se empieza la exaltación de la otra conducta, que puede ser incluso la negación de lo que uno mismo es. Traducido quiere decir que ver en la explotación, el racismo, la injusticia, etcétera, el caldo de cultivo de las apuestas armadas (explicación), de todas formas no alcanzan (o no debería alcanzar) a justificar (el deber ser) a las mismas.
Si la izquierda democrática aspira a construir una base de apoyo suficiente para acceder al gobierno por la vía democrática, tiene la necesidad de hacer suyos los compromisos que se desprenden de esa definición estratégica, de tal suerte que no sólo puede desplegar todas sus posibilidades sino que aparezca a los ojos de los otros como una fuerza comprometida con el cambio democrático a través de vías igualmente democráticas, es decir, legales y pacíficas.